Una de las tradiciones menos cinematográficas del musical americano ha sido desde siempre la llamada opereta music. Iniciada en los 30 como parodia de la ópera italiana y apoyada en el talento vocal de intérpretes como Maurice Chevalier o Jeanette MacDonald, nunca se liberó enteramente de su concepción teatral y tuvo sólo dos maestros en el cine de Hollywood: Ernst Lubitsch y Rouben Mamoulian. Basta ver La viuda alegre o Ámame esta nochepara darse cuenta que el desafío consistía en jugar un poco con la sofisticación de la puesta en escena, condimentada con justas dosis de ironía–en el caso de Lubitsch- o calidez –más propia de Mamoulian–, y permitirse mayores ambiciones que en los musicales de backstage, más modestos y anclados en historias tras bambalinas. Tanto Lubitsch como Mamoulian venían de Broadway pero entendieron los retos de un lenguaje recién nacido que tenía una nueva e intrigante protagonista: la cámara. Filmar musicales no es lo mismo que dirigirlos en escena, y requiere de la habilidad y el ingenio para pensar la danza y la música en relación a ese ojo que todo magnifica, que proyecta los números más allá del espacio restricto del escenario y recrea en la mente del espectador la magia del artificio. Por los resultados, Tom Hopper (El discurso del rey) no parece haber sido la elección adecuada para llevar al cine la versión musical de la famosa obra de Víctor Hugo. Escrita por Alain Boublil y el compositor francés Claude-Michel Schönberg (con la adaptación de las canciones al inglés de Herbert Kretzmer) Los miserables ha sido uno de los grandes musicales operísticos de todos los tiempos: desde su estreno en el teatro londinense en
Semejante compromiso, potenciado por la autoimpuesta exigencia de una verosimilitud innecesaria, llevó al director -o a la producción, quién sabe- a filmar a los actores cantando en vivo en lugar de optar por el playbacktradicional y la posterior sincronización del sonido en post producción (un procedimiento que ha sido la norma desde los inicios del género). En consecuencia, los actores están ahí cantando, con los auriculares ocultos para oír los acordes de la orquesta, tratando de no moverse demasiado para no agitarse, deslizando imperfecciones que podrían haberse evitado. Si bien hubo películas que se arriesgaron en este camino –como fue el caso de A long last love de Peter Bogdanovich, maltratada injustamente por la crítica por su clasicismo más que por sus méritos cinematográficos- aquí la sensación es más que decepcionante. Escuchar a los actores cantar durante más de dos horas y media –literalmente- puede ser desgastante para cualquier espectador, pero si encima se deciden filmar los números musicales en cerrados primeros planos, con una cámara que los sigue, nerviosa y movediza, que no sabe cuando detenerse, que no atiende a la composición, que empasta los fondos con colores digitales sin siquiera permitirnos atender a las letras de las canciones, la experiencia se torna insoportable.
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