Toda la razón de ser de Rozlik y el pueblo de las caras sospechosamente rusas se cifra en una charla entre dos pobladores de Colonia San Javier. Ambos estuvieron detenidos por la dictadura uruguaya entre 1980 y 1984, y lo que dice uno de ellos es que los militares cumplieron su objetivo, al menos en el pueblo: generaron una grieta insalvable entre los que fueron detenidos y el resto de los habitantes de un pueblo acostumbrado a dirimir sus diferencias en la franqueza de la discusión cotidiana. Es una mirada que excede la coyuntura y las fidelidades político-ideológicas: se trata de un quiebre de la cultura basada en la armonía de la convivencia y en la comunidad de rasgos, reemplazada por el recelo, el resquemor, el descrédito, la desconfianza.
Esa ruptura se manifiesta a partir de la construcción del otro como enemigo, aunque más no sea potencial. El otro deja de ser un par con el cual se entabla un diálogo para revelarse, por la intervención de las fuerzas de seguridad, una suerte de cara monstruosa que permanecía escondida. Se pasa de un régimen horizontal basado en los lazos, en el idioma en común, a otro en el que rige la verticalidad de lo institucional: la institución –sobre todo si detenta el poder de las armas- no es cuestionada por aquel a quien no llega su accionar. La inversión cultural consiste en alimentar la infalibilidad de la institución por sobre el conocimiento del individuo o del pequeño colectivo que se integra.
El documental deja en claro que hasta el momento de la primera irrupción de las fuerzas militares, la grieta no se encontraba en el pueblo. En el segmento de animación que muestra los hechos de 1980 –cada narración del pasado recurre a la reconstrucción dibujada-, las oposiciones son tajantes hacia afuera. Vemos un día habitual en el pueblo: hay niños jugando, padres e hijos pescando, mujeres haciendo las compras. En ese entorno calmo y silencioso irrumpe de pronto el sonido furioso de los camiones militares que avanzan por el camino, la nube de polvo que levantan, la tensión que genera en los rostros ante lo desconocido e inesperado. Si hacía falta, la oposición más notoria viene después: vemos a los pobladores con rostros, características físicas propias, reacciones; y a los soldados como sombras, sin rostro ni lenguaje. Son una fuerza oscura que avanza sobre un territorio luminoso.
Esa invasión que se lleva detenidos a una treintena de habitantes que luego serán torturados en el Batallón de Fray Bentos, es la forma en que se construye a un enemigo. Si hacia adentro el pueblo funciona en esa deliberada fragmentación articulada en la oposición culpable/inocente, hacia afuera es una representación de todo aquello contra lo que decían luchar las dictaduras latinoamericanas de los 70/80. Pongámonos en situación: en 1980 la dictadura uruguaya llevaba siete largos años y empezaban a aparecer las diferencias entre quienes propugnaban una salida hacia la democracia, y quienes se resistían a ella. Colonia San Javier apareció, para estos últimos, como el lugar ideal para anclar el relato que hacía necesario la persistencia de la ocupación militar. Se trata de una colonia formada por emigrantes rusos que llegaron a la zona cercana a Paysandú en las primeras décadas del siglo XX. El Centro Cultural del pueblo se llama Máximo Gorki, y algunos de sus habitantes habían estudiado sus carreras en la Unión Soviética. El relato militar cerraba con facilidad en la paranoia respecto del comunismo: el centro de estudios soviético era un espacio de adoctrinamiento comunista y en el centro cultural se encontraron armas y panfletos. Colonia San Javier se convirtió de pronto en una especie de enclave marxista-leninista en el Uruguay profundo.
Vladimir Rozlik fue detenido en esa primera incursión, por la que estuvo preso un año. En 1984 vuelven a llevárselo de su casa. En esa segunda detención, murió, y fue el último muerto de la dictadura uruguaya. Los militares adujeron un paro cardiorrespiratorio y una segunda autopsia reveló la influencia decisiva de las torturas en el deceso. Lo notable es que esa constatación –generada en la desconfianza de la viuda y revelada por la búsqueda periodística del Semanario Jaque-, como muestra el documental, no implicó la ruptura de esa grieta: habían pasado ya demasiados años de inculcación de la idea de los que murieron “por no haber hablado” o porque “en algo andaban”, como se escucha decir a una pobladora en un programa de radio.
Es la propia familia Rozlik la que parece intentar tender los puentes hacia ese pueblo esquivo que abandonaron a poco de la muerte. Y ese proceso se verifica en una doble vía. Mary, la viuda de Rozlik, vuelve a la Colonia, más allá de su lugar en la Fundación y el Hogar de Ancianos que creó, postulándose para alcalde. Valery, el hijo –que tenía unos pocos meses a la muerte de Vladimir- busca en testimonios de parientes y amigos; rearmar la historia de su padre, más allá del relato de su madre. Mary va a hablarles a los habitantes del pueblo, Valery va a escucharlos. Y los resultados no pueden ser más diferentes: mientras a ella se la rechaza porque no la consideran parte del pueblo, él consigue armar con retazos –las fotos que guarda su tía, los relatos de quienes compartieron la prisión con Vladimir-, un perfil de su padre menos lineal, con más aristas que ese vago recuerdo de la inauguración de la plaza que lleva el nombre de su padre. Proceso que se transforma, a su vez, en un rito de pasaje familiar en el que la madre le cede al hijo la responsabilidad de conservar la memoria de Rozlik.
La familia es también representación de la persistencia de esa grieta, ahondada institucionalmente por la nunca derogada Ley de Caducidad. No hay culpables ni responsables por detenciones, torturas y muertes. La imposibilidad de desandar ese camino sostiene en la historia el quiebre de la imagen de San Javier y la ruptura hacia el interior de la Colonia. El enemigo no se desarticula y persiste aún como construcción sedimentaria. Nada cambió en más de 30 años y ese es el más terrible descubrimiento de la familia Rozlik. La prueba más clara es ver a ese oficial del Batallón Fray Bentos, que tiene prohibido hablar del pasado y que dice que el Ejército “prestará” sus instalaciones para que se coloque la placa que recuerda a Rozlik. En esa afirmación se sustenta la concepción que el Ejército tiene de sí mismo, como ajeno al Estado y al pueblo. No puede haber conclusión más pavorosa ante el silencio y la nula asunción de responsabilidades que constatar, como lo hace Rozlik y el pueblo de las caras sospechosamente rusas, que el verdadero enemigo sigue estando ahí.
Rozlik y el pueblo de las caras sospechosamente rusas (Uruguay/Argentina, 2017). Dirección: Julián Goyoaga. Guion: Julián Goyoaga, Germán Tejeira, Valentina Bugaiov, Helena Almiranti, Juan Manuel Solé. Fotografía: Andrés Boero Madrid, Germán Tejeira. Edición: Julián Goyoaga, Valeria Racioppi, Germán Tejeira. Duración: 87 minutos.
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