Un discurso no es solamente una sucesión de palabras. Un discurso también es el tiempo en que se inscribe. Y la postura de quien organiza esas palabras en un tiempo dado. No se construye como un capricho, sino como una consecuencia de pensamientos, situaciones, temporalidades. Cuando el toro protagonista de Carne propia dice “Yo he dejado mi juventud en estos campos” al comienzo de la película, reconocemos no solamente el sentido de la frase -lo que significa- sino que podemos ubicarla en un tiempo y en una realidad. Es, hoy, un anacronismo, no solo por la relación con el campo sino por la construcción lingüística (el “he dejado” es absolutamente ajeno a nuestro tiempo). Cuando poco después habla de “un crisol de razas, un arco iris de la grandeza nacional”, no solamente se refuerza el contexto temporal, sino que establece una pertenencia de clase. No es un toro común y corriente: es un Aberdeen Angus –el más preciado por la calidad de la carne- y ha sido campeón nacional.

Si el tiempo del discurso se sitúa en un pasado ubicable en las primeras décadas del siglo pasado, si la pertenencia de clase está marcada en el uso de cierta fraseología reconocible, lo que las imágenes devuelven es una reafirmación de un espacio propio. La Sociedad Rural es “la catedral del campo”, en donde el toro campeón puede describir el origen de las especies –en especial las humanas- de acuerdo a las boinas que llevan –un hallazgo notable de la película-, el espacio donde se forja la argentinidad hacia el exterior. No es casual que la secuencia de títulos encuentre un paralelismo entre la forma de la media res vacuna y el mapa invertido de la Argentina: una y la otra surgen indisolubles como representación.

Es a partir de esa decisión de establecer ese discurso en boca del toro campeón, que la película de Alberto Romero construye su propio discurso. Porque el riesgo de que el espectador pueda asumir ese discurso como propio, se diluye en, primera instancia, por la elección de la voz que le da espesor a ese inesperado personaje central. Ese texto, en la voz de Arnaldo André, adquiere una dimensión que un locutor no podría haberle dado: un registro que se asume como ficticio y que apela a una recuperación de los modos de dicción de clase para seguir situando ese discurso interno como anquilosado, antiguo.

Y, en segunda instancia, ese riesgo se difumina por el contraste que a partir de ese momento se establece entre el discurso interno –el del toro- y el de la mirada que construye la película. Esa mirada está hecha de su propio tiempo, de una estructura que parece seguir una lógica geográfica que encubre una lógica temporal. El viaje que emprende el toro campeón desde la pampa abierta y sus horizontes amplios hacia los destinos más urbanos ligados al faenamiento sostiene, en realidad, un viaje que nos lleva por los hitos de la historia ganadera del país. Del pasado al presente, con los cambios en los códigos de presentación y representación.

Pero lo notable es que ese recorrido no se plantea ni como una enseñanza histórica ni como un contraste entre lo rural y lo urbano. Lo que importa es que esos elementos históricos y geográficos se conjugan en la construcción de un descenso a los infiernos de una representación de clase. A lo inevitable –“Mi destino es una lata” dice con resignación y bronca la voz del toro- le opone la conciencia de que el viaje es un camino sin retorno que lo aleja de sus orígenes de clase para sumergirlo en lo no deseable.

Si Pueblo Liebig, en Entre Ríos, todavía representa un orgullo de clase, en tanto se trata de la inventiva y la capacidad comercial de los ingleses para hacer de ese lugar lo que terminó siendo la gran cocina de las guerras mundiales –la pertenencia se revela intacta cuando la voz del toro sentencia que “un buen pedazo de carne no se le niega a nadie, ni a un comunista”-, si aún en ese momento las ínfulas de clase se mantienen incólumes –“He nacido en el país equivocado, París me espera en otra vida”-, lo que sobreviene después es la caída. Hay un contrapunto notable que cifra el relato en un momento de la película, y que resume esas oposiciones como irreconciliables: el toro ve en el camionero que lo traslada a una especie de Caronte, ese barquero de la mitología griega que guiaba las sombras de los difuntos hacia el otro lado, mientras que los trabajadores de la carne aparecen como verdugos sucios. De la mitología al frigorífico como instancia innoble.

La caída es el peronismo –“No quiero ni mencionar su nombre para no amargar mi boca”-, los trabajadores que “a su salvaje y desgraciada manera también amaban a la Argentina”, el lugar de donde “salió esa escoria”. La caída es el Mercado de Liniers, caracterizado como un indigno campo de concentración, o como la zona roja de Amsterdam, donde los novillos y terneras ofrecen sus cuartos traseros de manera impúdica, mientras él, el que fue campeón, tiene destino de carne de descarte, casi equiparándose con una prostituta vieja que ya no tiene mucho para dar. La caída final es un frigorífico recuperado por los obreros, después de una quiebra fraudulenta, lo que lo lleva a preguntarse “por qué debo morir en este antro anárquico”. Es en ese tramo final de la caída donde se revela una interesante ambivalencia con el personaje central. El que se construye desde el discurso como un sujeto con voz propia –aunque sea tomada de otros-, se reduce a la condición de objeto, no solamente por su rol en un esquema social, sino porque en un punto señala que al perder la esperanza, se ha convertido en otro. Ese otro que admite una lectura aún más compleja: la de convertirse en el objeto que sacrifica la propia clase a la que pertenece para sus beneficios, para saciar la sed de sangre y violencia de las clases bajas.

Lo que hace de Carne propia un documental inhabitual es que justamente su discurso no se instala en un momento histórico preciso, sino que replica cada uno de sus planteos en el presente, reactualizando un enfrentamiento de clases que se ha representado últimamente en la figura de “la grieta”. En esa decisión de trabajar el contraste entre un discurso situado claramente en el pasado, congelado en sus formas y dicciones, con un otro que se apoya en el devenir temporal y los cambios que se producen, consigue un efecto de ironía que desacraliza no solo los relatos, sino, y por sobre todo, las formas tradicionales del documental (siguiendo, de alguna manera, el territorio abierto por los trabajos de Néstor Frenkel) sin que ello implique abandonar la rigurosidad.

Esa que se vislumbra en una selección de imágenes que no es casual, sino que resalta la expresividad del personaje central, logrando una consonancia inédita con las inflexiones del texto en off. Las imágenes logran construir el verosímil del toro que piensa y que habla, y que lo hace desde un lugar de clase, y que no se conforma con cierta uniformidad. Hay un cambio notorio en cómo se ve el toro desde la primera imagen, que registra la conciencia de su importancia con la frase “Me siento observado”, hasta la última vez que lo vemos de frente, sin renunciar a sus principios de clase, al decir “Nadie sabe quién soy ni todo lo que le he dado a la patria”. Después, sobreviene el silencio, el paso cansino y solitario por la manga, la construcción de esos pasos finales a semejanza de un western clásico en la que el héroe afronta su destino. El toro se convierte en uno más que queda igualado en la muerte con tantos otros, que nunca podrían haber sido de su clase, pero que terminaron en la misma lata.

Carne propia (Argentina, 2016), de Alberto Romero, 70′.

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