La canción de la linterna (Uta-andon, 1943) tiene dos momentos hermosos y tristes, un tercero muy extraño en el que una subjetiva reposada del protagonista no condice con su ebriedad y paranoia, que incluye la visión culposa de un fantasma, y un final en el que Naruse traza con el movimiento de la cámara un rectángulo que acaba en una de esas lunas falsas que Mizoguchi llevó hasta la alucinación durante los últimos tres minutos de La señorita Oyu. Mientras una bailarina se desplaza siempre en el mismo cuarto seguida geométricamente por el objetivo, otro personaje desaparece mediante una elipsis que no precisa de corte. No es la única ocasión en que Naruse agrega o quita elementos de una escena, alterándola calladamente.
Aquí se cuenta la historia de un virtuoso actor de teatro Noh que habrá de suceder a su padre cuando este se retire. Viajando en tren se topan con un arrogante pasajero que los acusa por desconocer a un maestro de la interpretación que vive en las afueras de Tokio. El padre escucha atentamente al verborrágico señor pero su hijo siente el orgullo herido, no tanto porque han osado declarar que alguien es mejor que su padre, sino porque ya supone ser él mismo superior a todos.
Esa noche, ya instalados en la aldea de Sozan, visita al masajista ciego y declarado maestro del Noh, que resulta ser un tipo asquerosamente soberbio. Este accede a cantar a condición de que el oyente declare su fama en Tokio, pero cuando el más joven se pone a marcarle el ritmo con la palma de su mano sobre el muslo, en una escena cuya tensión hace pensar en un duelo y luego la misma película relaciona con la ética del samurai, el viejo flaquea, se queda sin voz y termina humillado a sus pies. Las fatales consecuencias públicas de ese encuentro marcarán al protagonista durante los próximos años, que habrá de pasar separado de la familia y sin permiso para ejercer el oficio, ganándose la vida a duras penas como cantante callejero después de haber sido deshonrado por su padre.
En una de esas noches en las que canta solo a la luz de las linternas que iluminan las calles de un pueblo de principios de siglo, se produce uno de los instantes más delicados de la película. La melancolía proviene del instrumento, de la voz, de la errante soledad del personaje filmado en plano fijo entero de tres cuartos perfil, y del fondo titilante de las linternas, de esos temblores de la luz. Más tarde entra en trato con una geisha a la que le enseña su arte y, entonces, Naruse organiza el aprendizaje en un bosque cercano a unas cataratas. El sonido del agua, el vapor iluminado por los rayos nebulosos que se filtran por entre los árboles y la grúa desde la que filma un par de veces la escena siempre comenzando desde lo alto para descender hasta los personajes, transforman la situación en un juego de sombras (des)dibujándose en un plano cada vez más abstracto.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: