Lo primero que se me ocurría cuando pensaba en un Parque Nacional, más allá del atractivo que puede implicar la preservación de un espacio, es la ausencia de conflicto. Siempre tuve la sensación que esa figura no admitía grandes discusiones y que sus propósitos eran –son- loables en términos de preservación y recuperación. Que funcionan como una política de Estado. Pero ocurre que los tiempos cambian -¿cambian, o en realidad lo que cambia es nuestra percepción de las cosas?-, y cuando se atisban las historias que hay detrás de un hecho, allí es donde lo conflictivo aparece en toda su dimensión.
Decía que pensaba eso, que quizás inconscientemente sospechara de algunas cuestiones pero no más que eso. Y entonces aparece una película como Acampe originario, en la que el relato del acampe de la Comunidad Qom durante la presidencia de Cristina Fernández tiene su centro en el desplazamiento físico provocado por la creación de un Parque Nacional en la provincia de Formosa. Entonces es que las cosas empiezan a admitir otras tonalidades. Si para crear un Parque es necesario impedir, cerrar, desplazar a los habitantes de ese espacio, hay algo que no termina de funcionar. Y después aparece Proyecto Parque Patagonia que pone en segundo plano la consecuencia para poner a dialogar entre sí los motivos, los orígenes, para que se comprenda que en definitiva, lo que aparece es el choque entre dos proyectos opuestos que no parecen admitir posiciones intermedias.
El Parque Patagonia fue creado en el año 2014 a partir de una estancia ubicada a unos kilómetros de la localidad de Los Antiguos, en Santa Cruz. La idea inicial parecía ser el intento de preservación del hábitat de una especie en riesgo de extinción, el Macá Tobiano. Pero con el tiempo y la anexión de nuevas tierras, el proyecto fue mutando: de un pequeño parque mutó a un megaproyecto que no solamente incluía más tierras a adquirir en el futuro, sino su visión como proyecto binacional, en tanto del lado chileno se espejaba un parque de características similares.
Lo que hace la película de Dickinson es exponer, de una forma ligada a lo cronológico, la evolución del proyecto desde diferentes perspectivas: la Fundación Flora y Fauna –la ONG que es la principal impulsora del proyecto-, los testimonios de quienes viven en las tierras que pretenden anexar, los vecinos del lugar y las instancias políticas –legislativas o ejecutivas- de la provincia de Santa Cruz que ponen en cuestión el proyecto. En ese entrecruzamiento de voces que no dialogan entre sí –pero que el montaje pone en relación de tesis y antítesis- se reconstruye lo central de ese tejido: el diálogo entre las partes está definitivamente quebrado –y no es curioso que sean los dueños de las tierras quienes apenas logran recuperarlo bajo la forma de amenazas veladas del tipo “Tenemos tiempo y dinero para esperar” cuando se niegan a vender- y lo que predomina es la imposibilidad de escuchar al otro. Cada uno habla por su lado, da sus razones, explica sus motivaciones, cimenta sus reparos, pero no se somete a la disputa que les plantea el otro. En todo caso, lo que puede hacer el documental es reparar esa ausencia desde los lazos que encuentra entre las declaraciones de unos y otros, que puedan funcionar como posibles respuestas, como un cruce que en realidad y en la práctica no existe.
Pero en esa cronología van incorporadas inevitablemente las visiones, más o menos transparentes, de cada parte. Por el lado de la ONG, la idea de la preservación va virando de manera bastante sutil, pero fácilmente detectable, a un vocabulario estandarizado, a una serie de slogans muy bien armados, utilizando palabras que alcanzaron cierto auge por otras luchas –la idea de resiliencia, puesta en primer plano principalmente a partir de las luchas que vienen dando las mujeres contra la cultura patriarcal dominante- y a un sinceramiento que solo en el tramo final parece comenzar a asomarse. Es cuando se plantea ese concepto de la modernidad que sostiene la necesidad de pasar de una economía de carácter extractivo a una marcada por los servicios. Para decirlo en otras palabras, pasar de una economía basada en la productividad de la explotación -principalmente ganadera, pero también agrícola-, a una en la que el centro sea la llegada de divisas provenientes del turismo. “El trabajo de servicio es el que busca la nueva generación” sostienen como una suerte de camino a seguir determinado por una supuesta necesidad del trabajador, que no es más que un trazo señalado por el mercado, y sin más comprobación que su sola mención.
Del lado de los dueños de la tierra, mayormente pequeños propietarios que se dedican a la cría de ovejas o actividades agrícolas, lo que prima es el lazo con la tierra. La tierra se relaciona no solamente con el trabajo que permite la subsistencia, sino, y por sobre todo, con el trabajo familiar sostenido durante años para hacer productivo el emprendimiento. El choque allí está centrado en el dinero: ese dinero que ofrece la ONG no puede comprar el esfuerzo, las raíces, los recuerdos que implican los lugares. Lo que sobrevuela en ese relato es el de la destrucción: el otro viene a destruir todo lo construido, de manera directa –tirando abajo las casas de las tierras que compran, sacando los alambrados, cortando los árboles que no son nativos- o de manera indirecta –reintroduciendo poblaciones de pumas o zorros colorados que atacan a las ovejas-.
Ese cruce dialéctico es el que profundiza el perfil político que asume un documental como Proyecto Parque Patagonia. No solamente por la afectación que implica al Estado como forma, sino por la disputa que se instaura a partir de dos concepciones diferentes sobre la productividad económica. Allí hay un hallazgo claro en el documental: recuperar la noción de que la discusión sobre la definición del uso de un espacio es definitivamente política y que esa política está determinada por la ausencia de un diálogo entre las partes y en la predominancia del poder del dinero.
Y en ese punto también está su problema. Si hay una dialéctica, pero carente de diálogo, es imposible llegar a una síntesis que supere las posiciones de cada lado. El déficit del documental está en su modo de articular el relato: su (aparente) no intervencionismo delimita las posibilidades a lo que el espectador estime más apropiado de lo que se le ofrece en pantalla. La decisión de no involucrarse en la discusión que se plantea es, también, una decisión política. Que no es justamente la no intervención, en tanto puede detectarse a partir del montaje, de la forma en que ese (no) diálogo se articula, de qué lado se sitúa la mirada de la película. El no involucramiento implica, en este caso, no ofrecer elementos ajenos a lo que relata cada parte para que esos planteos encuentren un contexto que exceda la mera discusión sobre el Parque. Entre el relato modernizador y políticamente correcto del conservacionista y el idealizado amor por la tierra y el trabajo en ella, no hay nada. No hay datos ni historias que permitan afirmar a unos o a los otros, que los cuestione o los ponga en duda, ni un intento por retomar una visión más histórica sobre las tierras patagónicas que involucren a los pueblos originarios, por ejemplo, y su rol en el presente de ese espacio –si ello se reduce a poner en pantalla a una pequeña propietaria descendiente de pueblos originarios, podría pensarse que la aproximación es bastante limitada-.
En cierto punto, el mayor problema de Proyecto Parque Patagonia no tiene que ver con el intento de reflejar con cierta intensidad ese conflicto –lo cual, evidentemente, logra- sino con que lo que ofrece al espectador se parece demasiado a ese modelo de cine de ficción clásico de una película de juicios. Una en la que asistimos a todos los testimonios que intentan convencer al espectador de sus razones, como si éste fuera parte de un jurado invisible. Pero un juicio necesita, además de un jurado, incluso en ese modelo, no solamente a un juez que dictamine. Necesita fiscales, abogados defensores, testigos y peritos que no pertenezcan a los involucrados. Pero sobre todo necesita una acusación que luego puede o no ser probada, pero sobre la cual el jurado pueda tomar una decisión. Eso que haría de este documental una película tan profundamente política como parece pretender por momentos y que, lamentablemente, no logra ser.
Calificación: 6/10
Proyecto Parque Patagonia (Argentina, 2019). Dirección: Juan Dickinson. Producción Ejecutiva: Fernando Musa. Fotografía: Miguel Abal. Edición: César Custodio (S.A.E). Música Original: Sufian Cantilo, Anael Cantilo.
Duración: 80 minutos. Disponible en Cine Ar Play.
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