La pregunta parece inevitable: ¿Qué más se puede decir de Malvinas, de la guerra, hoy, casi 40 años después? La sensación de haber agotado el tema se entiende cuando se verifica que desde la ficción poco se avanzó de Los chicos de la guerra a Iluminados por el fuego, y que el documental parece depender del surgimiento de hechos que renuevan el interés sobre algún aspecto específico –en los últimos años, sobre todo, la identificación de los cuerpos enterrados en el cementerio de Darwin o los regresos a las islas de algunos excombatientes-. Sin poder despegarse de una base común, todos esos documentales y ficciones parecen apenas variaciones leves sobre el tema, que necesitan volver a contar la historia general para sumarle un nuevo elemento.

En Buenas noches Malvinas la diferencia aparece ya desde los primeros minutos, cuando las voces que van marcando el discurso se despegan de la construcción tradicional. Por un lado, están las voces de un grupo –la familia Bustos- que va reconstruyendo la historia desde los primeros días de la invasión argentina. Por el otro, una voz en off que va leyendo, recuperando, los textos del libro “Crónica de un soldado”, escrito por Fabián, el mayor de los hijos de la familia, sobre su experiencia en Malvinas. En ese proceso que va llevando el relato hasta los días finales de la guerra, la película toma una decisión arriesgada pero interesante: quita a Fabián de su espacio visual, lo relega a un fuera de campo en el que son sus palabras las que lo reemplazan, recuperando al que fue en el pasado sin interferencias con el del presente. Los cuerpos que aparecen son los del presente, los de los padres, los de su hermana Elena contando sus recuerdos ante un grupo de danza que trabajará con sus palabras, los de su hermano Javier que hace en el presente el mismo viaje que su hermano en el pasado, como si en ello estuviera encerrado un significado familiar que los excede (quizás una forma de subsanar esa herida interna de sentir que fue él quien “mandó” a su hermano a la guerra, como dice que sintió en el pasado).

Malvinas es, inevitablemente, y desde esos lugares en que es enunciada, una evocación del pasado. Pero lo que hace el documental es reforzar la idea de una narración desde el presente. Una recuperación hecha de lagunas y contradicciones –es notoria cuando se cuenta el llamado de Fabián desde Malvinas, el que todos recuerdan haber atendido en cuanto sonó el teléfono-, pero por eso más compleja y verosímil. Se asume el paso del tiempo, los huecos en la memoria, los nombres que faltan y los detalles que se escapan porque el tiempo les ha dado la dimensión adecuada. Esa decisión de respetar los huecos se traslada al resto del documental de dos maneras. La primera, haciendo que la recuperación de los hechos narrados en el libro sea fragmentaria y en la mayor parte de los casos, despojada de una matriz narrativa para concentrarse en los momentos en los que prima la observación y la reflexión sobre algún hecho (el libro en sí mismo es una construcción posterior, hecha en otro presente, más cercano en el tiempo a la guerra, pero no contemporáneo, lo que permite también ese desplazamiento). La segunda, dejando de lado toda pretensión documental, renunciando a la puesta en pantalla de las imágenes de la guerra, en tanto comprende que su rol sería puramente ilustrativo (de hecho, solo vemos una única foto de Fabián frente a la oficina de Encotel montada en Malvinas durante la guerra). El documento es el recuerdo en sí mismo, construido de esa manera con una verosimilitud que no necesita de apoyaturas visuales.

En esa evocación del pasado que realiza el documental, hay un choque evidente, casi brutal –y allí también reside el poderío de la película- entre el relato que se va articulando, en especial de lo narrado en el libro, con las imágenes con las que se entrelaza y que tienen que ver con el viaje de su hermano Javier. Mientras el relato va narrando esas Malvinas del pasado metidas en una guerra inesperada, las imágenes muestran las Malvinas de hoy: la prolijidad vacía de los espacios cerrados –el hotel, la oficina de correos, el salón del City Hall-, las calles tranquilas y silenciosas, apenas surcadas por algún auto. Como si esa sensación que Fabián descubre al regresar de Malvinas (“Me daba la sensación que la gente estaba dormida”) ahora se hubiera enquistado en el espacio de las islas, en la que casi no quedan vestigios de lo que ocurrió.

Ese choque también admite otra lectura, que tiene que ver con lo que constituye la esencia de su búsqueda. A contrapelo de lo que podía esperarse, no se narra la Guerra de Malvinas, sino las reacciones que cada uno de los miembros de la familia pudieron articular desde sus lugares. Si la guerra es una experiencia habitualmente asociada a lo colectivo –en tanto su centro son los ejércitos y la primacía de lo numérico-, lo que hace el documental es llevarla a una expresión individualizada: dejan de importar los hechos históricos que marcan los momentos trascendentales de la lucha (hay que ver que ni siquiera se menciona la fecha de la toma de las islas, sino que lo que importa es el día en que los soldados, entre ellos Fabián, fueron movilizados hacia el sur), dejan de importar los datos de la lucha misma, incluso hasta los combates (la única referencia está en las impresiones de Fabián sobre el bombardeo final sobre Puerto Argentino). La guerra pasa a ser un fondo de pantalla sobre el cual lo que empieza a importar es qué es lo que hace cada uno ante esa circunstancia. El soldado movilizado que no piensa en el combate y que descree del facilismo nacionalista (“Las Malvinas no valen la vida de ninguna persona” dice haberle dicho al soldado inglés en el Canberra, cuando ya era un prisionero de guerra) y que encuentra que su misión no reside en matar al otro, sino en ser “el nexo entre un pozo de zorro y una familia”. El mismo soldado que cuenta sus sensaciones ante la derrota (“Esa mañana Puerto Argentino dejó de tener patria, dejó de latir. Murió. No había aves ni viento”) y que observa a los sobrevivientes de una manera absolutamente descarnada (“Esos uniformes llenos de barro que regresaban del infierno”) está corriéndose del lugar común y generando un relato que parece chocar contra los discursos oficiales. Los padres que articularon una red para saber qué estaba pasando con sus hijos, que consiguieron que el Correo y la Municipalidad de La Plata les dieran un espacio donde reunirse con otros padres de soldados (y descubrir tras la guerra que algo similar había ocurrido en Londres con los padres de los soldados ingleses). O que consiguieron un espacio radial para tratar de que fueran escuchados en Malvinas, enviando mensajes, siendo, como Fabián en las islas, un nexo entre la familia y el pozo de zorro. Los hermanos que comenzaron con problemas de salud. La hermana que pasaba los fines de semana en la casa de una amiga donde jugaban a ser superhéroes.

La recuperación de la historia se cierra con Fabián, que aparece en el relato, como si nuevamente estuviera volviendo de Malvinas, solo después que su familia cuenta del regreso en el pasado. Su cuerpo en el presente no exhibe las huellas del pasado: es su memoria la que recupera ese pasado de la misma manera que lo hace su familia. En todo caso, su historia es más que la de un soldado en una guerra específica como la de Malvinas. Es la puesta en palabras –y en pantalla- de qué se puede hacer en una guerra y qué se puede hacer con ella después. Todo el documental gira alrededor de esa idea y es por esa razón que no se despega de su núcleo central constituido por esa familia. Porque en cada uno de ellos, en cada relato que se despliega, hay una posible respuesta para esa pregunta.

Puntaje: 7/10

Buenas noches Malvinas (Argentina, 2020). Dirección: Ana Fraile y Lucas Scavino. Guion: Ana Fraile y Lucas Scavino. Narración: Rafael Spregelburd. Duración: 66 minutos. Disponible en Cine.Ar TV el Jueves 31 de diciembre y el sábado 2 de enero a las 20 hs. y en Cine.Ar PLAY desde el viernes 1 al jueves 7 de enero.

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