En un momento del documental, Martín Barrios cuenta una historia que parece destinada a quedar en lo anecdótico. Recuerda el viaje a Malasia y la expedición a la selva junto con otros dos fotógrafos. El objetivo era tomar fotos de los monos, para lo cual dejan en un claro un manojo de frutas para que bajen. Al final de la jornada, con las fotos tomadas, el grupo emprende el regreso pero, al pasar por un tronco, uno de los miembros se topa, de frente, con un mono. La descripción que hace Barrios es la de una suerte de tiempo detenido en la mirada entre el mono y los hombres, que se mantiene hasta que aquel decide volver a la altura de los árboles. Ese encuentro circunstancial es, en realidad, elemento crucial para comprender de qué se trata la concepción sobre la fotografía que se despliega a lo largo de Los hijos del viento.
Mientras el documental avanza, es como si volviera una y otra vez a esa escena. De manera literal cuando en la secuencia de títulos del final, una asistente del director no puede resistir la curiosidad que despierta la potencia de esa escena descripta. De manera lateral, encriptada, la escena se repite en cada relato que Barrios retoma a partir de las fotos de su libro. Eso que parece ponerse en evidencia desde lo explícito –la aparente necesidad de contar la historia detrás de cada foto- se vuelve una composición de lugar donde la escena de la selva malaya se repite con otros intérpretes. En cada lugar al que viaja, Barrios se sienta y mira a quien tiene enfrente. La cámara capta el momento y más que eternizar el rostro, eterniza el tiempo sin tiempo en el que dos personas intentan –a veces sin suerte- establecer un contacto. Que vuelve a ser a partir de la mirada entre los interlocutores y que la cámara capta. Como en la selva, Barrios se deja llevar por el azar, por lo no preparado, por la situación que pueda generarse en ese contacto de miradas.
Tal vez porque el fotógrafo ve a su cámara como subsidiaria, como un elemento secundario, una mirada adicional que va en paralelo al encuentro con el otro. Más que la foto como objeto, se podría decir que la fotografía es una excusa para emprender el viaje. “Viajar es como estar con la gente”, dice. Y para estar con la gente, es necesario adaptarse al otro: participar de sus rituales y sus prácticas, tomar lo mismo que toman ellos, compartir cigarrillos y el té si no hay otra cosa que los acerque, dormir en terrazas o carpas. “Tenés que aprender todo de vuelta” dice cuando narra su experiencia en la tundra rusa en medio de la nieve, y la sensación es que cada viaje implica aprenderlo todo de cero. Si el centro de Barrios es la relación con el otro, esa relación se establece a partir de la necesidad de compartir para saber qué le pasa al otro.
Esa idea del otro con el cual relacionarse, abre la perspectiva en dos sentidos. Por un lado, la búsqueda explícita de “lo otro” que admite no haber encontrado. Barrios busca aquello que es completamente diferente a lo que conoce. “Ir a un lugar donde las cosas no se parezcan” es más que una descripción a posteriori, el leitmotiv que lo lleva a recorrer culturas alejadas en el espacio (de China a Irán, de Malasia a Malí) y también en el tiempo (“África es la prueba del fracaso de la modernidad” dice para recalcar que se sigue viviendo como hace siglos). Por el otro, y como se revela en el final, la búsqueda del otro implica la pregunta que termina formulando: “¿Dónde está mi hermano, ese que no tiene cara?”. Barrios retrata buscando el rostro elusivo de un hermano que no conoce. Busca en rostros que le devuelven la mirada, como si le hicieran la misma pregunta y estuvieran en la misma búsqueda. Las fotos se vuelven entonces, espejos en los cuales vuelven las historias recuperadas, pero que además reintegran en la escena el reflejo del fotógrafo en los ojos del retratado. En esas fotos es donde Barrios parece llegar más lejos, y donde el documental reafirma que es en el encuentro de las miradas donde se juega la profundidad del relato.
La decisión de ir hacia aquello que es diferente instala, a su vez, otra idea que el fotógrafo expresa a partir de lo que acaba de editar (“es un libro sobre el dolor humano”) y que va expandiéndose como una trama que sostiene el recorrido. Aunque en las fotos que se eligen mostrar, el registro de ese dolor parece estar corrido del centro (tal vez por esa referencia que el personaje hace a la escena en la que decidió bajar la cámara y no fotografiar), lo que aparece cierta incomodidad. Que en el relato se comprende como búsqueda premeditada, pero desplazada de lo físico. Lo que plantea Barrios –y el documental, al seguirlo- es la incomodidad que implica hablar de registrar el dolor. Un malestar que pasa de lo generacional –Barrios recuerda que su generación atravesó el dolor físico desde la epidemia de poliomielitis hasta el Sida, desde la represión paraestatal a la Guerra de Malvinas- a lo cultural, cuando se lo piensa en los términos de la relación que cada lugar establece con la muerte. Y es que la muerte es una presencia fuerte, una marca que atraviesa toda la película. El descubrimiento de lo que significa morir, a los 6 años, abre un arco que el personaje cierra en el recurso al realismo que implica reconocer que “para seguir vivo, tenés que matar a otro”. Pero sobre todo, se liga con el germen que lo lleva a retratar gente. “No es uno que murió, es ese que murió”, donde el anonimato de lo colectivo cede paso a la individualidad que lleva el peso de una historia. Y en el recorrido que el documental realiza, esas fotos aparecen como un recorte preciso, como si extractara de un fondo a esa persona de la que ni siquiera se necesita saber su nombre: la mirada, los gestos, la pose, lo que capta la cámara le otorga la diferenciación de los otros que quedan fuera del cuadro.
Y, sin embargo, esa mirada que fluctúa entre la incomodidad y el dolor, que rodea los espacios de la muerte y su gestualidad, eso que lo hace reconocerse como un sobreviviente, convive en Barrios con una vitalidad de la que la pulsión por el viaje es solo una parte. Barrios no busca a otro indefinido, sino a uno que se cifra en una construcción generada en los años de infancia. El hombre que se busca a sí mismo en la India no es más que aquel niño que jugaba con su padre diciendo que había nacido en ese otro país. Ese que dice haber dejado de crecer a los 17 años. Y en quien cada viaje es un regreso a la infancia, por ese mapamundi colgado en su habitación con las banderas de cada país, por los libros de Kipling. Si la infancia es la patria del hombre, en Barrios se hace patente y se corporiza en la escena que se deja para el final. La cámara observa en el norte de África, el ritual en el que unos hombres con túnicas azules, parecen moverse mientras agitan un sable en una de sus manos. Ellos, los tuareg, vuelven a ser en la mirada del fotógrafo, aquellos héroes de la infancia subidos a sus camellos. Y son tan reales que no necesitan tener rostro. Los que tienen rostro son los hombres y mujeres de las fotos, simples mortales que se reflejan entre sí al gatillarse una cámara.
Los hijos del viento (Argentina, 2020). Guion y dirección: Marcelo Galvez. Fotografía: Martín Bastida,. Marcelo Galvez. Montaje: Alberto Ponce. Música: Luis Volcoff. Testimonios: Martín Barrios. Duración: 76 minutos.
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