Las imágenes de archivo muestran a la Mar del Plata de las décadas del 50 y 60 a partir de la articulación que se genera a partir del Festival de Cine. El relato que hacen esas imágenes parte de su inauguración durante el segundo gobierno de Juan Domingo Perón -y allí están las imágenes del discurso en la Rambla ante una multitud-, hasta su décima edición, cuando asomaba en el horizonte la década del 70. De allí que no sea casual que las imágenes finales sean las de una entrevista a un comisario en los días previos al año nuevo de 1970 -como un anuncio del signo que atravesará la década- y que las imágenes luego, por primera y única vez pasen del blanco y negro al color. Señal de cambio que parece el límite de la exploración de Danubio: más allá espera un futuro en el que la resistencia se tornará violencia.
Hay otras señales de lo que se avecinará, dispersas en el relato: la imagen de la proyección de Los traidores de San Ángel en la que un hombre con ametralladora parece apuntar al público; la propaganda de Lowe como una ametralladora que dispara simbólicamente contra un público cautivo; la demostración de los misiles en Mar Chiquita funcionan como señales del cambio establecido con las imágenes iniciales (multitudes en las calles, planos y maquetas con diseños futuristas para la ciudad que nunca se concretarían). Un traspaso que se resuelve entre la perspectiva de futuro y la instalación de un presente complejo.
Pero a la par de esas imágenes se desarrolla un relato en off. La voz de una mujer relata su historia en primera persona. La emigración familiar desde Rusia, la llegada a la Argentina durante la segunda presidencia de Perón, la instalación en Mar del Plata. El nudo de su elato se concentra en 1968 cuando consigue un trabajo como traductora en el Festival de Cine. Como parte de la Sociedad Cultural Danubio, constituida por militantes comunistas, debe contactar al embajador de la Unión Soviética y lograr que acepte la invitación a una fiesta que organizará la Sociedad. A partir de ello lo que se desarrolla es un contrapunto ente el relato -que conserva cierta linealidad narrativa que se despliega como si se tratara de una novela de espionaje y otra línea que se pone en pantalla bajo la forma de informes de inteligencia policial que instalan la existencia de una vigilancia continua sobre el grupo. Uno y otro elemento no entren en pugna, sino que generan una suerte de diálogo que solo puede ser repuesto en la pantalla, en tanto imposibilidad de que cada uno entre en conocimiento total de lo que ocurre con el otro.
Esa distancia que se propone al interior de esos elementos se replica en una escala mayor en la relación que se establece entre la imagen y la oralidad, como si transcurrieran en mundos paralelos. Hay allí una intencionalidad manifiesta en evitar que la imagen pueda tener una función meramente ilustrativa. No se trata de una decisión caprichosa. Las imágenes, desde su carácter de documento, muestran una realidad palpable, una superficie que se puede registrar. Lo que puede verse, transcurre en el espacio público: se puede pasar por la ligereza de la postal de época, por el registro de un grupo de jóvenes protegiéndose de la lluvia o por el dramatismo que supone la imagen del ejército avanzando para tomar una central hidroeléctrica durante el golpe de 1955. Lo oral repone lo que no puede verse, por producirse en la intimidad del espacio privado o en la oscuridad de la clandestinidad (lo que parece unir a esas dos posibilidades es la referencia a esconder el libro “La razón de mi vida” dentro de un almohadón). Esa es la brecha inescindible que en Danubio se explora como formulación de un contraste: hay detrás de las imágenes, de cualquier superficie, algo que se oculta, que escapa de la visión y que solo puede recuperarse con el relato desde adentro. La yuxtaposición entre la voz que oficia de narradora y los informes de inteligencia no solamente propone la convivencia en paralelo de esos mundos, sino la propuesta de la atenuación de la parcialidad. El relato no proviene de una sola fuente, sino que siempre se la pone en relación con otra opuesta, lo que genera un efecto paradójico: mientras una y otra se proponen como rupturas entre sí, se complementan para ofrecer una visión más compleja de lo narrado.
Volviendo al contraste entre imagen y relato oral, lo que se propone es una diferenciación aún mayor. Si las imágenes se mueven en el terreno del documental, en tanto representación compleja de un espacio determinado –en función de la construcción que realiza a partir de retazos de orígenes y momentos variados-, el relato oral se instala como espacio de la ficción. La pretensión de realidad de ese relato es lo suficientemente potente como para establecer al menos la duda inicial sobre su condición. Los materiales documentales que utiliza la película no pretenden orientar el trabajo hacia ese género, sino que funcionan como soporte que da verosimilitud al relato ficticio. A diferencia de los cruces que puede postular la narración histórica –tanto en literatura como en cine-, el verosímil buscado aquí es más complejo, en tanto los elementos de la realidad que aparecen en Danubio tienen el mismo peso que lo ficticio. Y lo que se plantea es una pregunta más inquietante: ¿cuántas historias pueden ocultarse como capas que se mueven por debajo de la superficie?
La elección del festival de 1968 no resulta una casualidad. En ese año, se expone el contrapunto entre un país gobernado por una dictadura militar con el estallido juvenil que irradiaba desde Francia hacia el resto del mundo. La ebullición social es aquí el sustrato de esa ficción que se entreteje alrededor de los países del bloque soviético cuyos representantes participan del festival. Los nombres propios del Festival (de Frantisek Vlacil a Leopoldo Torre Nilsson, de Bonnie & Clyde y Lee Strasberg a Isabel Sarli y Armando Bo) no son solo la cortina que cubre lo que puede estar ocurriendo detrás sino el elemento que termina dando credibilidad al relato oral (una pequeña digresión: un festival de cine quizás debe pensarse inevitablemente como una especie de vidriera que muestra sus productos más fulgurantes; hay que notar además, la escasa diferencia que existe en lo estructural, entre las imágenes del Festival de Cine y las del Congreso de Aeronáutica).
De allí que en el relato ficcional, prácticamente no hay cine –se menciona que van a ver una sola película, titulada, justamente, Atentado-, en tanto el festival es funcional: espacio de trabajo, punto de encuentro, usina de contactos personales y sociales. Independientemente del cumplimiento de un objetivo planteado, el relato oral permite armar una trama en la que entran en juego la militancia socialista y comunista, los servicios de inteligencia, los allanamientos y secuestros de material y una censura a todo lo que pueda ser considerado de izquierda. En todo ese recorrido, en esa puntuación de oposiciones –imagen y oralidad, documento y ficción- es que se revela la forma compleja que asume Danubio. El logro está allí, en la posibilidad de replicar el motivo interno –una superficie que oculta otra historia- en su propia fórmula: a fin de cuentas, la simplicidad de la película esconde por debajo capas de significados que desdicen lo simple hasta volverlo, como las imágenes del festival, en una pura apariencia.
Danubio (Argentina, 2022). Dirección: Agustina Pérez Rial. Guion: Paulina Bettendorff. Montaje: Natalia Labaké. Producción: Agustina Pérez Rial. Fotografía: Pupeto Mastropasqua. Diseño Sonoro: Manuel Embalse. Investigación: Paulina Bettendorff y Agustina Pérez Rial. Intérprete: Nina Gilmizyanova. Duración: 62 minutos.
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