No se trata de valorar positiva o negativamente las películas sino de pensar dónde se paran. Desde su estructura, su forma y su ética. No hay regreso a casa, la ganadora del Festival de Cosquín y recientemente exhibida en el marco del 22 Doc Buenos Aires, es la ópera prima de Yaela Gottleb, que se ubica a partir de la indagación no invasiva, respetuosa de su objeto de estudio e interpelación. Esa joven de 24 años que empuña la cámara, subjetiva el material y ubica su propio cuerpo también en cuadro, se ocupa principalmente de su padre. Aspecto estructurante de un material que devela sus propios límites, por tratarse de quien la crio y con quien conserva el mejor de los vínculos amorosos. ¿Podría pensarse esto como condicionante de la potencia que podría desplegar si se tratase de un ajeno? Ese padre nació y vivió diecisiete años en Rumania, de donde emigró a Israel junto con su madre; allí el adolescente se alistó en el ejército para terminar combatiendo en la Guerra de los Seis Días, el comienzo de la catástrofe para el pueblo palestino y símbolo de victoria para esa forma extraña de sionismo que se inaugura en 1948 (nada que ver con aquel sueño socialista del sionismo previo) y  que recrudece hasta hoy justificando hasta la fecha a un aparato de Estado que no pierde oportunidad de asesinar a mansalva a palestinos, esgrimiendo débiles justificaciones (“Israel se defiende”, “A los palestinos tiene que recibirlos el resto de los pueblos árabes, no nosotros”, “Si aflojamos, avanzan y corremos el riesgo de desaparecer”, por nombrar solo algunos de los clichés más representativos).

En las disertaciones de Robert (tal su nombre) aparece este catálogo de lugares comunes de la supuesta defensa de ese Estado que se piensa y se presenta como el hogar y la voz de todos los judíos del mundo, aunque lo cierto es que representa solo a quienes lo aceptan como tal, a quienes se identifican. El padre de Yaela se identifica plenamente hasta el punto de presionar a su hija para que se sienta sionista, que en sus términos sería sentirse judía (“¿Ya te has vuelto pro-sionista o sigues siendo pro-palestina?”). Ese error intencionado que homologa sionismo con judaísmo intenta presionar a los judíos diseminados por el planeta para que naturalicen las políticas de Israel a través de su historia, aceptando una supuesta necesidad. Robert, por ejemplo, confiesa no tener ningún trauma por su actividad en la guerra. La hija intenta en vano que piense en los muertos. Él le contesta: “Hubo muertes, pero hemos ganado la guerra: eso es lo importante”. Aunque vivió en ese Estado solo cuatro años para luego emigrar a Perú, donde reside hasta hoy. En el montaje de los intercambios verbales de Yaela con su progenitor se cruza este país con Argentina, donde vive la directora. Dichas conversaciones develan por un lado el estupor de ella ante la exhibición de él de aquellos tópicos argumentales, sus éticas antagónicas, la ausencia de conflicto de él consigo mismo en contraste al de ella con su padre, la insistencia de él a que ella “comprenda de dónde viene”.

¿Qué queda a cargo de los espectadores? Pararse en ella y su conflicto es pararse en el sentido común. El público tiene la oportunidad de no ser ella, correrse de la identificación con su figura y encontrar que su estupor al escuchar las respuestas de su padre convive con un silencio que lo habilita a él a subjetivarse mucho más ante una cámara que disfruta. Yaela lo deja hablar todo el tiempo, concentrándose en encuadrarlo en un juego donde si tomamos los aspectos representacionales, queda desnudo. ¿Alcanza para un planteo político sobre un tema social que supera en relevancia a la historia individual? Yaela Gottlieb estaría en su derecho de responder que su pretensión no llegaba hasta ahí. Por lo tanto, No hay regreso a casa nos resulta de sumo interés para problematizar la tensión entre los dos protagonistas como primer plano y el sojuzgamiento de un pueblo como plano general.

Ella elige para su contenido expresivo en cuadro, la recopilación de materiales con los que trabaja para su investigación exterior y búsqueda interior. Una libreta de anotaciones, un video en el que vemos bailando a un Robert de hace unos quince o veinte años atrás, y a la pequeña Yaela. También integra formas contemporáneas como diálogos con su padre de Argentina a Perú por plataforma digital, el google Maps para rastrear los sitios de anclaje geográfico de una historia destinada a no completarse, en tanto ella cerca del final del material traslada la perplejidad sobre lo hallado sobre su padre, a una frase que devela la ausencia de resolución y que se la puede pensar como síntesis de la película: “¿Y ahora qué hago yo con todo esto?”.

El elemento que condensa la forma del material es la cámara con la que dimensiona a ese padre sospechado por ella de haber recalado en Lima por pertenecer al Mossad. Si bien Yaela lo deja avanzar en su argumentación -en el terreno de la palabra quedaría desfasado el punto de vista de quien interpela filmando-, avanza con la lente sutilmente para terminar construyendo el retrato. Conforme avanza el tiempo de la película vamos agendando perceptualmente que ella rodea de una variedad importante de formas al cuerpo del padre. Así, él se mira al espejo, aparece en la pantalla de la computadora en intercambios virtuales, acepta encarnar con pose actoral el relato de un sueño: “Era joven otra vez… Estaba en el ejército…”. Si desde este lugar él pretende pensarse épicamente en función de una idea de trascendencia, otra escena lo aniquila. En una brillante decisión de la directora, uno de los momentos de mayor intimismo del documental ofrece una luz baja que tiñe de penumbra un escritorio en el que el interpelado se encuentra sentado. Desde ahí, le pregunta a ella: “Tú crees que soy un fascista… ¿No?”. Luego de un instante quizá eterno para ambos, ella responde: “Un poquito”. Más allá de que nos encontramos ante el momento en que él parece hacerse una pregunta, aunque no lo reconozca expresamente, lo relevante es la figura que ofrece ese cuerpo sentado como un jerarca que decide un genocidio en el lapso de un instante, tal las representaciones más habituales del cine. Porque en definitiva, de cine se trata; no de películas. Del recorrido por la imagen propuesta, no de un juicio. En este caso, de los límites de la cancha propuesta por un vínculo familiar que lleva a pensar las imágenes de los pueblos en la pantalla.   

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