La pantalla embebida en oscuridad muestra a una mujer de espaldas a la cámara, enfrentándose a la lámpara de cuya luz depende. Aferrada tanto a las sábanas como a la luz, por tenue que sea, trata de encontrar descanso de una vida que se circunscribe a sus quehaceres domésticos, su vida profesional como actriz y directora de un show unipersonal, y su vida afectiva. Los tres espacios la condenan tanto a la incertidumbre como a la soledad, siendo La reina del miedo el breve apartado de una vida que se derrumba y hunde en la oscuridad. Se apaga la luz, el terror avanza, la protagonista se congela.
Robertina (Valeria Bertuccelli) despierta angustiada en medio de un apagón nocturno para recorrer pasillos sin destino, mirar por ventanas que no terminan de protegerla, pedir ayuda a quienes nada pueden hacer por ella. Ese deambular entre sombras, errante, perdida en una angustia que la paraliza, funciona como una metáfora que resume todo el planteo de la película de Bertuccelli.
Con el transcurrir del tiempo, la negrura que cala la imagen hace que los espacios, hasta entonces indiscernibles, se tornen incómodos, e incluso amenazantes, para el espectador. Sin embargo, a la luz del día, la casa resplandece de blancura impoluta. Es otro espacio completamente diferente, otro mundo. Es la noche donde el miedo, manifestado casi de forma patológica, se empodera. Sucede tanto en su casa como en la casa de su amigo enfermo (Diego Velázquez) en Dinamarca. Esta dicotomía acentúa aún más la inmaterialidad del temor como algo infundado, propio de una psiquis desequilibrada.
La narratividad se mueve con la misma letanía que quien la protagoniza, escribe y codirige. No existe una progresión ni un trabajo desde lo psicológico que permita conocer al personaje más que como eso: algo armado. Claramente, la estética buscada es muy similar a la asociada con el cine francés, el de los gestos, el de los diálogos, el cine que se centra en los personajes más que en la acción. El inconveniente es que el personaje no termina de delimitarse más que como su afección: alguien que teme. Nada más. Es una persona cuya vida se basa en evadir aquello que la angustia pero termina transformándose en un personaje-idea. Es el temor. Esta determinación dificulta la empatía y, por momentos, el interés.
Desde el tratamiento, hay una doble intención que colapsa sobre sí misma: por un lado, se busca el intimismo, se recurre a planos cortos que buscan el rostro con una cámara que sigue a la protagonista casi de forma documental, con completa exclusividad; y, por el otro, se utiliza el sonido estridente de gritos a voz en garganta, la aparición violenta de la música extradiegética que se esfuerza por movilizar algo que en realidad no pasa en cuadro. Es decir, por un lado, busca intimismo –que Bertuccelli homóloga a la lágrima–, y por otro busca estallar algo que no queda claro desde la efectividad de la acción –interior o exterior–. Los sentimientos no llegan a cobrar cuerpo, como para tener sentido por sí mismos, porque no se logra dar cuenta de los procesos internos del personaje más allá de las expresiones de llanto constante –que llegan a volverse en un efecto paródico de sí mismo sin conseguir la risa sino una incomodidad nerviosa– y de temor. Son características que pasan a ser eventuales, superfluas, injustificadas, indeterminables. Situaciones que no llegan a armonizarse y que simplemente parecen encastradas para provocar más lágrimas y angustia en la protagonista. Por ejemplo, la escena en que la depiladora le cuenta sobre la muerte de un hijo y su terrible experiencia marital.
Todos los espacios que recorre Robertina se presentan problemáticos: el teatro, Dinamarca, su casa, otoñal, derruida, condenada al frío. Una casa grande y amenazante que refleja y hace presente su soledad: porque todo tiene que ver con la decadencia, con algo que se muere, el otoño –de la vida–, el frío y la soledad, se presentan como algo terminal. La muerte se desdobla entre diferentes planos incluso en el interior de la película: la “real”, la de su amigo enfermo; y la metafórica, en este caso (re)presentada en pleno escenario. Muertes que permiten, desde el budismo, la reencarnación, la reinvención. Esa es la muerte y resurrección que la protagonista busca para alcanzar un orden y una normalidad que no consigue precisamente por el miedo a aquello que la circunda y que no entiende, que desconoce. Ese miedo a no estar a la altura de los propios emprendimientos funciona de manera especular hacia el exterior de la película, invocando su propia creación: Bertuccelli haciendo la película encarna su propio miedo a la realización, trasladándolo a su alter ego teatral.
Para reinar por sobre algo es necesario imponerse sobre ese objeto. En este caso el miedo jamás fue domado y terminó justificándose a sí mismo. Como enseñaba Fassbinder, el miedo come el alma; y sin alma no se puede crear algo orgánico.
La reina del miedo (Argentina, 2018). Dirección: Valeria Bertuccelli, Fabiana Tiscornia. Guion: Valeria Bertuccelli. Fotografía: Matías Mesa. Edición: Rosario Suárez. Elenco: Valeria Bertuccelli, Gabriel Goity, Darío Grandinetti, Diego Velázquez. Duración: 107 minutos.
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