1. Ser o no ser. Corren los títulos del comienzo del documental, cuando escuchamos el diálogo telefónico que directora y productor entablan con Lina Nikulskaya. En su voz parece notarse más que la incredulidad ante el hecho de que dos argentinos le estén proponiendo entrevistarla para un documental, la inutilidad de ese gesto. “Ya no somos estrellas de circo, nos retiramos a los 50 años”, dice. Un presente que parece negar la importancia del pasado, como si en ello residiera algo que se fue y ya no. Pero algo traiciona a Lina. Algo parece reconectarla para desdecirse, cuando pregunta a sus interlocutores si todavía existe el Hotel Liberty, “desde el que desertamos en 1986”.

2. Ser. La respuesta de Lina no desactiva sino que incentiva. Saula Benavente sale en busca de los fragmentos dispersos y astillados de lo que alguna vez fue el Circo de Moscú, para contar, más que su historia, la relación que estableció con la Argentina desde 1966 hasta finales de los años 80. Las respuestas aparecen en Argentina, pero se esparcen entre Estados Unidos y Moldavia, entre Alemania y España. Pero al hacerlo a partir de los que fueron sus protagonistas directos o indirectos, propone una dialéctica entre el pasado y el presente que no se sostiene solo en las imágenes y el recuerdo. Los entrevistados han dejado sus trabajos específicos en el circo, pero siguen ligados a ello, en muchos casos a través de la enseñanza. Una vez, un circo (Benavente, 2025) le responde a Lina. Dice, entre líneas, que no se deja de ser artista de circo por el solo hecho de retirarse.

3. Artistas. Eso es lo que son. No simples ejecutantes de una rutina de números ajenos –como se sugiere que se hace en la mayor parte de los circos-. Porque así como se señala el trabajo duro y la exigencia continua que suponía la pertenencia al Moscú –ver el relato de Vasily Protsenko sobre su ingreso a pura insistencia o de cómo Nadia Romaniuk logró entrar por saber hacer hula-hoop- también aparece el elemento creativo como central. Un arsenal de recursos puestos en escena, desde los 766 efectos que el Zurdo Roizner practicaba desde la batería a los números de la marioneta o el de la estrella, el clown Popov, capaz de guardar mágicamente la luz del sol para llevársela en una cesta. El Circo de Moscú era físico, pero sobre todo una poética compartida.

4. Público. En Argentina lo había. Y también una tradición que se remontaba al Circo Criollo y que para la primera visita del Moscú todavía estaba en ebullición. El circo forma parte de las imágenes de infancia de varias generaciones y esa llegada implicó la aparición de algo novedoso y hasta extravagante. ¿Cuánta cultura soviética de esa época estaba al alcance de los argentinos que sobrevivían al Onganiato? Hay que pensar que el Circo de Moscú se salía del espacio habitual de la carpa, para replicarla en otro espacio físico. La elección parece haber sido acertada, no solo por el éxito –dos funciones diarias, tres los fines de semana, 400 mil entradas vendidas el primer año- sino porque implicaba llevar el circo a un espacio más cercano a la representación teatral, recuperando lo que estaba en el origen y que Marta Saxlund señala: “el circo en la Unión Soviética era una salida de alto nivel, de alta cultura”. O como reconoce Pipo Pescador, cuando la sensación es que al entrar en el circo se entraba en un templo.

5. Colores. “En la Unión Soviética todo era gris”, dice Serguei Treshin. La posibilidad de salir de gira –más allá de los habituales países del bloque donde presumiblemente se repetiría ese mismo gris, como Rumania o Bulgaria- implicaba poder ver otros colores, aunque la vigilancia soviética fuera estricta. El Circo de Moscú era el que parecía aportar ese color que el país se negaba. En la pista, el brillo y los colores se multiplicaban en un espectáculo desacostumbrado para los ojos argentinos. La paradoja es que mientras los soviéticos buscaban esos colores en los países occidentales, estos lo encontraban en “el mejor circo del mundo”, como lo vendía la Ministra de Cultura soviética. Unos colores que ni siquiera las imágenes que hoy se ven un tanto lavadas por el paso del tiempo, logran opacar del todo. En Una vez, un circo las imágenes permiten constatar lo que señala Nelly Skliar: al lado de este circo, cualquier circo argentino parecía pobre.

6. No ser. Cambiar de colores, en esa década del 80 era pasarse el otro bando. Desertar. Lina y su compañero piden asilo político en la Embajada de Estados Unidos en Argentina en agosto de 1986. Una deserción planificada durante diez años y que implicaba el desprendimiento: se trataba de dejar atrás lo que tenían en Moscú –casa, auto, trabajo- en búsqueda de la libertad que Occidente ofrecía y que no se tenía. El documental refleja el hecho y su trascendencia en la época y se plantea como una ruptura, una fisura no prevista. Y entonces, aparecen las perspectivas divergentes. Para sus compañeros fue inesperado, alguien lo califica incluso como una traición. Para ellos fue una liberación. Pero mientras para aquellos se seguía sosteniendo la necesidad de un Estado que permitía una vida estable y relativamente confortable, para éstos era preferible la libertad de mercado occidental. Convertidos en estadounidenses, Lina y su pareja posan, se exhiben en aquel pasado con sus nuevos colores: los de la bandera de barras y estrellas en sus ropas de trabajo, el de los dólares que muestran casi al borde de lo obsceno desde Miami, paraíso del sueño americano para los extranjeros.

7. Una vez, un circo es también un recordatorio de para qué sirven los archivos. El origen son las filmaciones resguardadas de las actuaciones del Circo de Moscú en Argentina. Pero no se limita a su exposición, a pesar de ser en sí mismo un documento valioso de la cultura popular. Es un punto de partida, porque a partir de rastrear el presente de algunos de aquellos artistas, recupera una dimensión ausente en esas imágenes: qué significó el Circo de Moscú como espectáculo y como vehículo de difusión de la cultura soviética. Y como consecuencia de ello, comprender a través de ello el funcionamiento del sistema y su derrumbe definitivo en 1990, que arrastró a todo lo que había logrado construir. “Todo quedó en ruinas”, parece la síntesis brutal, que se advierte en el estado en que quedó ese hermoso edificio del Circo de Moldavia. “La perestroika destruyó una vida” dice Vasily en relación con lo que se perdió. Y sobre todo, dispersó una historia, una construcción simbólica y prestigiosa de la que se terminó apropiando el mundo occidental. De esa manera, el documental sortea los límites del relato histórico para pensar las formas destructivas que asume el mercado y la retirada del Estado en la vida de las personas. Algo que sigue resonando en nuestros días y que lo convierte en furiosamente presente.

Una vez, un circo (Argentina, 2025). Guion y dirección: Saula Benavente. Fotografía: Pablo Racioppi. Edición: Marco Furnari. Duración: 81 minutos.

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