La patota es una película hecha para que se hable de ella y bastante se ha hablado. Muy atinadamente se dijo en estas páginas que los personajes son “posturas morales encarnadas” o “puro discurso”. Eso es así y es difícil seguir hablando sin sentir que se cayó en una trampa.
Formalmente todo parece indicar que la película toma la posición de Paulina (Dolores Fonzi). El último plano es para ella andando su camino individual, triunfante en su decisión, aparentemente libre, posiblemente sola.
Esto parece indiscutible. Sin embargo, el recorrido está lleno de señales que tientan otras interpretaciones. Una posibilidad es leer La patota de Mitre como un desplazamiento de la posición religiosa católica de la Paulina de Mirtha Legrand a una posición progresista, igualmente religiosa, de la de Fonzi. Una puesta en evidencia de que ese pensamiento supuestamente racional también está expuesto a volverse dogma. Así como la Paulina de Mitre les hace leer a sus alumnos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos que todos los hombres nacen iguales, la de Mirtha les enseña que todos somos iguales en el amor de Dios. La compasión basada en la fe o basada en la norma, cualquiera de las dos invoca un orden natural previo a la razón, una igualdad esencial.
Las dos Paulinas dejan de lado el ineludible éxito profesional garantizado por sus estudios y su padre (Pepe Cibrián en la primera, Oscar Martínez en la más reciente). Las dos llevan su convicción al extremo, posiblemente hasta el ridículo.
En un punto la de Tinayre es injustificable: los violadores, la patota, tienen espacio para el arrepentimiento y la redención porque al fin y al cabo el objeto original de su ataque era una mujer inmoral. A los violadores de la de Mitre los redime Paulina al ponerlos en el lugar de meras víctimas, privándolos así de la responsabilidad de sus actos y de su humanidad. Si la fe cristiana aplicada virtuosamente lleva a perdonar lo imperdonable, también la fe progresista puede llevar a extremos que a la mayoría de sus fieles les resulta difícil digerir.
La amiga que Paulina se hace en la escuela le dice: “les tenés miedo o les tenés lástima”. Y les tiene lástima nomás. Sería extraño que la película reivindique la posición de ella -como podría entenderse- estando tan advertida de lo que esta posición implica. Además, la película no los trata con lástima. Los alumnos se burlan de la maestra hablando en guaraní, esa es una posición de poder y los saca del lugar del que sólo tiene algo para aprender y nada para enseñar. Incluso cuestionan el orden dado cuando Paulina quiere plantear una situación hipotética y pretende poner las reglas. Reconocen el orden como impuesto por una clase y como una posibilidad entre otras, no como algo natural o como una evolución.
Los chicos no son todos iguales y los demás habitantes del pueblo tampoco. La maestra originaria de la zona los declara “bestias” por lo que hicieron, estableciendo la condena dentro de su propia comunidad, contradiciendo la idea de Paulina de que son sólo víctimas de un sistema. Si sus actos fueran consecuencia de su condición de vida, los que comparten esa condición en el pueblo no estarían en condición de reconocerlos como reprochables.
A pesar de todo esto, formalmente, Paulina parece imponerse como portadora del bien y la justicia, plena de una épica mesurada, ordinaria. Superheroína de lo políticamente correcto.
Hay una fisura en esa superficie. La Paulina de Mirtha va a la iglesia a reflexionar cuando se queda sola con su conciencia. La Paulina de Fonzi va a su templo ateo: la casa campestre de la tía hippie (Verónica Llinás). La tía le habla de su hermana. La madre muerta de Paulina parecía la buena, la que todos preferían. Pero la tía asegura que esa supuesta buena se levantaba a los pibes que le gustaban a ella -a la tía- y después le refregaba su triunfo a gemido pelado de habitación a habitación solo para molestarla. La historia, contada con tono de anécdota risueña, no es menor. Mientras lo cuenta Llinás queda fuera de foco, el plano lo ocupa la cara de Fonzi.
Paulina es como su madre. Sus acciones intachables son una puesta en escena para una venganza, están dirigidas a su padre. En la primera escena ella le recrimina haberse acomodado al poder institucional después de haber sido un revolucionario militante del PCR (¿teléfono para el futuro vicepresidente?). Él le explica con lógica kirchnerista cómo su posición institucional es una barrera contra los poderes fácticos. Pocas cosas más difíciles que revelarse ante un padre que no reprime. Ella lo desafía renunciando a su carrera como lo desafió antes poniéndose de novia con un pueblerino que habla de “negros” y sin aspiraciones académicas ni progresistas.
La violación la pone en problemas, la empuja a refugiarse en el objeto de su rebeldía. Ahí es donde toma el lugar de su madre, lastima desde el lugar de santa, sin mostrarse agresiva, sin dar espacio a la recriminación. Si el padre cree en opresores y oprimidos va a tener que vivir las consecuencias de esa lógica llevándola al extremo. Si hay oprimidos no hay culpables, hay víctimas. Paulina le refriega a su padre la imposibilidad de una venganza aunque sea en forma de justicia legal, lo obliga a vivir la libertad de los violadores. Renovará esa venganza el resto de su vida en ese nieto con los rasgos del violador de su hija. Pero eso no es todo, citará al violador en el mismo lugar invitándolo a repetir el hecho. Para impedir esto el padre se pone en el lugar del más brutal opresor de la historia argentina, el que da la orden a las fuerzas del Estado para que secuestren y torturen. El personaje del padre no lo sabe, pero la lógica del guion sí. Si el padre no daba esa orden su hija se volvía a poner en las manos de su verdugo.
Tres veces Paulina se despide de su padre, dos veces ella le da un beso que él no responde. La tercera vez es en el juzgado. Lo abrazo, lo besa, él no responde y se queda tirado en un rincón llorando con la cara entre las manos.
Aquí puede leerse un texto de Gabriel Orqueda, un texto de Marcos Rodríguez, uno de Nuria Silva y otro de Marcos Vieytes sobre la misma película.
La patota (Argentina, 2015), de Santiago Mitre, c/Dolores Fonzi, Oscar Martínez, Esteban Lamothe, Cristian Salguero, Verónica Llinás, 103’.
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¿Pero no surge todo este esqueleto racional de la película de la falacia de concebir las ideologías progresistas o supuestamente progresistas como un dogma religioso?
No estoy seguro de entender la pregunta o comentario.
En principio no creo que sea un error considerar que muchas veces el progresismo se presenta dogmático
Exelente respuesta herman