dt1Antes de ver la nueva versión. La simultaneidad del reestreno de La Mary, la remake de La patota a cargo de Santiago Mitre con una expectativa inusitada tal que hasta generó la cobertura –léase “propaganda” al margen del entusiasmo del articulista en cuestión- por parte de los diarios de un avance de diez minutos, el reconocimiento a Deshonra como la película más vista del cine argentino cuando durante muchos años escuchamos que esa había sido Juan Moreira de Leonardo Favio, más una retrospectiva en el festival de Mar del Plata, son evidencia suficiente de la súbita recuperación de la figura de Daniel Tinayre y todo lo que ello implica. Más me sorprende aún la desembozada manera en que una clase social (¿trabajadora?) es, en La patota original, apenas una excusa dramática para escenificar la tensión sexual entre una hija y su padre. Nunca había visto la película, lo hice anoche gracias a Youtube. Es explotación pura y dura, kitsch, que la remake seguro adecentará para mal. Esa tensión sexual a la que me refería es rubricada por la cámara con un travelling y un zoom en la discusión que la protagonista mantiene con el padre sobre su vocación justo antes de que todo pase (ese todo es, antes que nada, la violación por parte de la “patota” del título, significante que evocaba otros de primate estirpe antipopular). Ya en la segunda mitad de la película y en el departamento que ella alquila, después del acto en cuestión, padre e hija conversarán solos con una cama de dos plazas de fondo (que en el orden clásico era de una obscenidad hoy inimaginable) y sabremos que el nacimiento de la protagonista coincidió con la muerte de su madre. Temo que en la nueva versión todo ese trazo grueso, así como la iluminación ligada al género y al cine filmado en estudios, así como el gancho comercial de las canciones de Billy Cafaro, desaparezca o esté puesta al servicio de una seriedad superflua que no habrá de tener siquiera redención trash dentro de algunas décadas, aunque sí bastante aceptación inmediata debido a su verosímil naturalista, supuestamente polémico, y exótico for export.  La diferencia entre agresores y víctima no es tan abrupta como promete serlo en la nueva (la decisión más ampulosa de Mitre y de Llinás). El eje de la versión de Tinayre es claramente sexual porque Tinayre hacía espectáculo; el eje de esta va a postularse como social-político pero no descarto que sea racial. Es fascinante la sugerencia que hace Tinayre de que al personaje de Legrand “le gustara” la violación –le fuera beneficiosa en términos simbólicos- al darle una serenidad, sólo en apariencia debida a la fe, que contrasta con la desesperación del futuro marido, además de liberarla del (deseo del o por el) padre. Los primeros planos en los que ella es quien le dice a su prometido “que se calme, que se olvide, que siga adelante con su vida, que está obsesionado” son hilarantes. Una de las grandes frases de la película de Tinayre, esas sentenciosas y significantes por demás que tanto el folletín como el melodrama nos donan y la mayoría ha perdido la capacidad de producir y apreciar (salvo en el cine coreano), es la que Legrand lee en la carta de uno de los victimarios arrepentidos: “Lo que le pasó a usted aquella noche, hace cuatro meses, fuimos nosotros.”

x000650667-patotas-557x400.jpg.pagespeed.ic.TuPK0bugl4El estudiante era una película industrial, Santiago Mitre forma parte del giro hacia la industria –estructuras narrativas y de producción convencionales- que se observa entre algunos “independientes” como Pablo Trapero, o Mariano Llinás en su faceta de guionista. Mitre también es uno de los guionistas de las últimas películas de Trapero en las que ese giro se viene llevando a cabo. El internacionalismo al que aspira ese cine por razones lógicas de mercado suele ser estética y políticamente convencional. Me recuerda el humanismo conservador de las películas liberales de los ‘70 en EE.UU. (las de Alan Pakula, por ejemplo) sin claras señas de identidad ligadas al género puro y duro, o a la izquierda (ni hablar de ambas cosas juntas, como en John Carpenter). Encima, estas películas argentinas tampoco pueden trasladar el liberalismo de aquellas a nuestro contexto con eficacia. Suelen ser películas preparadas para que todo espectador quepa en ellas, con puntos de identificación para la mayor cantidad de público posible, como Relatos salvajes. A esta altura del partido, contemplando el éxito del audiovisual de Szifrón y el gran estreno internacional de La patota en el festival de Cannes, según informan los diarios, hay que pensar en Axel Kuschetvatzky como el productor argentino con proyección internacional más exitoso y en la figura del productor como autor. En estos dramas burgueses cuando no pequeño burgueses –clase a la que pertenecemos la mayor parte de los realizadores y el público- políticamente correctos se tratan los temas que interesan al ciudadano urbano medio explotando opiniones y lugares comunes sobre la realidad más o menos cercana pero sin incomodar profundamente a nadie, sin cortar el hilo narrativo conductor y sin poner en riesgo la identificación. Algo parecido a lo que pasaba con las películas de postdictadura de Aries dirigidas por Héctor Olivera y Fernando Ayala. Están técnicamente mejor realizadas (aunque esto merece ser revisado exhaustivamente y no es necesariamente una virtud) pero las sustenta el mismo sacrosanto respeto a los valores del statu quo. Sin datos duros a mano, tengo la firme impresión de que ahora sí podemos hablar de industria, si no cinematográfica, audiovisual. La dirección político-económica de los diez años kirchneristas también se notan en este ámbito. Como todo desarrollo industrial, ello implica una serie de estandarizaciones y el funcionamiento de fórmulas eficaces moderadas que alcancen a la mayor cantidad de consumidores posibles, alejados de riesgos discursivos fuertes. Esperemos que no se circunscriban a los dramas salomónicos en los que se “promedian” (el término es de Mitre en una entrevista reciente) puntos de vista supuestamente antagónicos hasta llegar a un acuerdo -manifiesto o implícito en la estructura binaria de los conflictos- tranquilizador para las partes o a una pseudoelección cómoda para el espectador, que en el transcurso de la película ha podido ver “el otro lado” de la cosa. Esperemos, también, que las películas de género no se limiten a presentar variaciones de una matriz naturalista global sin rasgos locales fuertes y apuesten a expresionismos –deformaciones- capaces de crear un territorio discursivo propio como pasó con el spaghetti western italiano. Desparpajos plebeyos que vayan en la dirección de Diablo, de Nicanor Loreti, son más prometedores, por ejemplo, que los costumbrismos urbanos de género de Ariel Winograd (Mi primera boda, Sin hijos).

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Cada vez que paso delante del afiche de La patota desde que conozco el delito central de la película pienso en una sola cosa: Dolores Fonzi violada por cuatro o cinco misioneros (estuve a punto de escribir “negros” pero como no sé si corresponde ponerle o no comillas preferí usar el gentilicio, cuya ambivalencia tiene relación directa con las nociones de paternalismo y asistencialismo que la película promete poner en juego). Todavía no la vi pero, conceptualmente, La patota es una película de explotación. Dolores Fonzi es una de las minas más fuertes de este país, su imagen está ligada a la burguesía intelectual porteña e internacional, salió desnuda en Playboy, es una gran actriz, un aire de misterio rodea sus rasgos: ideal para encarnar una fantasía sexual anclada en la diferencia de clase social como la que Daniel Tinayre realizó a través de Mirtha Legrand hace cincuenta y cinco años. No descarto que la dirección técnica de Mitre y la verba inflamada de Llinás añadan fronda a ese tronco, pero dudo que debajo de tanto follaje -con ambición de ser bosque- deje de estar el árbol pelado plantado en mi imaginación. No descarto que el personaje de Fonzi sea una actualización del protagonista de El matadero de Echeverría, así como de las víctimas de La refalosa de Ascasubi y La fiesta del monstruo de Bustos Domeck. Algo más interesante puede llegar a ser analizar cómo se las arreglan para actualizar, sin transformarla en una virgen liberal desatanudos de lo sagrado, a la Ingrid Bergman de Europa 51, mujer de clase alta a quien se le muere un hijo y comienza una vida de militancia social influenciada por un amigo comunista (sugerente tipología) hasta que su burguesa familia y Rossellini la santifican mediante un encierro con forma de retiro espiritual. Pero yo, que soy un mal pensado, sigo fantaseando más con la violación ficticia de esta chica blanca (¿una nueva cautiva?) que mejor hubiera sido pensarla como un gang bang para que la pornografía no quedara del lado de los espectadores sino de los productores de este cine que no osa decir su nombre. Veremos qué le agrega a este pre-juicio, por otra parte inevitable ante un producto con tan extensa genealogía, la experiencia de ver la película.

10422253_908435955872576_6525123117855624867_nDespués de ver la nueva versión. Miro el movimiento interno de este plano de Una bolsa de bolitas, de Jacques Doillon, y pienso en la pseudo cámara fija de La patota, que en realidad es esa cámara que siempre está moviéndose un poco porque es la nueva convención global. Se habla mucho del plano secuencia inicial de la película de Mitre, que es extenso aunque no placentero ni virtuoso como los de Brian De Palma y tampoco sintético y breve como el de Kane diseccionado por Bazin, pero no de esa general cámara móvil estándar que exime de encuadrar cuidadosamente a quien la usa y hasta desluce algunas de las composiciones más interesantes de la película. No sé, incluso, si no favorece un sentido descuidado del raccord pues, si nos acostumbramos a que el plano este siempre algo movido, ningún desajuste en el empalme va a llamarnos mucho la atención, incluso si tuviera la intención de interceptar la percepción habitual. Como sea, hace cualquier cosa menos educar la mirada en el valor del encuadre. En el plano de la foto tanto el micro como la bicicleta se mueven de izquierda a derecha, identificados por el mismo color, y la cámara panea con ellos. El triple movimiento simultáneo sugiere ritmo y control, pero la irrupción de la bicicleta instala un motivo de sorpresa que derivará en amenaza en el corto plano secuencia siguiente (dos chicos judíos van a ese pueblo a cruzar la frontera y no sabemos si el ciclista merodea para facilitarlo o delatar su presencia). Me hizo pensar en lo desaprovechada que están Fonzi y el ciclomotor en La patota. Una coreografía de acoso sobre ruedas, por ejemplo, habría sido potencialmente más violenta y bella que la escena efectiva de ataque y violación, inferior incluso a la de la original.

La de Tinayre es una película superior en todos y cada uno de sus planos, más provocativa y estimulante incluso para un espectador contemporáneo que esta nueva versión de cabezas parlantes, discursividad desencarnada (la de Tinayre se nutría de la abundancia retorica melodramática), actores que fingen comerse las eses (tienen que dejar de filmar películas con Esteban Lamothe durante dos o tres años, también con Rafael Spregelburd), un desplazamiento geográfico que explota un territorio del que la película no da cuenta (acá el destino de los salvajes no tiene pretensión espiritual como en la de Fadel, y si Mitre y Llinas metían un tigre habríamos estado más cerca de El ardor que de Weerasethakul, pero el exotismo es bastante burdo, además de repulsivo, aunque uno se aburre tanto que corre el riesgo de olvidarse), y algunas groserías solemnes más que me da fiaca enumerar ahora porque quiero seguir viendo la película de Doillon con nazis, que habrán vejado más gente que estos pibes de Misiones (una insospechada virtud de la película tiene que ver con la ampliación de derechos: cinco morochos del interior -al final, uno solo, hasta en eso es menos que la de Tinayre- pueden violar a una chica blanca como cualquier hijo de vecina descendiente de europeos) pero al menos sabían hablar en castellano (los agresores de La patota hablan en guaraní pero por lo que tienen para decir no hay necesidad de subtitularlos) y en los planos con poca luz igual se los distingue.

foto-elefante-blanco-18-065Aún con sus altibajos, los hermanos Dardenne les quedan grandes a esta película, así como Europa 51, también nombrada por Mitre como referencia, y no hace falta adorar a los belgas ni al italiano canonizado por Cahiers para afirmarlo. Si con seguir cámara en mano a un personaje cerca de la cara largo rato bastara para ser los Dardenne la cosa sería fácil. Hablando de ellos, de bicicletas y ciclomotores, la forma en que la usan en El silencio de Lorna, una de sus películas que menos me gusta, es conmovedora. Casi siempre, en los Dardenne se establecen relaciones emocionales entre al menos dos personajes, así como entre personajes y objetos (parcialidades supremas como en el mejor Bresson) y sus películas son claras alegorías religiosas. Si en La patota quisieron establecer alguna relación con el cine de ellos fue meramente superficial, tan puramente referencial como lo era la presencia de Jeremie Renier en Elefante blanco. Los planos cerrados sobre los personajes aquí no construyen tensión física ni interioridad espiritual. La espiritualidad de los Dardenne depende mucho del cuerpo de los personajes, de su relación con la cámara y de la impresión física corporal que nos sean capaces de transmitir. Cuando funciona bien, esa materialidad opaca el sentido más bien transparente de sus parábolas democristianas. En La patota no hay registro físico porque personajes, lugares y cuerpos son figuras retóricas, verba ilustrada en vez del verbo encarnado de los belgas.

Aquí pueden leer un texto de Gabriel Orqueda, otro de Marcos Rodríguez y un tercero de Nuria Silva.

La patota (Argentina, 2015), de Santiago Mitre, c/Dolores Fonzi, Oscar Martínez, Esteban Lamothe, Cristian Salguero, Verónica Llinás, 103’.

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