“A pesar de su fuerza prodigiosa y de su número, los caballos sublevados no resistieron semejante aproximación. Un solo ímpetu los arrastró por la playa, en dirección a la macedonia, levantando un verdadero huracán de arena y de espuma, pues no pocos disparábanse a través de las olas. ¿Qué podrían contra semejante enemigo? ¿Qué gozne de bronce resistiría sus mandíbulas? ¿Qué muro a sus garras?”.   Los caballos de Abderá. Leopoldo Lugones.

Palermo, matungos y pura sangre, agencias de apuestas, el paddok jugando diez y diez, tongos, cuidadores y peones, bosta, studs, lo sórdido y el glamour, las sombras de Ali Khan y los reos de los lunes, la verde y la rosa, oro y misiadura, la fija y el estupor. El cine nacional tiene una gran deuda con el turf, deuda que no la tiene el tango, que ha nacido junto a las carreras. El turf trasciende, es ya lenguaje. Los caballos y el hombre de campo, el parejero, nuestro pasado es inevitablemente centáureo, y cuando parece que alguien toma revancha, voy -por ciertos berretines que tengo con los pingos– a mirar El Jockey (2024), la nueva película de Luis Ortega, el niño mimado del clan.

Remo Manfredini (Nahuel Pérez Bizcayart) es el favorito, el jockey estrella que, en medio de una crisis existencial y autodestructiva, obligado por Sirena -dueño del pura sangre por el que pagó millones- a ganar el gran premio. Pero ello implica correr sobrio. Desobedeciendo ese mandato, al mejor estilo Butch de Pulp Fiction (Tarantino, 1994), corre, pero desviando la marcha, chocando contra las rejas, matando al caballo y quedando en coma en el hospital sin esperanza de seguir viviendo. Pero despierta, encuentra un tapado de piel y una cartera en el armario y escapa. Abril, su novia (Ursula Corberó, una fija festivalera) y la runfla de matones a la orden de Sirena, comienzan la búsqueda, ella, preocupada por su vida, los demás, para matarlo. A partir de allí comienza el camino de Remo, la road movie de a pie, escapando y buscando, en metamorfosis, de oruga a mariposa. A través de las calles de Buenos Aires como el purgatorio donde el cuerpo sin vida, sin sustancia ni peso debe expiarse para volver a nacer. La  paradoja de alguien que no existe pero se siente perseguido. ¿Es una vida paralela? ¿Es un ensueño? Es en este momento cuando vira la narrativa hacia una lógica onírica incorporando elementos surrealistas y del absurdo.

Resuena El Sur, y Dalmann en el hospital o aventurándose a morir épicamente en un duelo a cuchillo, en la pampa…era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres”. En el cuento La otra muerte, Borges narra también la historia de Pedro Damián que fue un cobarde en la batalla y se pasó la vida tratando de enmendar esa acción bochornosa. Y conjetura, que en el lecho de muerte, sufre delirios que le permiten revivir esa batalla para actuar esta vez con honor y valentía. En esta segunda oportunidad, Damián muere como un héroe.

¿Qué tengo que hacer para que me vuelvas a querer?, le pregunta Remo a Abril.

-Morirte y volver a nacer, sentencia ella.

-Bueno.

El derrotero de situaciones que protagoniza Manfredini  está destinado a cumplir de manera evidente con esa orden. La idea del amor como único móvil, recurrentemente expresado en la literatura y en el cine; es el Napoleón de Scott librando batallas, conquistando las pirámides y agonizando en Waterloo solo por el afán de ganarse el amor de Josefina. El recorrido de Remo  hasta lograr el propósito final, merecer el amor de Abril va transformándose hasta encontrar su propio deseo, en una metáfora sobre el amor y los vínculos. La  historia puede imponerse y ganar, contar una vez más la búsqueda del amor, de pareja, de la madre, del propio, pero en la ejecución, Ortega “afloja el tren de carrera, se hace manso y sobón” empantanando la pista al incorporar una diversidad de recursos  narrativos y conceptos exceso de simbolismos, realismo mágico,  oscilación entre lo consiente e inconsciente, pero lejos de Borges, acercándose a Osho, con premisas tiktokeras.  A través de planos y escenas estéticamente logradas por Timo Salminen, que persiguen muchas veces las simetrías de Kubrik, pero saturando y sin sustento, revelando los hilos de una puesta artificiosa, que intenta transportarnos a estados interiores, -característicos del cine de poesía- pero sin ella, donde la sobrecarga de metáfora presupone un resultado inevitablemente tosco y convencional. Ortega devenido en un Charlie Kauffman porteño, en la vulnerabilidad e inconformidad de los personajes, la dimensión psicológica, la ruptura de la realidad, incluso en el final, donde las dos madres celebran el renacimiento/reencarnación del niño -casi idéntico al final de Being John Malcovich? (Jonze, 2000)-  que es él  mismo y a la vez, hija, resolviendo fácilmente aquella declaración que dijera Remo ya convertida en Dolores, “yo me parí a mí misma”, en ese lenguaje entre coloquial y críptico, en clave popular, burrera, arcaica, expresado en diálogos minimalistas: “Dicen que te estas tomando la falopa de los caballos”  “tiene a toda la matufia buscándote, tenés que desaparecer” que nos llevan más a una película de Chango Producciones pero en clave alterno-cool, cargadas de alusiones holísticas y semántica queer.

Usando al turf como marco teórico, Ortega elige la estética y  la mística burrera artificialmente impuesta, donde las imágenes remiten más a un videoclip de Miranda o Babasónicos que a la antesala del Pellegrini. Hay más turf en el episodio “Jinetes galácticos” de Los Simpsons, o en la cabeza de Kartun sangrando a los pies de la cama de Woltz que en El Jockey. Se trata de reinterpretar, solipsismo mediante, una realidad idealizada a través de los ojos de Remo, en una ensoñación mítica de un inframundo turbio al que pertenece, en la que la jocketa es una glamorosa española con ojos de pantera que entrena junto a una troup de elite bailando una coreografía junto con otras amazonas al ritmo de Acid Arab. La alienación del personaje como excusa para desplegar imágenes efectistas mientras de fondo suenan, como recurso mistongo,  clásicos de la música popular de Sandro, Piero, Virus, Leo Dan y sobredosis de Palito.

La recurrente aparición de un bebé, que pasa de brazo en brazo de los señores del turf, pretende imponerse como símbolo, jugando con la idea de ser él mismo, en un pasado o en el futuro, podría sugerir la figura de la orfandad, tanto de Remo, como la de todos los jockeys, niños protegidos y explotados por una cofradía de hombres que los convierten en mercenarios, en pequeños gladiadores,  pertenecientes a una estirpe desclasada y lumpen que reclama paternidad, una perspectiva que podría resultar interesante dentro de todo este pastiche. Empalagosas alusiones al cine de David Lynch, un bebé que se impone  como la caja y la llave de Mullholland Drive, la aparición del hombre misterioso de bigotes, patillas y sombrero de vaquero -una especie de Richard Farnswoth- Dios o el Remo del futuro, las señoras mellizas en el hospital, el pez vivo en la cartera, solo falta el caballo blanco en la habitación de Twin Peaks y el enano, aunque también estuvo, sin hablar al revés. Manifiesto admirador de Leonardo Favio, Ortega tampoco escapó de la influencia u homenaje,  la estética faviana rondando en cada cuadro, en el trasfondo popular del contexto, pero sin contenido ni personalidad, lejos de aquel mendocino inquieto, que sí conoció las calles, que anduvo bravo, que ritualizó el arte, que supo sintetizar lo popular y lo intelectual, Ortega intentando mostrar tímidamente un entramado social, en los hermanitos desamparados que le reclaman maternidad, en la sordidez de los sectores subalternos a través del lenguaje, o en el círculo de explotación del turf, en los jóvenes provincianos, jockeys y peones, desnudos en el sauna o durmiendo como esclavos en boxes, Ortega intenta pero no alcanza, no se compromete, no incomoda, no sabe encender una hoguera, no duele, le falta hambre.

El capomafia Sirena sentado en su oficina, la misma de Vito Corleone, con el bebé Remo en brazos y acariciándolo, en lugar del gato,  bebé al que le entra una hormiga por la nariz, la misma nariz empolvada del joven Remo siendo Tony Montana, con Fanego -que dice que se llama Fanego- y Carnagui haciendo de hampones a lo Tessio y Clemenza. Fanego salvando la escena, siempre memorable, en su despedida presagiada en la frase “es mi último trabajo”. Remo transformado en Lola en la cárcel, embelesando a los reclusos con sus relatos equinos, sus dotes de peluquera y caminando por los techos como el Ramptes de Hombre mirando al sudeste, entre el recurso del homenaje y el robo… (déjenle la canchereada al joven Quentin)  

La insatisfacción, la búsqueda de uno mismo, el olvido y la memoria, las diferentes vidas, las paradojas temporales, la reencarnación, el crimen organizado, el turf, el amor, la paranoia, ensueño y realidad, la paternidad/maternidad, narrado en clave rizomática deleuziana, en la que la diversidad de eslabones da forma al relato.  El viaje de Remo, podría entenderse desde el concepto platónico de anamnesis, el recuerdo de lo visto por el alma en su estado original, antes de materializarse en un cuerpo, la sabiduría se lograría al recuperar recuerdo de todas las cosas que la mente conocía pero han sido olvidadas, a través de una revelación que permite traer al presente, aquello que fue conocido en “el tiempo que dura siempre”, y es curioso que sea Pegaso, quien conduce a las almas a los estados originales; en este caso, el Pegaso  que condujo a Remo hacia el recuerdo de todo aquello que, al ser eterno, no acepta la muerte, es el pura sangre Mishima, (otro guiño bautizarlo así en alusión al autor de la novela “Caballos Desbocados”) llevándolo al plano de lo divino, en esta oscilación del alma entre cielo y tierra, vida y muerte como parte de un mismo viaje. Ser hombre, niño, bebé, mujer, padre, señora de Recoleta, madre, hijo, jockey, trans, pobre, heredero, exitoso, lumpen, como el  Orlando de Virginia Woolf transmigrando, pero obedeciendo a la lógica y receta del cine manipulado comercialmente, disfrazado de cine de autor, falseado por el manierismo del realizador.  

De la misma manera que Remo Manfredini  transita diferentes  identidades,  El Jockey es muchas películas al mismo tiempo, así como Y…donde está el piloto (Abrahams, Zucker, Zucker; 1980), parodia a las películas  de cine catástrofe, El Jockey parece una parodia de todo el cine de Lynch, Kauffman, Lanthimos, Kaurismaki, Wes Anderson, pero sin encontrar una identidad. Al igual que la pretenciosa Pobres Criaturas (Lanthimos, 2023) donde la heroína, luego de ser resucitada tras su suicidio, se escapa para embarcarse en una aventura de autodescubrimiento y liberación, las pobres criaturas de Ortega aún esperan en la gatera. El Jockey no está pal nacional, solo para una penca cuadrera. Dos veces suena a lo largo de la película,  recurrente la canción, como presagiando…Sabor a nada. Prefiero el hambre.

El jockey (Argentina, 2024). Dirección: Luis Ortega. Guion: Luis Ortega, Fabián Casas, Rodolfo Palacios. Fotografía: Timo Salminen. Edición: Rosario Suárez, Yibran Asuad. Elenco: Nahuel Pérez Biscayart, Úrsula Corberó, Daniel Giménez Cacho, Mariana Di Girólamo. Duración: 96 minutos

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: