Itzia, tango & cacao contiene en sí misma un presagio, un anuncio de algo que va a suceder. Una especie de anuncio de lo inevitable. El mismo título incita a la desconfianza: el uso de dos elementos de culturas diferentes podría pensarse como una versión degradada de un Jorge Amado (“Gabriela, clavo y canela”) pero antes que eso parece invocar esos usos superficiales de los elementos mencionados (y que en general solo encubren historias de amor surcadas por números de baile y/o muestras de cómo se trabaja artesanalmente con un elemento, todo de manera muy for export). Pero a ello hay que sumar otros elementos de la trama. Una protagonista sordomuda –Itzia (Flora Marinez)- que, siendo niña, se aleja de su padre, Ruben Nowak (Gerardo Romano) -bandoneonista uruguayo, viudo, de gira por Colombia- y termina viviendo en un pueblo, adoptada por Ismael, con quien aprende a trabajar con el cacao; un puñado de personajes secundarios -un ex novio de Itzia que le fue infiel; un actor bogotano que huye de la fama; la dueña de la plantación de cacao; la amante de Rubén- confluyen en esta historia de dos ciudades y de una distancia de años en los que padre e hija no pueden reencontrarse. Lo que hay allí es ni más ni menos que los condimentos habituales de los culebrones televisivos, aunque condensados en menos de hora y media, en lugar de una cantidad interminable de capítulos diarios.
Sin embargo, algunos presagios se cumplen -en el interior del relato- y otros no. El temor a un deslizamiento hacia el territorio de la telenovela se disipa a la par que se advierte que la opción de la película no pasa ni por el pintoresquismo paisajístico ni por la excusa del cacao o del tango por sí mismos. Un equilibrio delicado pone a esos elementos como constitutivos de la personalidad de los personajes principales, como el medio que les permite conectarse con el entorno. Son elementos que funcionan como indicadores de una pertenencia. Que se revela en la decisión demorada de Rubén de regresar a Montevideo (“Uno es del lugar donde reposan sus muertos”, dice) una vez que puede poner al bandoneón en otro lugar. Y que en Itzia aparece como amenaza cuando Andrés (José Acosta) le plantea la posibilidad de vender las propiedades para instalar una chocolatería en Santa Marta. Sobre todo logra que el relato no adquiera un perfil trágico tan afín con la novela seriada y televisiva.
Es evidente que el salto temporal que plantea la película entre su primera secuencia y lo que sigue, 35 años más tarde, implica un tiempo que ha transcurrido, pero que en otro sentido, parece haberse detenido. La desaparición de Itzia quedó irresuelta para ella y para su padre: en algún punto y de acuerdo a lo que dice Rubén, da la sensación que los dos han estado esperando al otro, sin referencias posibles para la búsqueda (el cruce en la plaza cerca del final refleja físicamente esa carencia). Es en el momento en el que Nowak saca el bandoneón del estuche que lo guardó por años que el tiempo parece ponerse en movimiento. El instrumento parece trabarse -de la misma manera que cuando Itzia desaparece- como si algo impidiera su funcionamiento. De a poco, Nowak puede volver a tocarlo como en el pasado y esa música viaja por el aire para conectarse con Itzia. Ella comienza a escuchar esa música ante el descrédito que genera en su entorno (¿cómo puede escuchar una persona sorda?). Pero es ese entorno el que no escucha, a excepción de Ismael que la comprende pero no puede explicarlo -de hecho es quien le dice a Jared (Julián Diaz) que no tiene que escuchar lo que le dicen los demás-:”Me gustaría poder entrar en tu cabeza para poder explicar lo que te sucede”. Rubén, en cambio, no puede escuchar en principio que esa música que vuelve a salir del bandoneón ya ha dejado de ser una música específica para transformarse en su expresión marcada por los años de pérdida -y es por eso que Julia (Patricia Ercole) le insiste para que no venda el bandoneón y para que se quede allí. En algún punto, esa música reemplaza a las palabras que tampoco Rubén puede pronunciar, ante esa escena que se condena a ver cada noche desde el escaparate de su negocio de anticuario: esa misma calle donde se perdió su hija, reiterándose noche tras noche.
Habrá que pensar que Itzia, tango & cacao se nutre de los elementos del culebrón televisivo para transformarlos y hacer otra cosa con ellos. Usa ciertos arquetipos del género para desmontar su emocionalidad, despojándolos de todo exceso posible, sumergiendo a los personajes en una tristeza más cercana a la melancolía que al destino dramático. Bordea un poco peligrosamente eso que se llamó “realismo mágico” (especialmente en el tramo final con las vainas de cacao rodando calle abajo o las velas en la puerta de la iglesia) para plantear una conexión entre dos personas distanciadas, a través de la música y con prescindencia de la palabra (la secuencia final es, en ese sentido un ejemplo de cómo construir una escena emotiva desde lo mínimo y evitando exageraciones). Comprende que esa imposibilidad de desborde debe trasladarse a los personajes (es posible que nunca se haya visto tan controlado a Gerardo Romano) para que la historia se vuelva verosímil. Itzia, tango & cacao resulta entonces un ejemplo de cómo reciclar modelos considerados bastardos con dignidad y respeto por la historia que se quiere contar.
Itzia, tango & cacao (Colombia/ Uruguay, 2023). Dirección: Flora Martínez. Guion: Marcos Carnevale, José Reinoso. Fotografía: Richard Ortiz Allende, Robespierre Rodríguez. Edición: José Reinoso. Elenco: Flora Martínez, Gerardo Romano, Patricia Ércole, Carmiña Martínez, Ana Wills. Duración: 88 minutos.
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