En San Telmo hay un local que se llama “Cualquier verdura”. Los objetos que venden son reconocibles para cualquiera que haya sido chico en los 70, 80 y hasta algunos 90. Autitos Matchbox, muñecos de La guerra de las galaxias, colonias Pibes y Coqueterías, aceiteras y saleros de tapa naranja, el Simon, los Pocketer, ceniceros dorados con el logo de 7Up. Todo lo que entra al local, no importa lo que haya sido afuera, se transforma en “qué divertido”. Es el culto a la onda, a la vuelta de tuerca, algo kitsch, pero con una pasada extra por la parte prestigiosa y legitimada de esos términos.
Sin hijos quiere ser una comedia romántica clásica hollywoodense, por momentos bastante aburrida. Gabriel (Diego Peretti) conquista a Vicky (Maribel Verdú, linda, muy linda), una mujer hermosa, fuera de su alcance, basándose en una mentira: la existencia de una hija (Guadalupe Manent, se recomienda todo lo que encuentren de ella en youtube). La película busca la comedia en el drama del tipo y sus torpezas, aunque probablemente hubiera tenido más éxito por el lado de las posibles situaciones de tensión que la amenaza inmediata del desenmascaramiento podrían crear. Intenta asentarse en la fórmula probada. Está el amigo querible (Guillermo Arengo) que ve la situación de afuera y trata de comunicársela al protagonista. Está el hermano aparato (Martín Piroyansky), de adolescencia alargada e inmadurez incurable. La ex mujer (Marina Bellati) y su nuevo marido (Pablo Rago), un karateca/macho ganador algo ridículo, que alegremente evade el rol de villano y que a pesar de su ridiculez exterior, entiende mejor que Gabriel las relaciones humanas.
Ariel Winograd toma un solo riesgo, pequeñísimo, y le sale bien. El personaje de Sofía, la hija ocultada, no es una niñita adorable y angelical. Es más bien el estereotipo de nena omnipresente e hincha pelotas. Hasta que llegamos a conocerla está más cerca de hacernos sentir el rechazo de Vicky que la adoración de Gabriel. Se va haciendo querer de a poquito, con sus caprichos y todo, hasta que la amamos en una de las escenas finales, cuando canta junto a su papá y toda la energía que parecía sobrarle en su función de hija le queda perfecta en la de frontwoman. Los últimos diez minutos, la parte conmovedora, tierna, son los mejores de la película. Sin salirse del esquema las cosas funcionan. Hasta nos alegramos de que los protagonistas terminen juntos y agradecemos el amague de embarazo.
Lo que vuelve intragable a la película es su espíritu de “Cualquier verdura”. El culto a las cositas con onda, la dictadura de la fotografía y el arte. Se anda diciendo que en la película “está linda Buenos Aires”. Está horrible. Esa no es Buenos Aires, es una colección de postales pitucas, de cúpulas y calles sin papelitos que nada tienen que ver con la hermosa Buenos Aires cotidiana. Son postales que cuando no quieren ser New York quieren ser París.
No hay un solo objeto, un solo adorno, cuadro, mueble, juguete, ni una sola prenda, ni una locación que no se sienta extranjera fuera de una casa de diseño de Palermo. Está todo lleno de la livianita buena onda cool de Liniers. Cada decisión de arte y vestuario “está buenísima” y es “divertida”. A nadie le importó un pito si algo de eso tenía una función dramática. Sólo sirven para que los amigos del director de arte le digan lo buenísimo que está todo. El colmo de estas elecciones es el auto de Peretti. No recuerdo haberlo visto en plano completo, nunca se identifica qué auto es ni de qué año, creo que es azul. Para el desarrollo del drama esto no tiene ninguna importancia. Sin embargo cada vez que se lo ve a Peretti manejando, se notan los asientos de cuero beigeochentoso, las trabas y cinturones de seguridad de la misma época. Es un auto “Cualquier verdura”. ¿Por qué? ¿Para qué? Por nada y para nada. O para que la gilada diga que está buenísimo.
Hace muchos años la entrevistaron a Gabriela Michetti, antes de ser vicejefa del GCBA. Le preguntaban que quería para la Ciudad. Entre otras cosas dijo que ella quería que los Bosques de Palermo fueran un lugar donde los porteños vayan a pasear los fines de semana, a salir al sol, “como el Central Park en New York”. Palermo ya era eso, siempre fue eso. Exactamente eso. Ella no podía verlo. Vaya a saber por qué, quizás porque el público es diferente. Necesitaba que fuera el Central Park para darse cuenta. Lo mismo pasa con Sin hijos, no está mal que se tome la tradición de la comedia romántica hollywoodense, al fin y al cabo, queramos o no, es también parte de nuestra cultura. No está nada mal que se estetice Buenos Aires. Lo que está mal es que Winograd no tenga nada propio para agregarle al género, como si no se le hubiera pegado nada de algún otro lado, ni de casualidad. Y está mal que necesite transformar Buenos Aires en New York o París o en una postal para creer que está linda.
Sin hijos (Argentina/España, 2015), de Ariel Winograd, c/Diego Peretti, Guadalupe Manent, Maribel Verdú, Pablo Rago, Martín Piroyansky, Marina Bellati, 100′.
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