El topo está hecha de cera. Su materia sensible es pulcra, suave y morosa. Su argumento es, hasta cierto punto, una fachada. Por eso la relativa ininteligibilidad de la información circulante permite que el espectador derive hacia el ambiente sentimental soterrado en el que se mueven los personajes. En la primera escena, alguien insta a otro a desconfiar de la corriente principal (‘mainstream’) de información, y El topo es un mainstream desviado en sentido industrial en tanto producción europea tradicionalmente más atenta a la dirección de arte que a la eficacia narrativa despojada que caracteriza el funcionalismo típico de la maquinaria estadounidense (pienso en Joe Wright, Paolo Sorrentino y James Gray como directores afines). También se desvía del no-tiempo fantástico (terrorífico, mitológico o cientificista) común al imaginario colectivo audiovisual contemporáneo, para dirigirse al espacio-tiempo más o menos preciso de Europa durante la Guerra Fría, lo que podría suponer una predilección por el pasado en lugar de la especulación futurista propia del cine cuyo despliegue tecnológico es en sí mismo una reflexión activa sobre la virtualidad del presente. Pero esta dirección de la mirada hacia el ayer no implica negación del hoy ni sometimiento a lo real socio histórico como absoluto dado.

El uso de efectos digitales hiperrealistas que parecen estar al servicio de una reproducción fiel de la época (como sucede durante el viaje en barco de Jung y Freud a EE.UU. en A Dangerous Method, de David Cronenberg, próxima a estrenarse) generan un ligero aunque concreto extrañamiento en determinadas escenas o planos de establecimiento. Juega a dejarnos creer en la existencia de un pasado inalterable, pero delata su continua reconstrucción en cada uno de esos insidiosos corrimientos a los que nos vemos sometido por el pasaje del paisaje ‘real’ al ‘virtual’, supuesto antes que perceptible. El tercer desvío es de índole sexual. Hablar hoy de homosexualidad como ‘desvío’ es menos incorrecto que anacrónico, y allí reside la encantadora gratuidad de El topo, pariente político circunspecto y preciosista del melodrama almodovariano contemporáneo, con el que se conecta a través de la banda sonora compuesta por Alberto Iglesias. La minuciosa dirección de arte, que dispone superficies simultáneamente brillantes y muelles, aunada a la precisión milimétrica de reencuadres y travellings, puestas en abismo metódicas antes que vertiginosas, y flashbacks de subjetividad contenida, construyen una mirada distanciada y sensual, perversa como la de esos personajes que callan bastante y mienten aún más con la sonrisa que con la palabra. La otra frase que me quedó picando es una referida a «la madre de todos los secretos», y que alude al más joven de los dos personajes femeninos que aparecen de cuerpo presente con cierta entidad, tanto como a la información que porta. Creo que allí reside buena parte del sentido de El topo, habida cuenta de que la primera escena involucra de modo decisivo a una madre y un hijo anónimos, circunstanciales y, por eso mismo, arquetípicos.

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