ver-sangue-del-mio-sangue-2015-online-1-320b45nm7m9oyn1p00hzwg1. Las palabras de un personaje circunstancial, el loco interpretado por Filippo Timi (Benito Mussolini y su hijo no reconocido en Vincere) ayudan a expresar el lugar en el que Sangre de mi sangre es capaz de ponerlo a uno como espectador: «ni uno ni otro». Esa incertidumbre se expande sobre estructura, temas, persona(je)s y procedimientos. La única certeza es la del deseo, que en Bellocchio siempre es movimiento, y que en la era del Mercado Global se vende como la cultura dominante. Si uno sabe gozar de esa movilidad (la del deseo, pues la social no depende únicamente de él) supongo que lo pasará bien mirándola. No es ni ha sido nunca mi caso. La belleza plástica de la película me alcanzó para disfrutar de las imágenes de la mitad inicial cuando la miré por primera vez, pero como casi todo en el cine de Bellocchio es también discurso, pensar en sus contradicciones me empezó a distraer de la potencia sensorial y me llevó a esta incomodidad de la que intento hablar ahora. ¿El Discurso no serán las voces que dan vueltas en las cabezas de los locos que filma una y otra vez? ¿El Deseo no será también, o sobre todo, desesperado anhelo de acabar con El Discurso?

2. La primera parte no es verdaderamente incómoda para el espectador. El dolor y el abuso están objetivados en personajes e historias que forman parte de un relato más o menos convencional. El sufrimiento es el de ellos, sobre todo el de Ella. Nosotros meramente la espiamos, y acaso la expiemos. Es con el advenimiento de la segunda parte y la constatación de la estructura dividida de la película donde la cosa se complica y nos complica. A la primera parte se la puede ver hasta cierto punto como una película de género, un melodrama de época con expresiva iluminación, una historia cerrada sobre sí misma en la que no salimos del lugar habitual de espectadores. Quienes padecen son los personajes enmarcados por la representación, que nos resguarda aunque más de una subjetiva ponga en aprietos el reparto de roles. Con la segunda parte entra la obligación, incluso fastidiosa, de tender puentes y tejer relaciones entre una y otra, de comparar, incluso de interpretar. Y todo se pone mucho más espeso cuando el montaje paralelo del final aparea por segunda vez pasado y presente. La primera parte puede ser vista, hasta cierto punto, como una tragedia, y la tragedia purifica, nos hace sentir pasiones más inmensas que uno mismo, nos induce a creer por más que sea la creencia misma lo que brilla por su ausencia, responde a un orden de poder agradable o desagradable pero más o menos claro. La segunda es una farsa, y con la farsa entran la reflexión, el escepticismo, la fuga, si no la refutación del sentido, propios de la obra abierta.

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3. Acabo de proyectar una vez más el final de Roma. Una marabunta de motociclistas toma por asalto la ciudad y la intervienen animando las sombras de sus monumentos al proyectar sobre las paredes gigantes siluetas distorsionadas por el movimiento de los reflectores. En el primer plano de la secuencia la cámara enfrenta un batallón de luces, como en el último de Sangre de mi sangre, que no las despliega con el entusiasmo ex nihilo de Fellini. La belleza lumínica del plano fijo de Bellocchio choca con la evidencia de que los artífices de la atracción son patrulleros, no pibes en moto. ¿A dónde llegan esos móviles policiales y desde dónde los vemos llegar? La estructura bipartita de la película, así como la libertad poética de las elipsis y la voluntad simbólica latente de los planos, dificultan la respuesta. Minutos antes, que son siglos en la diégesis, han encerrado a una mujer detrás de una pared de ladrillos con una abertura rectangular a la altura de los ojos. Su forma responde a la del encuadre tópico reproducido por los cineastas con los dedos de sus manos. Desde ese marco impuesto por la Iglesia la protagonista de la primera mitad observa -y nosotros con ella- a sus captores. Si el plano final contemporáneo reproduce aquel punto de vista, también estaría reproduciendo en el presente aquella relación de poder resistida por la voluntad individual femenina, transfigurada por el milagro como figura retórica. La representación tópica del milagro puede resultar blasfema para la ortodoxia católica debido al cambio de sexo de la resurrección, tanto como para la comunista o radical por la letra de la canción de Metallica devenida himno sacro liberal. Entonces, ¿cabe la posibilidad de pensar que ese poco o mal disimulado progresismo puede alterar el sentido del último plano de la película? ¿Qué pasaría si esos patrulleros no avanzaran sobre el espectador, en tanto avatar de la heroína prisionera de la Inquisición, sino sobre el edificio que le sirve de guarida al último representante de un poder arcaico y metafísico reemplazado por uno moderno, científico y tecnócrata? ¿Eso es lo que representa el estandarte de la Unión Europea ondeando en el penúltimo plano de La hora de religión, película que era un claro manifiesto por la educación laica, pero cuyo título de estreno en el país –La hora de LA religión– parecía anunciar el advenimiento de aquello que combatía?

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4. Una de las imágenes más poderosas de Sangre de mi sangre es invisible. Alguien cuenta que un hombre atormentado se arrojó sobre un rosal para expiar su culpa. Las causas que lo llevaron a ello parecen menos elocuentes que la imagen en sí, tanto más porque debe ser imaginada. Una situación relativamente similar se da cuando tiran al agua a una mujer desde una roca considerablemente alta, esta vez ante las cámaras. Las circunstancias difieren, así como las voluntades, pero la experiencia de la caída y la flagelación son comunes a ambas. Materias blandas o fluidas manifiestan atributos lacerantes, las iniciativas no carecen de voluptuosidad estética, el teatro del rito reclama la existencia de un espectador ideal a quien satisfacer mediante la aniquilación. Esos sacrificios aspiran a una totalidad que la partida estructura de la película no satisface, pero tampoco desbarata. ¿En esa grieta de la imagen no filmada está lo sublime, si no Dios, que acecha? Al menos está eso que abunda en el título pero falta en la película (así como falta el color rojo): la misma sangre que ni siquiera el vampiro de la segunda parte apetece ya. La sangre de Sangre de mi sangre no es la de la vida que se quita, propia o ajena, sino la de la vida que da vida, la que no necesita ser derramada para crear. Como la del propio Bellocchio prolongada en la de sus hijos, con quienes regularmente filma.

Sangre de mi sangre (Sangue del mio sangue, Italia/Francia/Suiza, 2015), de Marco Bellocchio, c/Pier Giorgio Bellocchio, Roberto Herlitzka, Lidiya Liberman, Alba Rohrwacher, Fausto Russo Alesi, Filippo Timi, 106′.

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