Así como Macedonio Fernández definía el gaucho como un entretenimiento del caballo, podríamos definir a Jack Reacher como un entretenimiento de Werner Herzog y a Una aventura extraordinaria como un entretenimiento de Gerard Depardieu. La ironía macedoniana no estaba exenta de filoso cariño. El concepto de entretenimiento aplicado a películas producidas por Tom Cruise es un halago, pues reconoce la estrategia que lo guía tanto en la saga Misión: Imposible como en Encuentro explosivo (Night and day): filmar ficciones a la manera clásica y transformar los diálogos, las situaciones, la puesta en escena, los personajes y los efectos especiales en signos abstractos que bailan entre sí, inasibles operaciones conceptuales basadas en la eficacia narrativa de la mecánica industrial.
La corrosión irónica de la cita también es aplicable a Jack Reacher, que es bastante menos que las películas mencionadas porque los heterogéneos materiales discursivos que la constituyen no sueldan nunca sin que esa disolución sea su norte. Al calor de las armas, del mismo director, adolecía de la misma hibridez no buscada. El comienzo de la película parece alumbrar un seco thriller conspirativo de fines de los ’60 e inicios de los ’70 (The Parallax View, de Alan Pakula, es el primero que se me ocurre), pero esa posible densidad política y sequedad narrativa no combinan con la suficiencia autoparódica del héroe de aventuras de naturaleza acrobática que Cruise encarna una y otra vez sin grandes cambios. No hay defecto en la continuidad que el actor le da a su personaje, sea porque no se sienta capaz de intentar otro registro o no quiera intentarlo por convicciones estético económicas, pero quizás sí lo haya en no haber advertido que ese perfil no cuajaba con la consistencia realista de una ficción que comienza con un francotirador apuntando hacia una rambla llena de gente un día laboral, prólogo austero que presenta los hechos y la investigación con ambición de crónica pronto apocada.
La presencia de Werner Herzog componiendo un villano grotesco y deforme es la mejor evidencia de una película tan simpática (usando el término en su más crasa función de eufemismo) como perdida en su propio laberinto. El cameo de Herzog encaja mejor en su sistema cinematográfico, en tanto nuevo signo de la elección por la vía del ridículo como reverso de lo sublime presente en su filmografía, que en el de Cruise, a la vez que evidencia la defectuosa constitución de esta película jorobada (no jodida, sino contra hecha). Hay al menos un par de escenas excelentes que incluyen una persecución automovilística, un primer intercambio con una chica que no llega a ser sexual y recuerda tanto la incorrección política como el pragmatismo viril de otras épocas (la bofetada que no le da, directamente proporcional al pintado papel de la abogada que lo secunda, son pruebas de unos códigos a los que la película aspira pero no termina de asumir como propios), y una pelea callejera posterior sin adornos inútiles.
La presencia de Robert Duvall me hizo pensar en Días de trueno, de Tony Scott, donde compartía reparto con Cruise, y es un reconocimiento a la tradición de Hollywood como sistema de postas en la que actores, productores y directores se pasan el testigo como un artesano adiestra a su discípulo. Cruise es un ídolo de los plásticos ’80 (explotó con Leyenda y Top Gun) y artificiales ’90, décadas neoliberales ambas, que parece asomarse en esta película a los  ásperos y temerarios ’70. No sé si  alguna vez habrá de instalarse allí porque eso no depende pura y exclusivamente de él sino también del medio en el que se mueve y los tiempos que corren, pero en las películas citadas al principio de esta crítica consiguió sublimar la oquedad reaccionaria de las décadas a las que pertenece y darles entidad. Tanto Duvall como Herzog pasan por la película con un ojo inútil y acaso ese guiño sea el signo de complicidad de esta película cuya modesta ligereza molesta sólo porque parece estorbar la consecución de otras ambiciones manifiestas.

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