Miércoles 9 de septiembre: Gracias a Kirk Douglas uno se entera de que Ulises y Vincent van Gogh eran idénticos. Sin embargo, cuando se ata al mástil de su barco para no obedecer a las sirenas me acuerdo del Turner de Timothy Spall, que hace lo mismo con tal de ver la cara de la muerte o el corazón de la tempestad. En la película de Mario Camerini la banda sonora es ocupada por las sirenas, a quienes escuchamos junto con Ulises. El resto de la tripulación se ha tapado los oídos con cera, lo que les permite continuar remando. El espectador, en cambio, no hace nada, como el héroe, salvo entregarse al discurso imaginario sujeto al palo mayor de la cordura de los otros, sordos al encanto malsano del mito o de la locura. Las sirenas simulan ser Penelope pero, también, Telemaco, travestismo de la voz mediante. Como en la película de Mike Leigh, no hay contra campo porque la travesía del héroe -llámese Ulises o Turner- en ese turbio trance es pura y tormentosamente interior. En la italiana el gradual acercamiento de la cámara, acaso operada por el mismísimo Mario Bava, va de un plano medio a un primer plano y borra el entorno, a la par que el volumen de las voces aumenta y se intensifican las muecas desencajadas del actor. La sonrisa solar y desafiante del principio ha dejado lugar a la quijada contraída y el chirrido de la dentadura. Una noche Totó, el protagonista de Nuovo Cinema Paradiso, proyecta este péplum en una playa que da al mar en que esos héroes, dioses y sirenas se midieron cuando llega, junto con el aguacero, la chica rubia y de ojos azules destinada según Noiret, Tiresias cinéfilo, a perderlo.
¿A quién, de los al menos siete guionistas de Ulises, se le ocurrió que Silvana Mangano fuera tanto Penelope como Circe (o habrá sido el productor)? Que está última finja ser la esposa de Ulises contribuye a ensombrecer la casta figura cinematográfica convencional de Penélope, presentada como esposa fiel, y contempla las versiones del mito recogidas por Robert Graves que afirman su infidelidad «con Anfinomo de Duliquio, o con todos los pretendientes por turno (no menos de 112)».
Martes 8 de septiembre: Audrey Hepburn sale de noche y de amarillo al balcón de la alcoba de su palacete ruso a soñar en voz alta, y ocurre la magia. Nunca había sido extremadamente sensible a su figura hasta ahora, y mucho tiene que ver con esto la capacidad de King Vidor para hacernos creer en las ilusiones de sus personajes. Tolstoi y la complejidad literaria y política de La guerra y la paz no son parte central de la cuestión en esta escena, aunque la continuidad entre la novela realista del siglo XIX y el cine también puede ser observada aquí, sino la construcción cinematográfica de la mirada. El balcón como espacio privilegiado desde donde mirar lo que se desea y cómo se desea. Compartimos la ensoñación del personaje durante esa noche de soliloquio porque los espectadores salimos al falso exterior ficticio del deseo juvenil toda vez que creemos en una película. Habrá otro balcón más tarde, ya no íntimo sino público, ya no idealista sino carnal y por lo tanto condenado; aún si no compartimos la moral de esa condena entendemos que ocurre porque, en un nivel más profundo y acaso verdadero, lo que la película despide a través de ese rechazo de la pasión sexual es, justamente, la niñez, la imaginación y la esperanza. Todos esos intangibles se materializan gracias a la luz de Jack Cardiff, que a ese balcón original lo pinta de plata cálida con esa voluptuosidad erótica de la soledad como víspera, bien a la sombra de la Historia o del Tiempo. Después vendrán la invasión napoleónica, la entrega vulgar de la virginidad, las muertes, la destrucción de la casa paterna y, acaso, otros balcones que la película no habrá de mostrar porque serán mera propiedad igual a todas, miradores ya sin luna, o con luna pero sin lunáticos arrebatados por la hechicería de su resplandor, por ese reflector de utilería onírica.
Lunes 7 de septiembre: (Foto La Nación) Intuyo en ese rojo titular una nueva categoría publicitaria de la prensa de espectáculos. El agotamiento del rótulo «cine independiente» ha parido este otro que nada tendrá que ver con los riesgos sublimes de Herzog, los financieros que hicieron colapsar el Nuevo Hollywood a principios de los 70, los fisiológicos de Marco Ferreri, los espirituales de Tarkovsky en sus kolossals metafísicos, los absurdos de Jerry Lewis, los amateur de Campusano y tantos otros. Mis ironías no están dirigidas a la película que da pie al título porque no la vi, sino a la presunción de un nuevo mito autoindulgente de la Cultura.
El mejor clasicismo cinematográfico no está representado este año por Misión imposible: Nación secreta, que es muy linda, sino por 3 corazones (también por Mr. Turner), cuya estructura simbólica, continuidad, actuaciones y puesta en escena está a la altura del mejor cine filmado por europeos en el Hollywood de los 30 a los 50 sin desentonar con los ritmos narrativos del presente que directores franceses paralelos a la Nouvelle Vague como Claude Sautet y posteriores a ella como André Téchiné adaptaron al presente de cada uno de ellos. Benoît Jacquot ha hecho lo propio.
Viernes 4 de septiembre: Mientras camino canto Silbando, de los Castillo, y trato de impostar la voz para reproducir la calidez plateada de las versiones grabadas por Del Carril en la segunda mitad de los treinta. «Una noche de verano, un farol…».
Lunes 17 de agosto: Aquí estoy, emocionado por un documental sobre Jack Cardiff, el señor que fotografió cosas como esta, que le dice «negocio» al cine, que tiene su casa llena de copias de pinturas clásicas, que es modesto en su altivez, que sonríe casi siempre, que recuerda una época en la que el cine era amo y señor del mundo visual, en el que las cámaras descubrían el planeta para la gran mayoría del público, en el que ver y viajar eran aventuras, en el que había algo de señorío colonial y de folletín sublime en toda película. Llego a CameraMan porque acabo de ver Dark of the Sun, o Los mercenarios, dirigida en 1968 por este hombre, causa de que Rod Taylor haga un cameo en Bastardos sin gloria e inspiración para el uso de la esvástica en la obra maestra de Tarantino.
Domingo 16 de agosto: ¿Y si al hendleriano “choco poco” de Sábado, de Juan Villegas, lo leyéramos como un general “cojo poco” del nuevo cine argentino, en el sentido crítico con que está escrito B.A. Argentine, de Francisco Urondo?: “(…) Hombres entre sí mujeres entre ellas / fornican como pueden en este país / en este país se fornica sin alegría / no se ama como uno quisiera / en este país estamos muy tristes”.
Viernes 17 de julio: El Payaso es Filippo Timi, quien a la vez fuera el Mussolini y el hijo no reconocido del Mussolini de Bellocchio en la gran Vincere. Ella es Alba Rohrwacher, quizás la mejor actriz del presente cinematográfico italiano, hermana de la directora de La maravilla, que también protagoniza. En vez de las películas de Garrone y de Sorrentino, convendría mirar las de Saverio Costanzo, el menos ambicioso y mucho más efectivo director de esta película, La soledad de los números primos, y de la recientemente filmada en EE.UU. Corazones hambrientos, dos de algo que podríamos llamar terror social y psicológico en las que se notan las huellas de un par de polacos cosmopolitas.
Martes 14 de julio: La obsesión con la figura del macho que aborda Welles en la inacabada e/o invisible The Other Side of the Wind y la dimensión metafísica, por no decir religiosa, que alcanza bajo su mirada. No es el acto sexual lo que cuenta sino la importancia simbólica del Padre, del falo, de Dios, del poder. Pero quizás por primera vez se vale directamente del sexo para hablar de ello. Quien alguna vez dijo que no filmaría la intimidad sexual ni la plegaria -¡cuán sugestiva resulta la unión de esos actos en una declaración suya!- acaba rodando esa secuencia nocturna del coito dentro del auto en movimiento que conocemos parcialmente y está filmada, también, bajo la luz intermitente del alumbrado público que tajea los cuerpos impidiéndonos ver aquello que para Welles sigue siendo irrepresentable, o impresentable sin alternar luz y sombra como si de tajos ópticos se trataran.
La pelvis de Oja Kodar o el cine genital de Orson Welles. Del plano detalle de los labios de Welles en Kane (obsceno según Zunzunegui) pronunciando Rosebud a los planos iniciales de Oja Kodar caminando en Fake penetrada por una cámara que filma casi exclusivamente su culo y su pelvis. De la violación a Marion Davies, propiedad de Hearst, a la violación consentida de Oja Kodar, compañera suya y propietaria de su legado fílmico tras la muerte de Welles. Citar las declaraciones a Cahiers, si no me equivoco, sobre la intimidad sexual y la plegaria como límites autoimpuestos de la representación. Traer a colación el desnudo de Kodar en el automóvil de Al otro lado del viento. Comentar el plano que junta a Mr. Clay de frente a la cámara, con el marinero que le da las espaldas a esta y se enfrenta al propio Welles en The Immortal Story. Trazar un paralelo entre el tema del doble visto a través del prisma de la homosexualidad en Al otro lado del viento, y la representación del hombre como objeto sexual tanto en la figura del muchacho que se deja coger por Oja en la citada escena de esa película, como en la del marinero en The Inmortal Story.
También iniciar una lectura lateral a la de Welles como Caín, pero homologando su figura a la de Nemrod como arquitecto satánico, descendiente del rebelde que asesinó a su hermano. Apoyarse en The Fountainhead, de King Vidor, que cuenta en 1949 una historia demasiado parecida a la del propio Welles, y en la temprana organización vertical de las imágenes que exhibe su corto The Hearts of Age, de 1934.
Domingo 12 de julio: Claves de La hora de la religión (Marco Bellocchio): los diversos sentidos de las sonrisas de los personajes; la continua fuga del protagonista, que además de irse está siempre anunciándolo a sus interlocutores con un “Perdón, debo irme”; la virtualidad del trabajo en la PC como último –o único posible- refugio iconoclasta, o como la liquidación virtual de la rebeldía.
Sábado 15 de febrero: Tengo que empezar por el cariño, por el amor que advierto en ¡Qué vivan los crotos! Por esos momentos en que charlan el amigo de Bepo que no salió al camino y vos, por el final en el que te pregunta si todavía estás grabando, por esa cocina que incluiste y me recuerda -por pudor, inventiva y hospitalidad- a los ambientes del Museo de la Novela de la Eterna, de Macedonio Fernández.
La tuya es una de las contadas películas en las que me quedaría vivir, curioso deseo tratándose de una película sobre un nómade. Pero tu película contiene los dos anhelos. Finalmente es para mí un hogar, pero uno del que uno puede irse queriendo volver.
Y vuelvo una y otra vez a lo largo de los años, desde que la vi por primera vez en televisión. Recuerdo que la grabé en un video y le hice una carátula en la que imprimí un texto de Guillermo Ravaschino publicado en Cineismo.
Tu película, además, es el lugar en el que seguirán viviendo siempre mis abuelos maternos. La forma de hablar de mi abuelo Atilio -así como algunas posturas, las manos en la espalda cuando estaba parado, una forma de mirar- tiene un poco de la de Bepo y de la de su amigo. Hace mucho tiempo que intento definir esas maneras y pienso en el ‘triste y cordial como un legítimo argentino’ de González Tuñón. Hace unos días descubrí que el poeta Alberto Szpunberg tiene una voz parecida. Pero no me alcanza, no sé por qué no me alcanza con esa ‘tristeza’ y esa ‘cordialidad’. Como si en esos términos hubiera una impotencia que me entristece. Quizás sea la del tiempo, nomás, no sé.
Mis abuelos eran del partido de Saladillo, provincia de Buenos Aires, y el pueblo, las calles y las casas de buena parte de la película, así como el campo, ese campo que se abre a la vista y se tiende a los pies de Bepo, que alarga las vocales cuando habla de la libertad de andar, son muy parecidos a los de Polvaredas, el pueblo de mis abuelos maternos.
En esos paisajes me encuentro yo cuando era chico, cuando pasaba los fines de semana con mis viejos y mis abuelos en una especie de tregua del trabajo, la ciudad y la tensión, que ha sido lo más parecido a la felicidad que he conocido nunca.
Un hombre que puede decir «A mí siempre me gustó volver» me despierta tanta admiración como temor. Porque a mí siempre me gustó volver. Es más, no hago otra cosa que volver en pensamientos -si es que alguna vez me fui- a esos lugares irrecuperables, ni siquiera físicos.
El año pasado, con la excusa de haber colaborado en un guión cuyas escenas transcurrían en parajes que yo había contribuido a inventar pensando en el pueblo de mis abuelos, regresé a la casa de ellos y no solo ya no estaban, sino que en la casa ahora vivía un hombre solo de unos cincuenta años con los muebles todos revueltos, el piso lleno de papeles de diarios, unos cortes de carne cruda sobre la mesa, suciedad y abandono de la peor clase, que no es la rechazada por la obsesión higiénica, sino la del desamparo. Ese hombre de cincuenta años era para mí un niño grande al que nunca destetaron.
Y con el destete trunco vuelvo al terror de volver, ese deseo extenuante e incesante que es, en realidad, el de no ir ni siquiera para atrás, mucho menos para adelante (“alcanza con no moverse pa’andar una vida entera”) sino el de quedarse quieto, detenerse, tenderse.
Yo lo miro a Satti y pienso que me gustaría ser él, tener esa ternura, sentirme satisfecho en esa quietud, en esa costumbre, siempre con la misma tierra bajo sus pies. No digo que no haya dolor o melancolía en él, pero tampoco parece haber rabia en el sentido de rebelión. Quiero, en verdad, creer que ha sido una elección relativamente plena, o al menos medianamente satisfactoria.
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