En el principio es una reunión. Un asado del que participan descendientes de migrantes chinos con sus parejas y algunos amigos. En un momento, Yiyin, una de las mujeres, comienza a cantar La Internacional en chino, a la que se suman otras voces. En cuanto terminan, los argentinos de la reunión, entonan la Marcha Peronista. La situación no se plantea como una disputa dialéctica, sino que la continuidad que se establece entre una y otra, las señala como complementarias, más allá del objeto del que se sirve para ponerlas en pantalla. Lo que se pone en juego allí es el espacio de unión de dos culturas situadas literalmente en las antípodas. Si la reunión propone en sí misma ese trasvasamiento –en el que se relacionan rasgos, colores de piel, idiomas y nacionalidades- lo hace como puerta de acceso a un territorio complejo. Porque a diferencia de otros documentales, decide poner en segundo plano los motivos de la migración –incluso cuando parece detenerse en ello, lo hace desde cierta lateralidad- para focalizar en las interacciones que posibilitaron eso que Gustavo Ng menciona en el comienzo, eso de que “hundir las raíces para crecer es algo irrevocable”.

Un elemento que atraviesa los diferentes relatos es la cuestión del idioma. Allí se revelan los desajustes a los que tuvieron que enfrentarse los migrantes adultos: el idioma como barrera para la interacción social aparece como un elemento central en el relato que hace la mujer mayor a su hija sobre sus primeros años trabajando en una rotisería. Algo similar se percibe cuando la psiquiatra recuerda su niñez, en la que hacía de traductora entre su padre y las autoridades del Hospital Borda donde llevaban a los chinos, solo porque no les entendían lo que decían. La generación de los hijos de esos migrantes originales son los que establecen el puente a partir de la convivencia entre los dos idiomas, lo que permitía funcionar como traductores hacia afuera y como continuidad del original en el diálogo intrafamiliar.

Lo interesante es que en la generación posterior –la de los nietos de los migrantes, nacidos ya en Argentina- el idioma chino aparece como un elemento definitivamente ajeno. Es, en todo caso, una imposición, un mandato transmitido por padres y madres que se topa con un desinterés inicial. Con el tiempo, sin embargo, aparecen los cuestionamientos internos: una de esas jóvenes mujeres expresa la dualidad de manera tan difusa como posiblemente negativa, al no poder pensarse ni totalmente como argentina, a pesar de haber nacido aquí, ni totalmente china a partir del origen familiar. La complejidad no se resuelve en un pensamiento lineal en medio de la globalización actual. Allí entonces aparece alguien como Chang, el proyecto de futbolista que nació en Argentina, juega en Defensores de Belgrano, pero que probará la posibilidad de ser seleccionado por Taiwan para los juveniles, aspirando a llegar a la selección de China –para lo cual, paradójicamente, debería renunciar a la nacionalidad argentina-. Y también aparece Eva, la joven que viajó para hacer un posgrado y decidió quedarse y que ya no considera como opción el regresar a China (y es notable que en ese punto coinciden todos: pensar en una nueva migración se revela como imposible). Lo llamativo que plantea Eva aparece cuando hace referencia al idioma. “La Eva verdadera es la que habla el dialecto. Y en Argentina solo puedo hablarlo con mi hermana”, dice. La Eva que habla en español, la que vemos en el documental, es, así, una Eva limitada, censurada. Como si lo único que puede completar su vida en Argentina fuera, paradójicamente, sostener el idioma de origen.

Hay un peso que se trasluce en esos elementos que funcionan como pertenencia. Mientras hay quien eligió “argentinizarse” para que sus hijos no sufran, hay quien no puede cortar el origen y su recuerdo solo puede articularse en el idioma original, como si fuera el único en el que las palabras que den cuenta de lo sufrido en el pasaje de China a la Argentina puedan formularse. Esos elementos están incluidos en un sistema mayor que involucra la relación intergeneracional. Un detalle es la ausencia física de la figura del padre. El padre puede ser recuerdo (en la psiquiatra o en la psicoanalista), una especie de fantasma (el esposo de Yiyin que su hija Carolina vio por la calle) o imagen que no llega a completarse por sus falencias (el de Ng o el de Hsu, por no haberles enseñado el idioma). El único padre presente, el de Chang, es la encarnación de cierta volatilidad en su itinerancia por diferentes países y religiones (por el contrario, el representante de Chang, parece asumir el rol de padre fuerte, cuando proyecta la carrera futura como futbolista). El peso de Semillas que caen lejos de sus raíces está, más que en la sinonimia con el grupo de huerteros de Yiyin o con la semilla como transmisora de una herencia acumulada, en las madres y en el diálogo que establecen especialmente con sus hijas mujeres. En esos momentos de encuentros y diálogos que se destraban para fluir, aparece la convivencia entre la tradición y la modernidad, entre la exploración de los recuerdos y las inquietudes del presente. Allí es donde la cultura de origen parece resurgir funcionando como un principio de nexo entre las generaciones. Un par de esas escenas –la mencionada de la mujer mayor con su hija; la de Yiyin con su hija en el parque donde están las cenizas de sus padres- llevan a la superficie esa emotividad que parecía contenida. Allí se sintetiza la convivencia compleja entre el origen y la tierra donde echaron raíces: entre un espacio que ya no es pero pervive en el interior de las personas y otro que es, que lo reemplaza, el lugar donde las semillas pudieron afirmarse en el suelo y crecer y dar frutos.

Semillas que caen lejos de sus raíces (Argentina, 2024). Guion y dirección: Tomás Lipgot. Fotografía: Javier Pistani. Edición: Leandro Tolchinsky. Duración: 65 minutos.

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