
1. Azor comienza definiendo con claridad, desde la primera escena, que su historia es la mirada de un extranjero sobre la Buenos Aires de 1980 a la que acaba de llegar. En esa escena, en la cual el auto que lo traslada junto a su mujer ha quedado detenido por un operativo policial, la ventanilla del vehículo se transforma en los límites de su mirada. Observa un grupo de militares que hacen bajar a dos jóvenes de un auto, los ponen contra la pared, los palpan de armas y se lo llevan a cada uno por su lado. Cuando Yvan de Wiel (Fabrizio Rongione) pregunta qué es lo que ocurre, el chofer le dice, de manera lacónica, “deben estar buscando a alguien”. Y completa: “No tienen de qué preocuparse”. El auto de la embajada suiza atravesará el lugar apenas se despeje el camino. Yvan pasará el resto de su estadía en Buenos Aires sin volver a ver un episodio semejante.
2. La llegada de Yvan a Buenos Aires, sabremos a poco de avanzada la película, se debe a la súbita “desaparición” de su socio Keys. Ambos son parte de un banco suizo que trabaja con clientes de poder económico de la Argentina. El término “desaparición” reviste aquí un uso complejo: hay una alusión indirecta a lo que estaba ocurriendo en la Argentina de esa época, pero también una relativización de lo que puede haberle pasado a Keys. La película prefiere jugar con una ambigüedad algo forzada: por momentos, Yvan menciona que Keys fue visto en Suiza, por momentos que nadie sabe exactamente dónde está. Para el universo que transita la película, el reemplazo de Keys por Yvan es una representación tajante de que toda persona y todo cuerpo puede descartarse y ser reemplazado por otro. Yvan no viene a la Argentina a saber qué pasó con su socio, sino simplemente a reemplazarlo y mantener aceitado el mecanismo de los negocios.
3. Por cierto, el mundo en el que se mueve el personaje está relacionado directamente con el dinero. Sus contactos y clientes son criadores de caballos con aspiraciones políticas, estancieros de la provincia, señoras de la alta sociedad casadas con militares retirados. Un microcosmos en el que el dinero circula sin que se vea –lo que la película remarca en la escena del traspaso del bolso a Decôme (Gilles Privat) que viajará a Suiza- y que se manifiesta en números y posesiones. Azor cierra su perspectiva en torno de ese espacio en el que se mueve su protagonista, recortando de la misma manera en que lo hace en la primera escena, su visión sobre el lugar en que se encuentra. Ni siquiera el ingreso de Yvan al departamento de Keys –en una escena de cierta gratuidad que solo pretende ser la punta del hilo para que Yvan investigue qué significa el nombre de Lázaro-, que da la impresión de haber sido abandonado de improviso, sin ningún rastro de violencia, parece encontrar en el visitante algún viso de sospecha o resquemor.

4. Lo que hay, entonces, es un trazado de cierta normalidad del que el banquero no quiere apartarse. Lo suyo son los negocios y no parece importarle qué ocurre en el país donde viven sus clientes, a pesar de lo que ellos mismos advierten (en especial la señora Lacrosteguy (Carmen Iriondo), cuando le menciona que las cosas están difíciles y que la partida de Keys se produjo en un mal momento). Un desapego emocional que viene de la mano de la centralidad del dinero y los negocios y que en principio, y como el director Andreas Fontana ha señalado en alguna entrevista, habla sobre cómo son los suizos, a partir del personaje de Yvan. Pero que a su vez, y al centrar su mirada en la del personaje y señalar con precisión un entorno –Argentina, 1980-, es también una observación sobre un espacio y un lugar preciso.
5. Es allí donde empiezan a manifestarse elementos que, más que complejizar la narrativa de la historia, la sumergen en la superficialidad que implica el recorte de la mirada. La pregunta que empieza a suscitarse desde el espectador es: ¿qué imagen de los años de la dictadura está proyectando Azor? En principio, el principal problema que la película no resuelve es el de confundir la mirada del personaje con la propia. Yvan, desde su trabajo, puede tener una mirada acotada y limitada a sus intereses particulares. Pero la película, al adoptar para sí misma este punto de vista, solo parece estar interesada en cuestionar, en todo caso, la complicidad de un banquero con la situación de un país bajo la forma de negocios financieros. Desde ese lugar, Azor se desentiende, como su personaje, de lo que ocurre en el entorno, dejándolo no solamente fuera del campo visual, sino restringiendo su formulación discursiva.
6. La Argentina de Azor es un territorio ambiguo. Requiere del conocimiento previo de lo que ocurría en el año 1980, pero a la vez se cuida de no formular una definición mínima que lo distancie de la mirada indolente de su personaje. No se habla de gobierno militar, ni de dictadura sino que se refugia en la vaguedad discursiva. El único funcionario que aparece en la historia es un supuesto ministro que está vestido de civil. Los únicos militares que vemos son los de la escena inicial y los que controlan los documentos de los adinerados concurrentes a los sectores VIP del Hipódromo de San Isidro. Peor aún, las voces que escuchamos repiten un discurso en el cual lo militar queda excluido. El conserje del hotel menciona las obras que se hicieron para el Mundial y que aún dos años después seguían beneficiando a la Argentina –tampoco se menciona cuáles son- y remata diciendo que el país “necesita grandes reformas”, transformando a un gobierno dictatorial real en uno reformista en la ficción. Un militar retirado habla de la decadencia de Buenos Aires como ciudad comparada a otras capitales del mundo. El monseñor Tatoski le dice que “esta ciudad conoció el caos, ahora estamos en una fase de purificación”. El juego sobre el sobre-entendido que plantea la película implica en verdad una fuerte negación del entorno en que transcurre su historia y que es un reflejo perverso de la negación personal que intenta sostener la señora Lacrosteguy cuando su hija hace alguna mención a lo que ocurre. La Argentina de Azor desdibuja la historia para reacomodarla a una visión del pasado en el que se difuminan las responsabilidades y los lugares ocupados. Como viene ocurriendo en algunas ficciones que vuelven sobre la época de la dictadura en la última década –El almuerzo, Koblic– lo que se hace es desarmar la noción misma de dictadura y de lo que implicó en el conjunto de la sociedad, para lavar las responsabilidades desde una naturalización que es, en verdad, un revisionismo que pretende, ahora sí, reescribir la historia.

7. La reescritura de la historia implica transpolar un elemento parcial –el poder del Estado en manos de los militares para saquear y hacer negocios- a una totalidad. Doble ejercicio hace la película, en tanto no solamente opera en función de esa visión del gobierno militar que no se nombra, sino en la restricción respecto de la clase a la cual estaba dirigido su accionar. “Están detrás de nosotros” dice Lacrosteguy ante un impávido Yvan, para rematar que “nos persiguen como a conejos”. Su hija dirá, al borde de la pileta de la casa, que fueron a buscar a Pérez –un apellido tan inocuo como poco representativo de pertenencia de clase- y que “se llevaron todo, hasta los caballos”. Augusto Padel-Camón, padre de Leopolda, quien ha desaparecido –y de quien se menciona una militancia tan difusa como poco creíble cuando solo se la muestra montando a caballo en la estancia de su padre- dice que “este país se ha convertido en un coto de caza privado para algunos de los de arriba”. Farrell –un apellido que hace alusión a un presidente de facto- mientras recorre las caballerizas indica que “en estos días no les alcanza con personas, ahora hacen desaparecer caballos”. El discurso puesto en boca de los representantes de clase no solo vuelve cómplice a Yvan por omisión, sino que sitúa a la película en ese mismo espacio, al no contraponer otras figuras y otros discursos. La simplificación del discurso se vuelve abrumadora, al asentarse sobre sus personajes. No hay mención a golpe de estado ni a situación de estado de sitio. Hay una generalización continua que omite, una y otra vez, la mención explícita –“los de arriba”, la innominación de quiénes persiguen o hacen desaparecer-. Hay, al fin, una equiparación entre las personas y los objetos de valor, como si hubiera posibilidad de equiparar entre la vida de una persona y la posesión de un objeto.
8. De esa manera, se configura una construcción que desemboca en la secuencia final en la Isla Lázaro, donde Yvan es llevado para concretar el negocio. La lectura de catálogo que ensaya uno de los miembros del grupo que lo lleva a la isla enumera una serie de artículos de mayor o menor valor que Yvan deberá valuar. Es, claramente, el resultado del saqueo. Para quien conoce la historia de la dictadura argentina, quedará claro que es el botín que las bandas militares obtenía de los operativos donde se secuestraba gente. Pero al dejar fuera del discurso justamente a las personas, Azor transforma la totalidad del accionar en una banda de ladrones y se despega de cualquier consideración de un plan organizado desde el poder y del cual el robo de bienes era solamente una parte. La película deja afuera a las clases populares para plantear que el ataque fue a las clases altas, poseedoras de dinero, reduciendo la esencia del plan militar al negocio del robo y la transferencia de dinero a países con secreto fiscal. Lo que deja afuera la reescritura de la historia de esos años en Azor es la política. No porque no le importe a su personaje central, sino porque no le interesa a la narración. En cierta medida, no puede haber mejor título para la película que el que tiene. En el lenguaje interno que manejan Yvan y su esposa, como ella misma lo explica, “Azor” significa “cállate”, “cuidado con lo que decís”. Es eso lo que termina por poner en práctica.
Calificación: 5/10
Azor (Suiza/Francia/Argentina, 2022). Dirección: Andreas Fontana: Guion: Andreas Fontana y Mariano Llinás. Fotografía: Gabriel Sandru. Montaje: Nicolás Desmaison. Elenco: Fabrizio Rongione, Stéphanie Cléau, Carmen Iriondo, Juan Trench, Ignacio Viola, Pablo Torre. Duración: 100 minutos.
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