El padrino cumple 50 años. La película de Coppola celebra medio siglo de vida y un triunfo excepcional frente al paso del tiempo, que no deja duda ante cada vista que uno pueda hacerle, en cualquier formato. Pero resulta que, tiempo después, en 1994, apareció una película de gángsters diferente, salida del cerebro más inteligible de un cinéfilo. Si El padrino retrata la magnificencia de la mafia, Pulp Fiction hace pie en el proletariado gángster de la ciudad de Los Ángeles. Tarantino deambula por lo márgenes en la ciudad de los sueños rotos.

Pulp Fiction, Quentin Tarantino, Tiempos violentos, la revolución, la consagración popular, el llamado, el cambio, la película más referenciada de su época, los 90s. Amo esta película sin reservas, mataría por ella.

La cinefilia salvaje de Tarantino me evangeliza con citas a la historia del cine: solo pensar en la secuencia de twist nos enfrenta a un ícono de la cultura occidental, donde podemos ver el arco del director: desde Douglas Sirk hasta la hamburguesa Jerry Lewis. Tiene la pulsión perfecta, aunque para lo que luego fue haciendo Tarantino pueda ser discutible: generalmente sus películas tienen puntos en común y no son siempre los mismos, sus ideas son bien claras pero no son fáciles de reconstruir, de poner en palabras.

Estoy seguro que de editar Pulp Fiction de manera lineal continuaría siendo una película inusual y extraordinaria. Su historia fluye con gracia, es sólida, apasionante, fragmentada, apuesta al espectador en un rol activo, ya no solo como testigo sino como arquitecto de la noción lógica de ese devenir. Los matones Vincent y Jules, la novia del gángster Mia y el boxeador Bucht conducen el hilo central. Honey Bunny y su novio, el dealer, su novia y la amiga, Wolf y el mismo Tarantino son algunas puertas más que colman todo de cine, de una verdad relativa. Esa idea que asevera que una gran película se construye con líneas secundarias de  un distinguido nivel tendría aquí el ejemplo estricto.

Experto en lo que muestra y en lo que deja en off, Tarantino es un asesino de la normativa: introducción, nudo y desenlace y anda a buscarla a adentro. En tanto manipulador, sus elecciones son diferentes, inquietantes, graciosas y perturbadoras: «¿Estos psyco-lumpenes se van a coger al jefe gángster?», se pregunta uno mientras le encajan esa pelotita roja en la boca, llamativa herramienta sado. Sí, ahí está en plano nomás, el psicópata dando y el jefe recibiendo.

Recuerdo la primera sensación al  verla, y la montaña rusa posterior: el cine Rivera Indarte de Flores, las butacas, la zona de la sala donde estábamos, mi novia de entonces y su perfume, nuestras sonrisas entre dientes por lo que estábamos viendo, la textura de su mano que era el ancla al mundo real, aunque estábamos en Los Ángeles de noche con Vincent Vega manejando a pegar heroína. ¡Ese pico y su preparación! El plano detalle gigante, explotando el tamaño de la pantalla de cine de manera consciente y deliberada,  la  cartuchera y el sonido de los dedos sobre el cuero, la jeringa, el brazo, la sangre que entra y se mezcla con la droga en una imagen bella y agraciada para después ir hacia el tracto sanguíneo. Vincent se desploma. ¿En serio estoy viendo esto?

Otro detalle del mundo del ítaloamericano es la identidad sonora de sus películas, que inaugura salvajemente con Pulp Fiction: se ha dicho de todo de sus bandas de sonido, pero la postproducción sonora, articulando y ampliando las herramientas narrativas, suponía una idea nueva. Hasta hoy nadie suena como Quentin, con detalles mínimos que subrayan levemente diferentes instantes.

Y todo es tan fluido, tan divertido que consigue la película perfecta de todos los tiempos en ese tiempo. ¿Tarantino me está hablando a mí? Una película con saltos temporales extravagantes, atípicos, de historias que se atraviesan ¿en un semáforo?, que se trasponen, se rebasan.

El virtuosismo del universo de Tarantino aquí encuentra el paraíso, su espacio, un punto liviano, expresivo y divertido de ver, aunque esté plagado de muertes, de sangre, de lo cotidiano en un mundo hostil para todos sus personajes, que son esclavos indivisibles de una cadena de desgracias, propias y ajenas.

Nadie se imagina una segunda película más impune, que detone los 10 años anteriores de cine, y con tantas o más pelotas que los 20 años posteriores. En 1994 Quentin Tarantino ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes y se volvió, casi de la noche a la mañana, en una especie de fenómeno global. El mundo cambió literalmente después de ese evento que siempre sonó a fín, a prolongación del relato del Nevermind de Nirvana en 1992, que demostraba, entre otras cosas, que los 80s habían acabado.

Magnanimidad formal y placidez narrativa: la inyección de adrenalina, Mia con el rostro vivo y muerto, con una espuma blanca solidificada saliendo lánguidamente por su boca. «¿Dónde va la inyección?», se preguntan Vincent y el dealer, un marcador, una cruz en el pecho, el manotazo y un sonido a cavidad vacía y Mia vuelve bañada en saliva y moco.

Una y mil razones para ir a la sala de cine y disfrutar de una de las grandes películas de la historia del cine. Me gusta que, con el tiempo, Pulp Fiction ocupe un lugar icónico para las nuevas generaciones, que pareciera que siempre estuvo ahí, pero no, un día se escribió, se filmó y se estrenó, y el cine no fue más el que era.

Pulp Fiction (Estados Unidos, 1994). Dirección: Quentin Tarantino. Guion: Quentin Tarantino, Roger Vary, Fotografía: Adrzej Sekula. Montaje: Sally Menke. Elenco: John Travolta, Uma Thurman, Samuel L. Jackson, Tim Roth, Bruce Willis, Ving Rhames, Rossana Arquette, Eric Stoltz, Steve Bucemi, Christopher Walken, Amanda Plummer. Duración: 154 minutos.

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