Octubre de 1980. Noche. Muchedumbre desprolijamente enfilada en la vereda del Ópera. Ningún accidente ni estrelluela desmayada a la vista (son los jóvenes ochenta, algunos mediáticos iban al cole y la mayoría no habían nacido. Mauro Viale todavía hacía periodismo deportivo y Graciela Alfano y Moria filmaban con Porcel y Olmedo), sin embargo una ambulancia estacionada espera frente a la puerta. Es la novedosa promo para el estreno de Noche de brujas, una de terror que promete, según dicen algunos. El director es un tal John Carpenter que sólo esos algunos conocen. Apenas si se estrenó a esa altura Asalto al precinto 13 (1976), con relativa estima más de crítica que de público.
Algunos señalan una ventana en lo alto del cine, muchos miran. Desde allí, como si fuera otro ingenioso artificio de William Castle, asoma medio cuerpo de lo que parece ser un muñeco horrible: otro aporte publicitario bizarro para ir creando clima en tiempos en los cuales hubiera sido muy extraño ver hordas de chiquilines con eso de «truco o treta», así como adolescentes descontrolados bajando cervezas y festejando el San Patricio. En días aciagos de recambio en la dictadura cívico militar era una noche distinta, pintoresca y definitivamente histórica. El cine de horror tomaba una curva definitiva y muchos no lo sabíamos. Estábamos como el Dr. Loomis, en ascuas y sin saber que estábamos indefensos.
A los bifes. Sea quien fuere el director y fuera lo que sea lo que buscaba, cada espectador ávido de cagazos, una vez que –como dijeran los Redondos- tuvimos el boleto entre nuestras manos y nos acomodamos, el plato ya estaba servido en la secuencia de títulos con el leit motiv más enervante de la historia del cine junto al de Tiburón, y el soberbio plano secuencia inicial de cámara en mano que nos implicaba, nos presentaba la historia y, como dijo aquella vieja propaganda, en cinco minutos nos calentaba el ambiente.
A pesar del irrisorio honor de ser considerada junto con Martes 13 (Sean S. Cunningham, 1980) como la mamá de las slasher movies, el logro de Noche de brujas y su persistencia en el tiempo no se encuentra en la sangre, el sadismo o la simplicidad de su trama (niñera acosada por enmascarado asesino psicótico en fuga) sino en el clasicismo bien entendido de la narración, los recursos de la cinefilia utilizados inteligentemente –que no desdeñan tampoco la referencia como marca a fuego en la obra de Carpenter, puntual y casi exclusivamente a Hawks, pero también aquí hay mucho del mejor giallo de los setenta- en un ensamble pocas veces tan ajustado aún en su propia filmografía. Pero guarda, Noche de Brujas transpira tanto clasicismo como creatividad para convertirse en una obra suprema con dos mangos, una calle, dos o tres casas y un camino inhóspito. A tal punto Carpenter mezcla cinefilia con innovación que uno de los no tantos crímenes de la película, donde el asesino Michael Myers se disfraza con una sábana y anteojos, puede tomarse como un verdadero sketch de comedia de enredos, incluido un equívoco telefónico, y destila un humor enfermizo. Si, como gran parte de la crítica lo calificó, el casi inhumano Myers es la personificación misma del Mal, secuencias como esa demuelen toda solemnidad analítica.
Una brisa que anuncia tormenta. A propósito de los no-tantos-crímenes, precisamente y a diferencia del “shock horror” que se desencadenó con mayor furia décadas después y que necesitó sopapear al público con continuos destripes y hectolitros de sangre extinguiendo todo sobresalto genuino, la película de Carpenter mantiene hoy su mayor efecto en el suspense extremo, donde caben otra vez las analogías con la destreza de Spielberg para escamotearnos el tiburón. Simple como contundente lección de Hitchcock: estirar al límite la paciencia y dar el golpe cuando el espectador está con la guardia baja. En Noche de brujas supuestamente las escenas diurnas son las de descanso pero los planos de las veredas y calles del apacible y pintoresco Haddonfield, acompañadas por el soundtrack carpenteriano, hacen que un repentino plano corto de una brisa volando simpáticas hojitas otoñales sea una señal ominosa. Pocas veces ha sido un espectador tan conminado a participar del tour de force del protagonista como en esta película y, como se impone, con mayor vértigo en el duelo final.
Un inolvidable Donald Pleasence como el Dr. Loomis, que busca a Myers para devolverlo al hospicio, hace su entrada al universo carpenteriano que resignificó su carrera y su mirada desorbitada, a la vez que los jeans apretados hasta la cintura y la candidez de la Laurie Strode heroína de esta historia –opuestos a la desfachatez de P.J. Soles, floja de pilchas y víctima preferencial del psicópata- marcaron otro personaje que reutilizaría Carpenter en otro clásico moderno como fue La niebla. Todo esto en el cuerpo de la prácticamente debutante Jamie Lee Curtis, que luego crecería como formidable comediante pero sobre todo como versátil actriz (De mendigo a millonario, Mentiras verdaderas), aunque no tan aprovechada como merecía y hoy en el semi retiro voluntario.
Memorias de un director invisible. La carrera de Carpenter en los 80 se iba a disparar con una seguidilla de alturas sublimes como la mencionada The Fog, Fuga de Nueva York, El enigma de otro mundo, Christine, Starman, Príncipe de las tinieblas y Sobreviven, que se irían espaciando posteriormente y, aún con algunos signos de cansancio, mantendrían su calidad autoral en En la boca del miedo y esa suerte de horror western con olor a Peckinpah llamada Vampiros. La secuelitis luego de la Halloween inicial poco da para rescatar –otra desgraciada moda iniciada en aquella década-, al igual que las pobrísimas remakes de algunos Carpenter perpretradas por neoterroristas del cine en esta última década. En todo caso resta esperar que los dividendos que le caigan a JC por su consentimiento a tal vejación sean para que de vez en cuando pueda embarcarse en un proyecto para demostrarnos que su genio….sobrevive. Pero parece que está más copado con los comics.
Coda. Afortunadamente nadie necesitó la ambulancia del servicio de emergencia de la Cruz Azul. Misteriosamente, nadie logró hallar días mas tarde al muñeco que pendía de la ventana de los altos del Ópera.
Aquí puede leerse un texto de Nuria Silva sobre John Carpenter.
Halloween (EUA, 1978), de John Carpenter, c/Jamie Lee Curtis, Donald Pleasence, Kyle Richards, Tony Moran, 91′.
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Me encantó la nota, sobre todo porque me llevó a 1980 cuando yo arañaba los 17 años y junto con un grupito de imberbes, fuimos un sábado a la noche (trasnoche para ser más precisos), a un cine de Banfield que quedaba sobre la calle Maipú, a media cuadra de la avenida Alsina. El programa era prometedor. Daban Halloween, noche de brujas. Estaba calificada para mayores de 18 años, pero en ese cine teníamos la entrada asegurada porque estaba arreglado con la “autoridad” de la época. La cola llegaba hasta la esquina. Había que estar temprano porque si no corrías el riesgo de quedar afuera, y nosotros íbamos desde Adrogué. Por suerte pudimos entrar. La sala estaba repleta de adolescentes ansiosos de emociones fuertes que esa trasnoche cambiaron el habitual programa erótico por uno de terror. La película nos impresionó demasiado, sin necesidad de muñecos ni de ambulancias. Esa madrugada, cuando volvíamos a nuestras casas, nos imaginábamos que aquel loco de la máscara nos esperaba a la vuelta de la esquina para cocernos a puñaladas. Cosas de pibes. Lástima que no me guardé la entrada de esa noche o el programa que el inflexible acomodador entregaba a cambio de una propina generosa. No hace mucho tiempo atrás, volví a verla en DVD junto con mi hija adolescente. No le pareció gran cosa. Yo le dije: no sabés lo que hizo tu viejo para poder ver esta peli. Ella me hizo un gesto de no entender. ¿Tanto lío para esto?, me preguntó. En fin… Gracias por la nota y por el recuerdo que me generó su lectura.
Mario
Hola Mario! Qué lindo recuerdo, creo que todos tenemos atesorados además de algunos programas, en algún rincón inhóspito de nuestras cabezas, muchos momentos de esos que valen tanto como las propias películas. Gracias a vos por el comentario, abrazo.
Andrés