El origen del humo que afectó a Buenos Aires por el 2008 es, según reza la placa inicial de El cerrajero, de procedencia desconocida. La «teoría» que apunta a la masiva quema de pastizales por parte de los sectores agropecuarios en pleno conflicto con el Gobierno “es una pelotudez”, según dice muy al pasar un personaje de la película. Esta negación coyuntural no sería significativa si no fuera porque no responde únicamente a la voz de un personaje en el marco de una charla liviana entre amigos, sino a la de la propia película, como lo confirma la citada placa del comienzo. Tampoco se percibiría como una omisión malintencionada si no fuera por otro comentario que está más cerca del co-relato opositor en lugar de reflejar el innegable crecimiento económico que Argentina atravesaba por aquel entonces. Uno y otros dichos parecen querer pasar desapercibidos, podrían ser incluso inofensivos si no escondieran (bajadas de) líneas discursivas que deliberadamente anulan el disentimiento.
La banalización de un hecho de tal magnitud real –la quema de pastos en el Delta del Paraná cuyos efectos se extendieron hasta Buenos Aires- pareciera servirle a la película cual cortina de humo para distraer la atención del espectador hacia una serie de sucesos inexplicables, no tanto por la naturaleza misteriosa de ellos sino por la incapacidad de la película para edificar climas que atrapen al espectador o que al menos lo contextualicen en cada fase del relato. La pésima dirección de actores mina cualquier identificación posible con los personajes, incluyendo al protagonista, debido a la notable carencia de matices. Sus rasgos psicológicos parecen estereotipos sacados de una ficción televisiva medio pelo. Sebastián (Esteban Lamothe) bromea con sus amigos igual que como conversa con su padre sobre «temas trascendentales», y cuando atraviesa sus pseudo trances proféticos usa el mismo tono de voz con el que convence a su chica de abortar. En una única escena se sale un poco de la raya, gritándole a una mujer sin sentido alguno y con una línea de diálogo involuntariamente boba.
Con esa misma monotonía transcurre la película, compendio de situaciones resueltas a las apuradas o lisa y llanamente irresueltas. Los personajes y relatos secundarios aparecen y desaparecen como por arte de magia sin que le suman nada al relato. ¿Con qué sentido, por ejemplo, reaparece el personaje de Ziembrowski? A excepción de la subtrama que introduce a Daisy (Yosiria Huaripata) -en quien voy a detenerme luego- las demás quedan reducidas a una o dos escenas sin desarrollo posterior. La excesiva utilización de planos cortos no construye espacios, ni tampoco se recurre a planos generales cuando el protagonista viaja ¿al campo? para visitar a su viejo. Lo mismo da un espacio natural que un monoambiente urbano. Este recurso tendría sentido si la introspección que simula Lamothe fuese creíble.
Cabe preguntarse por qué Smirnoff eligió el 2008 para situar su relato si procura eludir el discurso político, o mejor dicho, por qué la película manifiesta no interesarse en tal aspecto si el relato está plagado de focos de contienda sumamente políticos como el aborto, la inmigración, la pobreza, y el delito como consecuencia de estas últimas dos. Tal vez así elude tener que asumir postura frente a dichos tópicos. Los roles femeninos son transformados en lugares comunes de una simplificación abyecta. Mónica (Erica Rivas) es una suerte de protofeminista (ante la determinación de Sebastián de abortar, proclama su derecho a decidir y deja entrever una vida sexual promiscua, ya que no sabe quién es el padre del bebé y dice haberse realizado otro aborto recientemente) caracterizada como una mujer desaliñada hasta el ridículo, no como señal de la independencia que representaría sino como indicio de la necesidad de ser rescatada por un hombre. Por otro lado, Sebastián refugia en su departamentito a una ex empleada doméstica de nacionalidad peruana a la que conoce en una de las casas que visita y afecta con una de sus revelaciones. Esta mujer queda inmediatamente excluida como objeto de deseo sexual posible -incluso para un tipo “que se las coge a todas”, como dicen sus amigos- o, en el mejor de los casos, representa a un sujeto deseante enternecedor. Además, actúa como si su condición de empleada doméstica respondiera a un rasgo genético en vez de ser una necesidad meramente laboral. Lo primero que la chica pregunta al entrar al departamento es «¿Quiere que le limpie?», y durante la convivencia con el protagonista no hace más que cocinarle y acompañarlo al trabajo cargando su caja de herramientas.
Daisy termina conviviendo con Sebastián escapando de su novio adicto al juego, criminal y golpeador, también peruano. Sebastián, sin embargo, no es un pobre cristiano, aunque el afiche lo rodee de un aura de llaves y algún que otro detalle torpe del relato insista con la idea. Más bien es un paternalista atroz que pretende que los demás se acomoden a sus necesidades o caprichos algo volátiles. En ningún momento cuestiona que Daisy prácticamente lo atienda como a un Rey, se lo ve bastante cómodo con esta retribución lógica por su gesto altruista. Respecto a su chica, el aborto lo plantea él sin siquiera consultar su opinión y le abre todos los caminos para que sea posible, aunque ella insista en pensarlo. Mónica se toma su tiempo, pero termina acudiendo al doctor que él le recomienda. Para que haya un conflicto, al menos uno medianamente interesante en toda la película, decide hacerlo justo cuando él se da cuenta de que quiere tenerlo. Este shock emocional se rubrica con una escena de llanto (¿clímax?) que le transfiere a ella la culpa que sólo él siente. Finalmente, Sebastián le regala a Mónica la flauta que su padre le entregó cuando fue a visitarlo -¿al campo?- como señal de una futura, buena y prominente cosecha.
Aquí puede leerse la crítica de Eduardo Rojas sobre la misma película.
El cerrajero (Argentina, 2013), de Natalia Smirnoff, c/ Esteban Lamothe, Erica Rivas, Yosiria Huaripata, Arturo Goetz, María Onetto, Luis Ziembrowski, Sergio Boris, 77’.
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