vlcsnap-2016-07-29-04h51m01s95Finalmente se estrena Detrás de los anteojos blancos, un documental sobre Lina Wertmüller. Yo solamente he visto las películas que protagonizaron Giancarlo Giannini y Mariangela Melato. Estos dos primeros planos de Giannini son imágenes de Travolti da un insolito destino nell’azzurro mare d’agosto que más fuerte impresión plástico-dramática me causaron. Las películas de Wertmüller eran reconocibles por sus títulos kilométricos, marca de época que muchas alemanas y un par de Leonardo Favio también compartían (tanto Juan Moreira como Amor y anarquía, cuyo título completo era Film d’amore e d’anarchia, ovvero ‘stamattina alle 10 in via dei Fiori nella nota casa di tolleranza…’ ambas de 1973, terminan con protagonistas reducidos al amanecer en los pasillos angostos de sendos puteríos).

Los planos en cuestión están dotados de una irrealidad fabulosa, sobre todo por ese cielo oscuro en contrapicado que contrasta con la claridad de los planos generales. Si fueron filmados en exteriores, no lo parece. En la escena, como en buena parte de la película, hay violencia, una violencia cada vez más atractiva, apasionada, casi folletinesca. La figura del rapto sexual no tendrá nunca fecha de vencimiento, pero los avances jurídicos y culturales en cuanto a derechos de género, y otros logros progresistas imprescindibles, redunda en una corrección representativa empobrecedora. Los que todavía resisten a ella -pienso en Mel Gibson, William Friedkin o Quentin Tarantino pues fuera de la industria estadounidense sólo exploran ese malestar algunos documentos que incorporan a su sistema el goce inherente al espectáculo, como The Act of Killing– dotan a sus imágenes de una ferocidad objetivamente sádica. Nada de eso hay en Wertmüller.

La extensa secuencia en la que Giannini caza a Melato por toda la isla va de planos generales amplios a primerísimos primeros planos, de modo tal que la violencia no duele físicamente porque nunca está tomada desde una distancia figurativa que permita la impresión objetiva clara de las agresiones.

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El efecto sonoro de las bofetadas, además, es el mismo del cine de géneros, de modo que bien podemos pensar a Giannini-Melato como un dúo cómico heterosexual hecho y derecho, acaso más incorrecto hoy que entonces. Dos años después de Último tango en París, Wertmüller parodia la concepción discursiva de la famosa escena de la manteca filmada por Bernardo Bertolucci: impacta menos lo que se ve que lo que se oye.

Es en la palabra donde reside la potencia transgresora, que en este caso implica la toma del poder por parte del proletario que en el yate de la señora era siervo y en la isla patrón. El culo acá también se entrega, pero no es el del hombre, no sangra por la herida ni se lo hace con la pomposidad retórica sin sentido del humor de BB (ni Brigitte ni Bardot, Bernardo y Brando: con Bianca habrían sido multitud, pero Girotti también andaba por ahí), pues la entrega física de nuevo está supeditada a la verbal, que Wertmüller aprovecha para ridiculizar el eufemismo. Cuando Giannini se lo mira a Melato por primera vez no hay subjetiva, y es la propia Melato quien luego le solicita la gracia con eufemismo ridículo (la entrega del culo femenino como muestra de amor da lugar a uno de los momentos inolvidables de Irene, uno de los diarios filmados de Alain Cavalier, que es una elegía).

Se podría afirmar, quizás apresuradamente, que la abundancia de planos cortos es un residuo televisivo. Wertmüller no le hacía asco al medio, realizó una serie para chicos que fue cuestionada por el Parlamento, y hasta compuso un éxito de Rita «nueve reinas» Pavone:

https://www.youtube.com/watch?v=GSWYvqReTH8

Así como Lucio Fulci fue el responsable de este otro hit de Adriano Celentano:

Pero lo cierto es que carecen de la elocuencia que tienen los de Amor y anarquía, fluorescente galería grotesca.

Su exceso es comparable con el del ruido, otra herencia más de Federico Fellini, pero ese ruido suele incluir la diversidad de los dialectos debidamente deformados. En Amor y anarquía hay por lo menos siete, y el viejo que al principio nos hace pito catalán mientras escapa de la justicia seguido por la cámara es una maravillosa criatura digna del circo cinematográfico creado por el director de 8 y medio, película en la que Wertmüller fue asistente. Ese continuo sonoro agudo causado por las mujeres es, por intensidad y duración, más notable que cualquier hallazgo visual de su cine.

También como en Fellini, el bullicio tiene como contrapunto el silencio o alguna serena melodía ejecutada por un solo instrumento. La guitarra desempolva sus cuerdas en ambas, y su uso extradiegético marca la solidaridad con el punto de vista del personaje masculino en Insólito destino, a quien acompaña cuando canta (aquí pueden escuchar Amare ma, de Nino Rota, cantada por Ana Melato, hermana de Mariangela, en Amor y anarquía).

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El cine italiano es fundamental porque repone incluso a través del sonido una materialidad de la que otras cinematografías, y el audiovisual globalizado con cada vez más perfeccionamiento técnico, carecen. Aunque el vitalismo inagotable de Wertmüller puede ser agotador, vale porque la Cultura es una construcción que tiende a la homogeneidad institucional confortable, y eso siempre es peligroso, mortífero.

El desarrollo de la relación de la pareja antagónica de Insólito destino funciona fabulosamente porque es una amalgama feliz entre la dimensión literal de los cuerpos y la alegórica de los discursos. Uno vive con intensidad la historia de amor de ambos y esa palabra -amor- se impone con toda su irresistible amplitud a cualesquiera de las perspectivas con las que aquí fue representada, hasta crear la intimidad a cielo abierto del mito adánico, así como la conciencia de su precariedad.

El estreno del documental sobre Wertmüller -a quien no puedo evitar imaginarla como un alter ego de los personajes de la Melato mezclado con Marta Minujín y Moria Casán- es una ocasión ideal para repasar sus películas, para comparar Insólito destino con la remake que hace no muchos años filmaron Madonna y Guy Ritchie, pero sobre todo para ver otras películas de esas décadas en las que islas y yates fueron escenarios privilegiados de la lucha de clases y sexos, como La cagna, de Marco Ferreri, o La tentación desnuda, de Armando Bo.

Detrás de los anteojos blancos (Italia, 2015), de Valerio Ruiz, c/Lina Werthmüller, Martin Scorsese, Sophia Loren, Harvey Keitel, Giancarlo Gianini, 80′.

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