J.J. Abrams filma lindo, eso lo sabemos todos. Lo viene comprobando hace rato y, en particular, justamente con la primera entrega de este reboot de Star Trek, donde el sentido de la estética de Abrams ayudaba a reforzar un gran guión de ciencia ficción aventurera. Viajes en el tiempo, referencias múltiples y una espectacularidad visual relajante (a pesar de la excesiva y un tanto apabullante utilización del lens flare que Abrams adoptó como sello autoral), para reinventar una saga de antaño a la que nadie apostaba a futuro.
Ahora Abrams nos entrega la secuela de esa gran película, ya siendo el aclamado futuro director de la nueva Star Wars, de Disney, y comprobamos que sigue filmando lindo, que su cine funciona en todo momento, pero que, al parecer, J.J. se aburre rápido de las cosas. Star Trek Into Darkness es una buena película, no tiene falla alguna, su mecanismo narrativo es sumamente eficaz, y está filmada con un gran y original sentido estético que le venía faltando a la ciencia ficción (salvo, tal vez, por los últimos trabajos de Ridley Scott y el sci-fi onírico-académico del prometedor Shane Carruth). ¿Cuál es el problema entonces? Se nota el desgano.
La primera entrega de la saga se sostenía por la frescura de sus personajes, de sus interacciones, y de una cámara que los descubría y se regodeaba en ello. Ahora pareciera como si el bueno de J.J. estuviese haciendo un trámite, mientras piensa en todas las cosas que va a hacer en su Star Wars para volarle la cabeza a la gente. Filma a los personajes con desapego, con desinterés, con una objetividad casi documental (cuál Soderbergh, pero menos cínico) que le juega en contra. La cámara no se interesa por las imágenes que está procesando, simplemente observa.
Entonces nos quedamos con una película perfectamente funcional, disfrutable, pero sin regusto. Ese regusto que nos queda cuando la pantalla nos dice algo que nos llega, algo que entendemos, o que creemos entender, y por esa razón disfrutamos tanto revisitar. Por eso, también, nos damos cuenta cuando hay un robot-autómata tras la cámara y cuando no, cuando las imágenes son sinceras y cuando no lo son. Cuando esa sinceridad o ese anhelo de sinceridad se transforman en arte proyectado, es cuando nace el cine que no nos cansamos de ver. Somos como Rick Deckard en Blade Runner, tratando de identificar los Nexus 6 de la gente común, en este caso las películas robóticas de las películas sinceras. Distinguir el arte del producto. Y cada vez es más difícil.
El problema es que los sentimientos que hay que medir no son los que la pantalla emite, sino los que la pantalla refleja en nosotros. En esa dualidad constante vagan los razonamientos del cinéfilo, buscando la verdad última que se sabe inexistente, pero que, al fin y al cabo, es una verdad propia y personal, una verdad que no se puede compartir, a pesar de que la prediquemos constantemente. Es la verdad más bella, porque el conocimiento absoluto de ella es un placer que se reduce a uno mismo. Creemos conocerla, pero vaya uno a saber qué es, y tampoco importa demasiado. Importa esa búsqueda última del placer, representado por el disfrute personal del arte, y la negación de los engendros que contaminan nuestro imaginario, pero le agregan aún más color por el simple hecho de su negación. Mientras tanto, seguiremos tratando de distinguir a los Nexus 6. Si hay algo que Rick Deckard nos enseñó es que nunca se puede estar seguros, ni siquiera de uno mismo. Star Trek Into Darkness es definitivamente un Nexus 6 y su antecesora no lo era, ¿qué se le va a hacer? Esperemos que J.J. se inspire un poco para cuando tome las riendas de Star Wars y así nos evite otro robot en potencia al que tengamos que interrogar.
Star Trek 2: En la oscuridad (Star Trek Into Darkness, EUA, 2013) de J.J. Abrams, c/ Chris Pine, Zachary Quinto, Simon Pegg, Benedict Cumberbacht, Zoe Saldana, Leonard Nimoy, 131′.
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