Jueves 3 de diciembre: El fin de año nos trae, entre otros regalitos, las nuevas películas de Paolo Sorrentino y Mateo Garrone (nunca pensé que iba a padecer tanto los apellidos italianos). Soporté apenas media hora -y es demasiado- la del primero, acaso por las presencias de Keitel, Caine y alguien que hace del Diego. Como Von Trier, González Iñarritu y Noé, entre otros, Sorrentino es un director de películas ampulosas, vacías, petulantes y pavotas. No sé si Garrone es exactamente lo mismo, aunque sospecho que sí, pero los seis primeros minutos de su Tale of Tales (hablada en inglés) incurren en un error conceptual grosero. Una troupe de artistas trashumantes con trazas de comedia del arte se presenta en una corte que no parece británica (pero en la que hablan en inglés) y, mientras todos se ríen de sus números menos la regia consorte, quien tiene cara de culo hasta que, durante el transcurso de un gag que involucra a una embarazada, la reina se levanta, el rey (John C. Reilly, que da rey tanto como yo doy prusiano) la sigue hasta sus aposentos y la consuela (a la manera de John C. Reilly, se entiende). Inferimos que su malestar se debe a la pérdida de un bebé o a la imposibilidad de concebirlo, pero lo cierto es que mientras la escena transcurre las payasadas de la compañía itinerante son tan estúpidas que uno está tentado de atribuirle la cara avinagrada de la reina a la lucidez de su juicio crítico en vez de a tan grave razón personal. Garrone subestima el arte circense (y hacerlo, especialmente en Italia, es subestimar a Fellini) no esmerándose en montar una representación efectiva y, a causa de ese descuido, confunde la percepción del espectador acerca de los motivos del malestar de Salma Hayek. El resto de la película es insufrible y va derecho al cajón de sastre de los óscares a la dirección de arte más vistosa. Tornatore, en quien también podemos rastrear la confusión entre grandeza y grandilocuencia, es mejor director que todos los nombrados juntos porque es un narrador hábil y privilegia la construcción de emociones.
Sábado 28 de noviembre: La exaltación cinefila de anoche prolonga sus efectos mientras vuelvo de una clase. Ocurrió mientras miraba L’insoumis, que es una de sus causas. En esa película de Alain Cavalier de 1964 reconocí súbitamente a un actor de quien, hasta entonces, no sabía el nombre y recordaba haber visto únicamente en otra película, una de las cuatro más importantes de mi vida. Era el maestro de música de los tres protagonistas de Un corazón en invierno. Ahora lo veía, más flaco pero tan tristemente sereno como entonces, treinta años antes. Su presencia propiciaba la segunda conexión entre Alain Cavalier y Claude Sautet en poco más de un mes después que el primero me sorprendiera despidiéndose del segundo en Le filmeur. ¿Quién era este actor compartido por ambos, figura paterna del triángulo de Sautet, integrante de este otro que apenas aparecía de cuerpo presente pero le disputaba protagonismo a Delon y Massari en la de Cavalier? Maurice Garrel, padre de Philippe, abuelo de Louis.
El «insoumis» del título es un soldado francés en Argelia. Después de la primera secuencia -una escaramuza entre montañas que pocas décadas antes habría sido parte de una película de aventuras colonialista- aparecen imágenes documentales de la lucha urbana por la independencia. L’insoumis es desertor a instancias de un oficial superior -instructores de quienes serían los represores argentinos durante la Dictadura- que lo ha reclutado para actuar clandestinamente contra una abogada. Hay un secuestro, una reclusión que es un repliegue del relato hacia el interior de los personajes, una desobediencia y una fuga tan imposible como la de Sterling Hayden en La jungla de asfalto, de John Huston. Delon está todavía más cerca de Rocco que de Jeff Costello, Massari no será ni pretenderá ser nunca una femme fatale pese a que los hombres se obstinan en buscar a través de ella a La mujer de azul de Michel Deville, pájaro o abeja (reina) que nunca los deja en paz porque, entre otras cosas, los Maurice Garrel que rodean a estos personajes han sembrado, incluso involuntariamente, más preguntas que respuestas en sus vidas.
Unas horas antes de salir de casa encontré una película de Cavalier escrita por Sautet. Cuando vuelva voy a verla. Saber que es un ripeado de VHS aumenta mis ganas de llegar. El olor de los jazmines y el ruido de un colectivo que pasa, collage sonoro de motor, vibraciones de carrocería y llantas sobre el asfalto veraniego son parte de la experiencia, me preparan para la proyección.
Miércoles 11 de noviembre: Kryptonita no es una película, es otra cosa. Me gustó Diablo, que sigue siendo la mejor película de Nicanor Loreti, leí su traducción del libro de Alex Cox sobre el spaghetti western, que demuestra lo mucho que aman el subgénero ambos directores, y no puedo dejar de ver en este proyecto la intención de adaptar al mercado y la cultura nacionales una forma cinematográfica global. Por la vía de una parodia que reconocía la solvencia con que la industria estadounidense adaptó estructuras clásicas a la vez que satirizaba vicios propios y ajenos, los italianos supieron hacerlo con el western y hasta con el big caper, como bien lo demuestra Por un puñado de dólares y, pocos años antes, Los desconocidos de siempre, de Mario Monicelli. Adaptando esas formas originales las nuevas películas ponían en escena el desajuste entre un cine que requería de un determinado complejo industrial y una determinada realidad sociocultural para existir, condiciones económicas e idiosincrásicas que no eran, podían ser, ni sería necesariamente deseable que fuesen, las mismas de Italia. El cine con –por no decir “de”- superhéroes constituye la tendencia dominante del mainstream actual, género o subgénero marcadamente bélico que ocupa las salas de todo el mundo. Según parece, el autor de la novela en la que se basa Kryptonita se ha valido con eficacia de los elementos que la historieta y el cine han sabido globalizar. La expectativa que la película de Loreti parece haber generado en el último festival de Mar del Plata confirmaría que hay público –mercado, fanáticos, consumidores- para un producto de esas características. Porque Kryptonita es, ante todo, un producto, vernáculo pero producto al fin, con ambiciones tan comerciales como Relatos salvajes, El clan y La patota, sólo que dirigido a otro sector del mercado, no menos relevante de aquellos disfrazados de responsabilidad social o realismo trascendente. Una vez vista la película de Loreti no se entiende cómo puede ser que le haya gustado al público que la esperaba, como no sea por el hecho de que la razón crítica no es una prerrogativa del consumidor, quien lo único que desea es hacer efectiva la ingesta de una idea ya inoculada y alimentada en su interior por la expectativa publicitaria y que apenas necesita objetivarse para cumplir con su función.
Porque Kryptonita no sólo no es una película de acción sino que, si me apuran, ni siquiera es una película sino un prólogo, por no decir un boceto, un esqueleto, una manifestación de intenciones que no se concretan nunca pero, como hay un afiche, noventa minutos proyectados en un festival y próximos a estrenarse, unos cuantos actores atractivos, un cómico excepcional y presentación oficial, se afirma en una existencia que no es sino eventual. Si muchos creen en ella, existirá y acaso genere, incluso, que otros directores y productores traten de hacer algo similar y tengamos, finalmente, una o unas cuantas películas y hasta alguna obra maestra, como sucedió con el spaghetti western (aunque hay una incipiente industria audiovisual, las actuales condiciones de producción argentinas no se parecen en nada a las de Italia durante la primera mitad de los 60). Cuando digo que no hay una película me refiero a que, después de los estimulantes primeros quince minutos en los que se plantea la situación –una banda pasará la noche en un hospital del conurbano rodeado de policías esperando que su líder no muera por la herida recibida- y se presentan los personajes –los miembros de la banda, que conjugan súper poderes con estereotípicos rasgos marginales, un médico de guardia y una enfermera paraguaya- nada evoluciona, un monólogo sucede a otro en primer plano (Kryptonita no construye ni invoca el mito, lo recita), el encuadre no explota el espacio (físico ni dramático: la situación es digna de Asalto al precinto 13, hawksiana por antonomasia, pero está desperdiciada), algunos planos de diseño gráfico ilustran -en sentido literal- lo narrado por los personajes, volviéndose redundantes, y prácticamente no hay clímax. O sí, pero no es el que pensamos y coincide con uno de los momentos cinematográficos más poderosos del NK de Adrián Caetano y del post nuevo cine argentino: el beso.
Lunes 9 de noviembre: Finalmente consigo sentir admiración por Otto Preminger (hace unas semanas me pasó algo parecido con Chabrol) después de ver El factor humano. Parece que el consenso indica que sus últimas películas son las peores así que, como esta es la última, o yo no coincido con el consenso o esta película es una excepción a la regla. Supongo que los elogios deberían ser compartidos con Graham Greene (cuyo libro de ensayos La infancia pérdida es uno de los libros que más quiero) y Tom Stoppard, autores de la novela y del guion. Sin la parafernalia de Hollywood, en casas y calles inglesas, con un par de focos, mucha steadycam y grandes actores británicos filma una película narcótica. El ambiente, la época, los espías y la circunspección han sido recuperados por Tomás Alfredson en El topo hace un par de años. Acá también hay un traidor, manipulaciones fatales de vidas humanas y fabulosas manipulaciones del punto de vista, del tiempo y del relato, que no son muchas sino una, extremadamente sutil y efectiva, y aclarada mucho antes del final porque la pericia estructural no se cree más relevante que personajes y espectadores. Su crítica de la ideología es notablemente osada dentro del contexto capitalista de la industria, pues no apunta su artillería pesada contra el aparato comunista. La condición de doble agente se erige, incluso, como una declaración de principios acerca de la libertad, acaso el “factor humano” del título.
Las llagas ya no me impiden dormir, comer ni hablar. Voy volviendo a la «normalidad», regreso a mí mismo, porque durante la enfermedad fui otro, eso que me impedía ya no sólo hacer sino pensar en otra cosa que no fuera eso que me gobernaba desde el cuerpo. Era intolerable y, sin embargo, ahora tendré que lidiar de nuevo con mis pensamientos, que son legión, sin rigor físico que los sojuzgue. “No se lo deseo ni a mi peor enemigo”, pensaba mientras sufría. Ahora que ya no lo padezco, se lo deseo.
Martes 3 de noviembre: Mi boca es un infierno. Lo que parecía ser la segunda angina en menos de tres semanas resulta ser un herpes o algo parecido. No puedo tragar, no puedo hablar, no puedo descansar. Todo quema adentro de esa cueva. Escupo saliva cada diez segundos. Tengo los músculos de la quijada continuamente contraídos. Para distraerme trató de recordar algunas de las ideas que se me ocurrieron mientras miraba películas anoche, ya dominada la fiebre que duró algo más de dos días y llegó a 40° de temperatura.
En Feliz navidad, Señor Lawrence, de Nagisa Oshima, se aporta un dato importante para entender la personalidad del oficial japonés. Fue uno de los jóvenes militares que adhirieron al levantamiento de febrero de 1936 con el fin de restaurar un orden monárquico más estricto frente a lo que veían como una liberalización del país, pero no fue uno de los que lo llevaron a cabo, como sí lo es uno de los protagonistas de Utage, de Heinosuke Gosho, ni tampoco uno de los que se mataron ante el fracaso.
La protagonista de esta película de Gosho de 1967 es una mujer enamorada de un joven militar enamorado, a su vez, de la muerte. Es un militar como podría haber sido un poeta romántico. Ni Gosho ni la película son tan desatados como Oshima y la suya de 1984, menos aún que las que Oshima filmaba a mediados de los 60. Me imagino lo que pensaría por entonces de una producción como esta. Unos cuantos falsos raccords y miradas a cámara en el inicio de la película atrapan la atención. El relato, conducido por la mujer, va y viene entre cierta temporalidad oficial, histórica, y la íntima, que no es exactamente la doméstica sino una más bien psíquica.
El dolor me trae de nuevo al cuerpo. La posada de Osaka, también de Gosho, es más distendida aunque el destino de todos los involucrados sea igualmente infeliz. Hay un protagonista excesivamente noble, acaso otra versión del idiota de Dostoievsky, que supo adaptar Akira Kurosawa, y una lolita inolvidable. Aparece poco y el erotismo de su figura no está ligado solamente a la juventud y la belleza sino también a la pobreza, el desamparo y la fantasía masculina de la mujer indefensa, tanto como a la de su inocencia. El plano general, que no facilita el fetiche como el plano detalle, distingue un sweater y unas trenzas por obra y gracia de la luz y la mirada.
El protagonista trabaja en una compañía de seguros, así como Tom Hanks empieza discutiendo por una póliza en Puente de espías, lo que pone al resto de lo que veremos en la película de Spielberg bajo la sacrosanta dimensión simbólica de la doctrina de seguridad nacional estadounidense.
Me acerco a la computadora para seguir controlando la descarga de Veo desnudo, de Dino Risi, con Nino Manfredi. La rigidez de la boca no impide –más bien facilita- que me muerda la lengua. Tengo cinco ampollas en la mano izquierda y una en los huevos. Las ráfagas de viento hacen flamear el jean colgado en el balcón; va a secarse antes de que empiece a llover. Me pica la muñeca derecha, no descartó que aparezca otra ampolla. No tengo ninguna en los pies y eso me llama la atención porque la Herpangina también se llama Enfermedad de boca-manos-pies.
Viernes 16 de octubre: ¿A dónde se fue el tiempo del asombro, / el cuerpo sin edades, la creencia? / Ya soy un hombre sólo hecho de ausencia, / un testigo, una cabeza sin hombro.
Jueves 15 de octubre: Por menos de una noche jamás tuvo una mujer y eso fue su arte, andar sin apuro en el hembraje. No cualquiera se quedaba a nochear en el quilombo, a oír el canto de la calandria abrazado a una mujer. Para él fue costumbre. Después, se iba a refrescar con el agua de la bomba, a oír el silencio de la casa, a esa hora en paz como un convento. En la higuera ya estaban alborotando los pájaros, y en las calles, señores, que antes eran de tierra, ya se oían los carros que iban para el matadero. (Elegía para una yunta brava, Pedro Orgambide).
El viejo que ocupaba una de las mesas, acaso desde antes incluso de que el bar existiera, le propuso a mi hermano un acertijo mientras dibujaba con sus dedos una curiosa figura:
– ¿A ver si adivinás los tres tangos de esta mano?
Una vez que hubo saboreado el silencio del interlocutor convenientemente extendido por su renuencia a rematar el enigma con demasiada prontitud agregó:
– El dedo de arriba es “Derecho viejo” y el oblicuo, “Cuesta abajo”.
Mientras el viejo ponía y sacaba del triángulo el dedo índice de la otra mano, con una sonrisa pícara que los años no atenuaron, nombró el tango faltante:
– “¡Qué falta que me hacés!”.
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