1. Recién salgo de ver Puente de espías, una muestra más de la mediocridad habitual de Steven Spielbierg cuando usa a la historia de contexto. Sin el amparo del género, su mirada sobre la realidad y la ideología es tan básica como la de quien tiene al cine y a los géneros como exclusivo horizonte cultural, pero no se vale de esas herramientas con el hedonismo de Brian De Palma o el materialismo de John Carpenter.
Tom Hanks no me disgusta por completo, pero sí lo hace la tipología Hanks-Spielberg, esa construcción conjunta. La frente arrugada, como la de esos perritos cuya raza ignoro, define iconográficamente su condición (de lobo disfrazado) de mascota. El Tom Hanks con el que el cine de Spielberg puede ser en buena medida identificado es el de Big, que aquí se llamó Quisiera ser grande, eso que Spielberg nunca llegará a ser. En cambio, ha llegado a ser poderoso sin grandeza.
Tom Hanks, con Spielberg en particular, es un avatar más del «hombre bueno ‘americano’ » (no me alcanzan las comillas para referirme a la cantidad de eufemismos de los que Puente de espías y el cine todo de Spielberg hacen gala), que reúne astucia y bonhomía en proporciones justas, un arquetipo moral que no se presenta como arquetipo, en cuyo caso sería un súper héroe, sino como alguien común y corriente, casi un estereotipo del bien. El cine “serio” de Spielberg es el reverso civil y bien pensante del mainstream actual, súper heroico (que suena a superyoico) y bélico, también creado por Spielberg.
Lo verdaderamente suyo es la aventura, género regresivo – y encantador- por excelencia pues se obstina en recuperar la infancia. Lo que me sorprende es que sus infantilismos a la hora de hacer cine político sean el norte ético de varios intelectuales, pero esto tal vez tenga que ver con las academias.
Spielberg y su cine son la encarnación ostentosa de todo aquello que puede ser instituido. Si su Lincoln es más Lincoln, incluso, que el de John Ford, amén de que 80 años después de que aquel lo filmara la democracia liberal estadounidense, aquello que enarbola como modelo institucional, ya no es lo que era y devino, si no lo fue siempre, en coartada legal del imperialismo (audiovisual, entre otras cosas).
Sus películas son algo así como la versión fílmica de las Selecciones del Reader’s Digest. Opinan y bajan línea todo el tiempo, pero son corteses y amenas. Eso no es ser un gran narrador, sino un comentarista, cosa que hace siempre con la música. Esa visión limitada lo hace quedar de a pie cuando ambiciona relatar la historia.
Y termina siendo limitada también en sentido estético-político porque no registra la existencia de la modernidad en el cine. Por eso Truffaut es el representante de la Nouvelle Vague en su cine (su cameo en Encuentos cercanos del tercer tipo, la matriz de Atrápame si puedes), vale decir el más convencional (por más encantadoras que sean sus películas) de todos ellos, en tanto Godard es quien está detrás de Carpenter (El príncipe de las tinieblas). Sin negar nunca la naturaleza institucional del cine estadounidense como espectáculo, Carpenter filmó siempre con deliberada opacidad y renuencia a la institucionalización. Eso es pensar el cine incluso mejor de lo que el cine, especialmente en el contexto en que él lo realizó, se piensa a sí mismo y de lo que muchos de sus consumidores piensan, cuando lo hacen.
Munich me había gustado cuando la estrenaron, pero no volví a verla desde entonces. En el recuerdo me doy cuenta de que adolece de estos males, pero sospecho que la violencia (en la anécdota) y la grosería formal (el famoso montaje paralelo) la hacen más interesante que Puente de espías, sin ir más lejos, en los que transmite una visión incruenta de la vida. No estoy a favor de la violencia en sí misma, sino de la represión institucionalizada (los personajes de las películas serias de Spielberg son individuos sobreadaptados al sistema) y el doble discurso que revela cuando aparece. Cuando se filtran sus oscuridades surge algo, aunque más no sea mínimo, de verdad. Porque el cine de Spielberg es una mano de pintura moral esparcida sobre todo asunto o persona que trate. Acaso impecable, pero fresca, demasiado evidente.
2. Yo creía que Marlen Khutsiev era una mujer. Oí hablar de él muy poco después de haber aprendido a bajar películas. El sitio que frecuentaba tenía dos disponibles y no sé por qué me decidí a bajarlas. Tal vez influido por Ascensión, de Larisa Shepitko, una cineasta rusa. Tengo veinte años, según el título internacional en inglés, fue la primera que vi. La vida de unos jóvenes en Moscú a principios de los 60 es uno de sus temas y la abstracción musical de las sinfonías fílmicas de ciudades filmadas por las vanguardias durante la década del 20 una de sus formas, equilibrada con las del relato coral de personajes en el que los procesos de identificación y la continuidad narrativa propician el anclaje afectivo pero sin rigidez. Aunque no pasa demasiado tiempo en las vidas de los protagonistas la película tiene el aliento de los grandes relatos, de las novelas río que, en algo como esto, bien podría cambiar ese nombre por el de películas mar. El agua de las multitudes en el curso ancho de la gran ciudad imperial y comunista fluye fabulosamente. Gracias a lo poco que hay en internet sobre ella y sobre su director pude confirmar que en ella se tensaron los tiempos del deshielo y la reacción temerosa del aparato burocrático contra su libertad, fuerzas en conflicto que se advierten y fascinan, sin impedir, por ejemplo, que la corrupción institucional aparezca en el horizonte ético de un personaje, al que condiciona. Sobre el final hay una reunión de jóvenes en la que Khutsiev reunió a los artistas más inquietos y brillantes de la época. Entre músicos y poetas aparece también Andrei Tarkovsky antes de La infancia de Ivan, improvisando un paso de comedia y recibiendo una bofetada.
Varios años después vuelvo a ver otra película de Khutsiev. Es una de las primeras y, como la opera prima de Aleksei German, fue codirigida. Se llama Primavera en la calle… y cuenta el amor que una maestra recién recibida despierta en un obrero de provincias. Cierto aire ideológico institucional la recorre, de igual modo que a buena parte del mejor cine estadounidense clásico, y es tan deslumbrante como él. El aire es tan protagonista como la luz, la nieve y el agua. Hay una plenitud de los sentidos que se vincula tanto a la experiencia estética (el encuentro en que la maestra le da la espalda al obrero para escuchar en la radio a Rachmaninov; las menciones a Lermontov y otros escritores) como al desarrollo industrial pesado (la visita a la siderúrgica compite en belleza con la metalúrgica bailable de Los novios, de Ermanno Olmi). Y una lógica anclada en los movimientos en profundidad. Campo y contra campo se dilatan poco menos que indefinida y continuamente gracias a zooms in y zooms out, acercamientos y retrocesos de la cámara. Un grupo de jóvenes, acá también, son la pujanza soviética, si se quiere, pero no privados de individualidad, y atravesados por las contrariedades, en este caso, de la edad, por las pasiones que el clima exterioriza dramáticamente sin las viscosidades más oscuras -«burguesas»- del melodrama, sin sus derivaciones trágicas. Esta detención de la puesta en escena ante esos abismos no parece obedecer únicamente a la razón institucional y censora del sistema que la prohija sino también a la lírica de lo efímero atenta a enaltecer la plenitud del instante y de su captura cinematográfica, más conmovedor aún en tanto que brilla en el contexto de un relato, al que subvierte u opaca cuando acontece. No como ahora, que todos filmamos todo y entonces nada se distingue.
3. Así como prácticamente no aparece el mar en los western (hasta en eso Marlon Brando fue excepcional con El rostro impenetrable, la única película que dirgió), no estoy acostumbrado a ver hombres de caballo con mar de fondo en el cine argentino. Hace casi una década me sorprendió Donde comienzan los pantanos, de Antonio Ber Ciani. Ahora, que he vuelto a verla, estoy encantado por ella. En la foto, detrás de los gauchos que galopan los médanos del Tuyu, el mar nuestro, que sigue esperando por los cineastas que filmen sus mitos.
Curiosa relación de planos. A la izquierda en ambos, inmediatamente sucesivos, está el cantor Alberto Gómez. Su mirada en el primero hace esperar el contraplano, pero a ese le sigue uno general que lo incluye y pone en discusión la idea de continuidad temporal para sugerir la de contigüidad. El segundo plano bien puede corresponder al mismo espacio-tiempo del primero desde otra distancia. ¿Jump cut involuntario?
– ¿Cómo era que se llamaba?
– Paloma.
– Lindo nombre pa’arrullarla.
Pero ese nombre, además de lindo para la chanza, se adivina significativo. Para ella, extranjera encontrada en el puerto y criada por una vieja criolla medio curandera, ese nombre es flamante porque un cura acaba de bautizarla. Cuando un gaucho llega a la esquila cantando una letra de Catulo Castillo con música de su padre que dice «qué lindo es volver / trayendo un querer / vamos, paloma», y se fija en ella sin saber aún cómo se llama, uno tiene la certeza de que esa coincidencia es otro nombre del destino, también llamado fatalidad. A él le dicen Gavilán. El diálogo anterior recuerda el chamuyo con que Edgardo Suárez se levanta a una chinita en Juan Moreira, de Favio:
– La felicito… por los patitos. (Truenos y relámpagos). Santa Rosa ¡qué inoportuna! Se viene el agüita.
– Tal vez le lave los pecados.
– ¿Quéééé?
– Los pecados.
– ¿A mí? Ni el deluvio, mi chinita.
Por sí solo este plano de los cangrejos de Samborombon es fascinante. Aún más en medio de un melodrama, vueltos agentes de la naturaleza desaforada cuya amoralidad es el Mal para la mirada humana de la que son objeto. En el contracampo hay una mujer que mira ese paisaje delirante. Más que una subjetiva física, la relación entre uno y otro plano propone, gracias a un tercer elemento fuera de campo, una imagen mental intolerable. Luego los cangrejos y la cara de la mujer que los miraba formarán, gracias a un encadenado sostenido, una tercera imagen afín al surrealismo que aludirá a esa otra que he nombrado sin describir porque la película no muestra nunca. Representarla hubiera significado entrar en el terreno de la explotación. Donde comienzan los pantanos (Antonio Ber Ciani, 1952) es una de esas películas que confirman que el canon del cine clásico nacional permanece abierto.
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Shar peis se llaman los perroarrugados
Guarda concomentar sinrespetar los espaciosquenosentiendenada. Abrazo grande, Horacio.