Una de las múltiples y dispersas razones por las que me gusta tanto Mr. Turner es por el inesperado y amoroso detalle con el que retrata los diferentes pasos y procesos artesanales que involucra su trabajo. Al principio de la película, cuando Turner está volviendo de los Países Bajos, la primera escena en la que vemos a su padre (figura clave de la película, corazón emotivo) es cuando va a un negocio a comprar diferentes pigmentos para su hijo. Mientras compra y pregunta por tonos y precios, charla con el vendedor, quien le pregunta si su hijo está de vuelta.
Habíamos visto a Turner en el primer plano pintando a lo lejos, en una imagen iconográfica, pero el verdadero primer contacto que tenemos con el personaje se da a través de su padre y a través de este, a través de las tareas rutinarias que hacen a su trabajo. Turner, más allá de un gordito simpaticón y levemente asqueroso, es un pintor. Y un pintor, antes que inspirarse, alcanzar las altas esferas del espíritu humano o plasmar vaya a saber uno qué cosa sobre un pedazo de tela, tiene que preocuparse por conseguir los pigmentos que necesita para formar los colores con los que va a trabajar. La atención que se le presta a esos pigmentos en Mr. Turner es fundamental y no se da únicamente en esa primera escena: más de una vez vemos a lo largo de la película a Turner o su padre preparando la pintura con esos pigmentos, mezclando, embarrándose las manos de colores para conseguir la materia de la cual se componen sus cuadros. No hice la comprobación, pero me arriesgaría a decir que en Mr. Turner hay más tiempo de metraje dedicado a los pigmentos y colores en proceso de elaboración que el dedicado a ver a Turner pasar sus pinceles sobre una tela para pintar una de sus obras. Esa dedicación está cerca del corazón de por qué Mr. Turner es una gran película.
Cada vez me resultan más fascinantes aquellas películas que saben dedicarle (y lo hacen con placer) tiempo a los diferentes procesos que hacen al quehacer de sus protagonistas. No se trata de ningún tipo de ejercicio simbólico o de una cuestión formal: los planos suelen ser bastante neutros, con predominancia de planos detalle, a veces con un montaje más o menos rítmico pero esencialmente neutro en el transcurrir de la película. No están puestos para llamar la atención y supongo que normalmente no lo hacen. Tampoco cumplen una función narrativa inmediata porque, como sabe cualquier espectador medio, basta con que un personaje diga: “Ahí viene el Sr. Turner, es pintor” para que incluso quien no conocía su figura histórica comprenda cuál es su profesión y siga adelante con lo que se nos está contando.
Sin embargo, cuando en una película ocurre alguna de estas secuencias de trabajo algo ocurre. Algo, en definitiva, un tanto opaco.
Recuerdo que hace no muchos meses estaba viendo una película y de pronto me encontré pensando qué era lo que me resultaba tan fascinante de los planos que veía: rodillos que giran a gran velocidad, placas que se mueven, el trabajo semi artesanal de una imprenta clandestina. Mauro, una película cargada de hallazgos y probablemente también de problemas, le dedica una cantidad inusualmente larga de tiempo al proceso por el cual su protagonista y otros personajes a su alrededor imprimen billetes falsos.
¿Era importante saber cómo se imprimen billetes? ¿Acaso Mauro busca ser una especie de guía clandestina/anarquista para enseñar cómo fabricar uno mismo su propia plata? ¿Hay alguna condena o secreta admiración por el quehacer de su protagonista? Es difícil saberlo; los planos, su precisión, entierran esas secuencias en una profunda ambigüedad técnica.
Más allá de la voluntad de narrar o describir, algo en los planos de falsificación de Mauro parece apuntar a ciertas ideas transversales, un cierto registro documental. Algo en el cuidado, en la atención, revela la voluntad de registrar aquello que compone el mundo.
Pero así como la voluntad de registrar los procesos de trabajo contiene cierto componente documental, la realidad es que la mayoría de los documentales no se encarga necesariamente de este tipo de procesos. Así como una ficción puede narrar las acciones y las características de un personaje o un espacio sin mostrar sus minucias y simplemente con nombrarlos, el documental hace lo mismo. Más allá de la recurrencia a la palabra y a los testimonios chatos, no siempre el documental sabe doblarse y dejar entrar en sí aquellos procesos que le son ajenos.
Hay, por supuesto, grandes documentales y grandes documentalistas que trabajan estas ideas. Se puede pensar en toda la obra de Frederick Wiseman, aunque sus procesos suelen ser más institucionales y humanos que artesanales, pero la idea podría ampliarse también.
Pienso en los documentales mudos de Joris Ivens: El puente, esa película maravillosa, no es más que el registro de un puente levadizo y sus diferentes acciones y movimientos. Incluso en una película por encargo como Philips-Radio vemos esa misma esmerada atención al detalle, al cuidadoso (y maquinal) profeso de fabricación.
Un poco más acá, Hacerme feriante encuentra muchos de sus mejores momentos cuando su cámara se entrega a los diferentes procesos de producción artesanal/en masa que se llevan a cabo en La Salada. Quien llevó hasta el desquicio esa atención al proceso fue Pedro Costa en Ne change rien y Ougitvotresourireenfoui?, una con la música y otra con el cine.
Más allá de la categoría de lo documental, la atención al detalle tiene que ver no con un registro de lo que necesariamente es (el negocio de pigmentos de Mr. Turner no existía hasta que alguien del equipo de arte de la película lo armó) sino con una voluntad, una cierta forma de narrar. Lo importante no es tanto lo que se pone frente a la cámara (y, por tanto, su categoría documental) sino la forma en la que se usa esa cámara para articular sentidos.
La atención y el detalle puestos en los diferentes procesos a los que se ponen las personas para hacer algo importan en la medida en la que le permiten a una película incorporar formas que le son ajena. La estructura de esa narración técnica sigue una lógica que le permite a la estructura de una narración simple absorber otras formas, volverse menos lisa y más porosa, adaptarse a tiempos concretos, a secuencias que deben seguir un orden y no otro, a un rigor que no tiene que ver con los sentidos psicológicos a los que se entrega la gran mayoría el cine.
Recuerdo pocas películas que le dedicaran tanta atención y minucia al trabajo como esa maravilla que es Un corazón en invierno. Casi toda la película de Claude Sautet es, básicamente, una descripción hasta el microdetalle del quehacer que lleva a cabo Daniel Auteuil como lutier: el cuidadoso y delicado trabajo para arreglar y fabricar instrumentos de cuerda. Parecen infinitas las escenas en las que lo vemos trabajar, estudiar, analizar, conversar, enseñar y dar vueltas en torno a ese trabajo riguroso, minúsculo, preciso y aislado al cual se dedica con devoción casi completa.
Junto al trabajo de Auteuil se desarrolla otro trabajo: el de Emmanuelle Beart, una violinista que está en medio de un proceso de grabación cuando tiene que pedir la ayuda profesional de Auteuil. El trabajo de Auteuil habilita el de Beart en la medida en la que su trabajo es el que da forma al instrumento del trabajo de ella. Pero una vez que ella recupera su violín, comienza el proceso de su quehacer: ensayar, tocar, repetir, estudiar, grabar, volver a grabar, dudar, estudiar, sufrir, seguir sufriendo, trabajar.
Es en torno a estos dos trabajos que se desarrolla (como una filigrana cuidadosamente elaborada) la trama de esta película que casi esconde su trama en favor de un retrato detallado y frígido de sus personajes.
Sin importar la categoría, la trama, el tono de la película, la atención al proceso -al detalle, al trabajo- la asocia a formas diferentes. La obsesión por el detalle de lo que se hace con las manos, por las pequeñas piezas que terminan por componer algo mucho mayor, se relaciona no solo con una curiosidad, con una cierta forma de investigar el mundo, sino fundamentalmente con una cierta forma de amor hacia lo filmado, una curiosa entrega del cine hacia las profesiones que le son ajenas, una forma de inmolarse y dejar de lado las construcciones fáciles de sentido, las narraciones aéreas, abstractas, verbales, para adentrarse por caminos áridos, minúsculos, refractarios. ¿Qué cuenta la forma en la que se mezclan pigmentos con aceite para formar pastas? ¿Qué sabemos que no sabíamos antes de ver las máquinas, tubos, placas y tinturas con las que se fabrica un billete? ¿Qué nos revela sobre el corazón del protagonista de una historia de amor la distancia y la curvatura del puente de un violín?
Esos detalles componen algo. Dicen cosas transversales. Esos detalles hablan de la composición del mundo y el mundo es el lugar en el que las líneas se multiplican, los tiempos se dilatan y concentran. El mundo es donde viven las historias pero es aquello que no puede ser contado. Al dejarse atravesar, al abrir esos filamentos de trabajo, el cine se abre a ese espesor. Esa es la forma en la que el cine puede amar el mundo.
Aquí pueden leer un texto de Marcos Vieytes y otro de Juan Rearte sobre Mr. Turner.
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