1. No hay nada demasiado sorprendente en Al final del túnel. Se trata de una película industrial, protagonizada por dos actores convocantes, cuyo director no se ha apartado demasiado de los parámetros del cine mainstream. Su historia abreva en una especie de subgénero del policial: las películas de robos de bancos. Hay algunas elecciones estéticas que la ponen en contacto con el cine de terror -las tonalidades ocres, la recurrencia a espacios cerrados como los sótanos, la iluminación marcada por sombras y contraluces, incluso un par de apariciones de la niña refieren a ciertos tópicos del terror-. Pero en sí, nada que se aparte de las convenciones, incluso en ese cruce de géneros.
Pueden señalársele algunos subrayados y forzamientos innecesarios que debilitan su devenir plácido por el convencionalismo. Quizás sea una exageración, pero la película de Rodrigo Grande puede ser considerada conservadora: no hay un intento de innovar ni de correr, siquiera de explorar, las fronteras narrativas o estéticas del cine actual. Y no está mal: la película es honesta con el espectador que va a buscar una historia de ladrones de bancos y poco más que eso.
Entonces, ¿cuál puede ser el interés de hablar/escribir sobre una película que en principio no parece aportar demasiado al cine argentino de este año?
2. Un primer elemento que genera curiosidad es que la película repara en los cuerpos. No como objetos de exhibición, sino a partir de detalles que los diferencian. Marcas en la piel de un personaje -la extensa quemadura de Galereto (Pablo Echarri) en su cuello- que no tienen una función en el relato. O que marcan una limitación. No solamente el personaje principal, Joaquín (Leonardo Sbaraglia), condenado a la parálisis de sus piernas y a la silla de ruedas. También la niña, Betty (Uma Salduende), que lleva un tiempo de mudez sin motivo aparente. Y hasta el comisario Guttman (Federico Luppi) con su bastón para poder mantenerse en pie. Personajes lisiados, incapacitados de responder con la totalidad de su cuerpo al mundo que los rodea.
Es cierto, no todos los personajes padecen esas limitaciones. No las hay en la cuadrilla que construye el túnel. Ni tampoco en Bertha (Clara Lago), contraposición explícita de Joaquín: bailarina en un club nocturno, es todo cuerpo y movimiento. Pero en ellos, el descubrimiento de la traición los lleva al territorio de los otros: el chileno al que descubren enviando un mensaje por celular termina atado, con un destornillador clavado en su pierna y finalmente con un pico clavado en la cara, en una sesión de tortura visualmente gratuita; y a Bertha, cuando Joaquin descubre su relación con la banda de boqueteros, se la mantiene dormida y atada a la cama. El cuerpo inmóvil, quieto, limitado, ya no puede traicionar: ahora es un cuerpo vigilado que ha perdido libertad, o directamente, la vida.
En el protagonista la pérdida de movilidad ha generado como contraparte una sensibilidad mayor. Su universo sonoro se expande a la par del universo visual: si un sótano puede parecer un espacio aislante y el personaje está limitado en su movilidad para acceder al mundo exterior, la mediatización jugará un rol de intermediario eficaz. Joaquin ausculta la medianera de su casa, como hace con los discos rígidos que repara, para detectar qué hay del otro lado, qué falla en el sistema. Escucha a través de los micrófonos -el que conecta a la pared, el que coloca en el collar de su perro- todo aquello a lo que no puede llegar. Pero también mira -como cuando intuye a través del techo de vidrio los pasos de Bertha en la planta alta- con la pequeña cámara que atraviesa la pared, lo que ocurre del otro lado. Escuchar, registrar, ver: Joaquin construye un dispositivo que lo saca de la inmovilidad física para convertirse en presencia constante y móvil en lo que ocurre en la tríada de construcciones en las que se cifra el relato (su casa, la de al lado y la sucursal del banco).
Entonces, el robo del banco se convierte en un elemento secundario, en tanto deja de importar su concreción, y empieza a tomar protagonismo la idea de que todo el relato gira alrededor de los cuerpos y la amenaza que se cierne sobre ellos. La sensación de claustrofobia que aumenta la limitación de Joaquín en cada uno de sus descensos al túnel (no es casual que lo que siempre ve Joaquín en el extremo del túnel son piernas que se mueven, aquello de lo que carece). La invasión del agua que amenaza la vida de los que están en el túnel o en la bóveda del banco. El enfrentamiento final entre los sobrevivientes de la banda y Joaquin. Situaciones en las que los cuerpos son puestos a prueba en su capacidad de sobrevivir.
3. Entonces, ¿qué dicen esos cuerpos limitados y amenazados? Si en algo coinciden todos los personajes del relato es que son desplazados del sistema. Tullidos, impedidos de hablar, con marcas del pasado en su piel, con limitaciones para moverse los unos. Y los otros, un compendio que reúne a una bailarina de un club nocturno, una lesbiana y un grupo de inmigrantes -españoles, chilenos-.
Esos personajes no son más que mano de obra de lo que no se ve. Lo que no se ve es el poder establecido en esa lista de cajas de seguridad que no se pueden tocar y que prolijamente marcan para no abrir. Lo que no se ve incluso está más allá de Guttman, quien solo parece ser el lazo que une a dominadores y dominados, y de allí hasta resulta lógico que el robo sea en una sucursal de un banco en un suburbio, en la proximidad de las navidades: la imagen del poder del dinero se desvanece, el banco se transforma solo en un edificio, los narcos, los empresarios, los poderosos que depositan su dinero y sus objetos de valor son solo una marca en una caja de seguridad. El cuerpo en esos personajes, es la marca de un sistema que los repele porque su capacidad está limitada. Sistema que los condena a los sótanos y los túneles, a poner el cuerpo, a arriesgarlo y a encarnar de forma contundente la idea de la supervivencia del más fuerte -o del que sabe usar mejor la astucia, que es lo que hace la diferencia entre quienes tienen una limitación física-. Personajes que, a fin de cuentas, solo están peleando por las migajas de los otros.
Por eso, los lazos de unión son transitorios y lo que prima es la traición porque los intereses, a fin de cuentas, en el capitalismo, no son colectivos sino individuales. Saben esos personajes, esos cuerpos, que la supervivencia no está dada por la respuesta colectiva, sino por la manera en que administren sus recursos y potencialidades individuales. Pero de la misma manera, no parece casual que los sobrevivientes sean los que restablecen lazos que perdieron antes o durante el relato. Puede pensarse que se trata de una solución conservadora, y seguramente lo sea, pero en un territorio hostil , de lucha permanente, hasta la familia puede constituirse en el único refugio posible.
No se postula aquí que Al final del túnel sea una película crítica de la sociedad capitalista, sino que existe en ella una serie de componentes que revelan la existencia de una mirada sobre un grupo de desclasados como cuerpos presentes, como mano de obra de otro grupo que permanece ausente, y que en esa invisibilidad revela en qué terrenos se juega la lucha por la supervivencia.
4. El otro punto tiene que ver con la circulación de la información. Todos los personajes tienen algo que ocultar. Y lo mejor que hace el relato es despreocuparse de ello, incluso en el final. Se intuye en Joaquin su pasado en el auto abandonado y destruido en los fondos de la casa, en el tobogán para niños cubierto por las plantas. Se advierte en Guttman por su interés por rescatar unos papeles de una caja de seguridad que nunca sabremos de qué tratan. Acierta la película en no ahondar más allá de esos detalles que no dejan de ser anecdóticos. Por esa misma razón es que molesta la escena en que Joaquin hace escuchar a Bertha la grabación de Betty hablándole al perro: si la revelación resulta necesaria para el final de la película, no lo es para el espectador, que no necesita saberlo y le alcanza con intuirlo.
Por otra parte, la resolución de la película, más allá de los componentes de acción, trabaja la idea de la verosimilitud. Joaquín construye en ese momento, un relato que le permite confrontar con los sobrevivientes del grupo de ladrones, aún en inferioridad de condiciones. Lo importante es que utiliza la información de la que dispone, a partir de lo que ha visto y escuchado gracias a la cámara instalada en la pared. Esa escena no solamente demuestra cómo el poseer la información es un elemento de poder, sino también cómo su uso es crucial a la hora de “convencer” al otro. Porque a fin de cuentas, el relato, aunque construido en base a informaciones verídicas, es falso: lo que no es real son las relaciones que establece el emisor y los agregados que funcionan como conectores. Al partir de datos que el receptor reconoce como verídicos -por tratarse de detalles que solo conocen los tres miembros del grupo-, se construye un relato verosímil. Y ya no importa si lo que se dice que ocurrió es real o no, alcanza con que lo crea quien escucha. Se me ocurre que a muchos directores les vendría bien revisar esa escena para entender las diferencias que existen entre la verosimilitud y la verdad o la realidad en un relato de ficción.
Al final del túnel (Argentina-España, 2016), dirigida por Rodrigo Grande. Con Leonardo Sbaraglia, Pablo Echarri y Clara Lago.
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