I. Para decirlo sin vueltas: Cinema Paradiso es una película excepcional, un clásico industrial como Casablanca (*), otra película perfecta por la que uno se deja llevar de principio a fin. Hace tres o cuatro meses encontré la versión de tres horas que el director dio a conocer poco tiempo atrás, la compré y la vi a pesar de las altas probabilidades de que el cariñoso recuerdo que guardaba de ella se opacara. Fue una de las películas que más alquilé y miré, solo y en familia, y una de las primeras que grabé, para lo cual debía alquilar otra videocasetera durante un fin de semana, comprar unos cuantos videos vírgenes y después sacarle fotocopias color, por entonces a un precio prohibitivo, a las carátulas que algunos videoclubes sólo me cedían si les dejaba el DNI de seña. Cinema Paradiso también era una película para llorar y conseguía que lo hiciéramos. Lo sorprendente fue confirmar que con buenas armas retóricas. Hablar de golpes bajos es desviar el asunto hacia el terreno de la descalificación moral más conservadora, casi siempre solamente útil para disimular la represión emocional que mucho ha tenido que ver con el desprestigio crítico de esta y otras películas, posiblemente también una de las causas de la distancia que puse entre ella y yo durante el tiempo en que me acerqué a la crítica, aprendí algunos de sus rudimentos y no pocos vicios, y fui más o menos permeable a la dimensión de autoridad de su discurso.
También es cierto que para entonces había gastado la cinta de la videograbadora de tanto mirar esa película protagonizada por un personaje ciego que reunía lo mejor de un padre, un tío gamba y un abuelo, y que además oficiaba como encarnación del cine o mediador entre él, un chico y la vida cotidiana. Para alguien como yo, que depositaba en las películas buena parte de sus esperanzas incluso sin saberlo, vivía dentro de los límites de ese pueblo chico de la fe que era la religión en la que me habían estrictamente criado cuyo norte de salvación era el advenimiento de un nuevo orden llamado Paraíso, y tenía un abuelo italiano igual de inteligente, afectuoso, laburador y travieso que el personaje de Philippe Noiret en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, esa película no podía funcionar de otra manera que un espejo, y quizás mi generación sea una de las últimas en tener contacto directo con los inmigrantes italianos y españoles que bajaron de los barcos a principios del siglo XX trayendo consigo una combinación de restos vivos de culturas rurales arcaicas, incipientes inquietudes propias de la ilustración y una saludable cuota de anarquismo. Además estaba la relación del cine con la sexualidad legislada religiosamente (el catolicismo de Cinema Paradiso es el jocoso, pantomímico y conservador de Don Camilo, sin lugar para los comunistas pero tampoco sin profundidad teológica ni oscurantismo) y la idealización de la mujer, en la que jugaba un papel fundamental la diferencia de clase, aunque por entonces yo no lo supiera.
Volví a ver apenas dos planos de esta versión que agrega su hora de metraje adicional sobre todo en el último tercio, coincidente con el regreso del protagonista ya convertido en adulto, y pensé en las paredes de las películas de Leonardo Favio, en muros a la cal y tapias descascaradas, minerales y orgánicas, tanto más vivas cuanto expuestas a los elementos. Unos meses después descubrí el tema que compuso Ennio Morricone para la película de Tornatore en las escenas de infancia de Gatica, el mono, otro eslabón más de la relación del realizador-poeta argentino con el cine italiano. Gonzalo Aguilar y David Oubiña denominaron distancia-afección a la modalidad del cine del director de Nazareno Cruz y el lobo, que puede rastrearse en casi todo el cine italiano y en el de Fellini en particular, quien ya en Los inútiles se valía de la música como gran englobante afectivo de situaciones en las que el plano subjetivo de un personaje más o menos soñador alternaba con otros, sin referente en la diégesis, que objetivaban la mirada del espectador, arrastrada por la banda musical a una visión integrada de la distancia entre forma y contenido.
También de Fellini venía el loco del pueblo que en Cinema Paradiso aparecía gritando “La plaza es mía, la plaza es mía” a intervalos regulares, heredero del recurrente Giudizio y precursor del episódico pero puntual e infaltable arbolito que se adueña de la plaza en Baaría para vocear ininterrumpidamente durante treinta años “Dólares, dólares”. Al lado de Fellini, Visconti, Rossellini, De Sica o Antonioni (y otros muchos directores populares de segunda línea que desconocemos u olvidamos), cineastas con los que tiene el simpático tupé de ponerse a conversar con irreverencia, Tornatore parece uno de esos locos lindos, revendedores u oportunistas, pero uno muy a menudo extremadamente eficaz, sensible, inteligente y gracioso (como atestiguan las dos películas citadas y también Fabricante de estrellas o La desconocida, ambas imperdibles; además, un tipo que consigue a Gerard Depardieu y Roman Polanski para protagonizar ese disparate llamado Una pura formalidad, y debuta dirigiendo a Ben Gazzara en Il camorrista, merece al menos una atenta consideración.
II. “No vuelvas nunca, no te dejes llevar por la nostalgia”, le dice Alfredo a Salvador cuando lo despide en el andén, justo antes de que el muchacho se vaya del pueblo al que volverá treinta años más tarde, ya convertido en un director de cine con canas y la cara de Jacques Perrin (el sufrido y kafkiano protagonista de El desierto de los tártaros, el adolescente encandilado por la Aida rural de Claudia Cardinale en La chica de la valija, el príncipe azul de Piel de asno). En esa línea de diálogo está la po/ética de la película, que es un viaje al pasado –un largo flashback con una magnífica elipsis interna resuelta en una suerte de imposición de manos- una vez que el chico se ha convertido en hombre gracias a esa palabra masculina que lo separó del seno materno y puede regresar a él sin temor a ser engullido (Roma, de Adolfo Aristarain y Huevo, primera parte de la trilogía de Yusuf, de Semih Kaplanoglu, son dos magníficos ejemplos recientes y diversos de ficciones sobre tiempos recobrados), que es lo que se juega en el metraje añadido al original. Salvador es Ulises, como lo marca el montaje que une al muchacho mientras rebobina un rollo de la película de Mario Camerini y a su protagonista Kirk Douglas enrollando una maroma del navío. Los dos le dan a la manivela –¿de allí viene la Manuela?- pero no se quedan nunca quietos ni encerrados en sí mismos o en la madre encarnada por Pupella Maggio, que había sido la de Titta en Amarcord sólo quince años antes, Penélope que desteje accidentalmente su tricota cuando se levanta del sillón para recibir al hijo que ha vuelto.
La mirada del niño Salvador que domina las escenas de infancia marca la del espectador y extiende su influencia sobre el resto del metraje. Eso implica que veamos el mundo con ojos simultáneamente míticos y pícaros, deslumbrados por los mundos imaginarios del cine pero prestos a desplegar la astucia necesaria para disfrutar y aprovecharse de la vida. Salvador no es sólo un espectador, recipiente pasivo y evasor de las imágenes, en parte porque la sala en la que mira las películas todavía era “esa cloaca cálida de todo vicio” (puterío inclusive) que Fellini ha nombrado y filmado para siempre, lugar donde la existencia no se suspendía sino que se prolongaba sin aplazar el cuerpo, pero sobre todo porque luego será proyeccionista (y más tarde, director), mediando de modo privilegiado entre espectáculo y espectadores. Así, Cinema Paradiso transfiere la experiencia del aprendizaje de un oficio, del acceso a un saber técnico concreto y material, que le permite al protagonista formar parte de un orden simbólico comunitario y sentirse integrante valioso de él. Cuando la estufa prende fuego el celuloide de los fotogramas que el nene colecciona y, junto con ellos, una de las pocas fotos que tenía la madre de ella junto a su esposo muerto en la guerra, también accedemos a una relación con las imágenes –y una configuración de eso que llamamos cinefilia- completamente distinta a la actual, signada por la disponibilidad y la circulación masiva de ellas.
Todos nos referimos a la película como Cinema Paradiso, pero su título es Nuovo Cinema Paradiso, inscripto en el mismo neón del cartel de la sala que restaura después del incendio el vecino napolitano que había ganado el Prode, y cuando Salvador vuelve al pueblo la sala no sólo es un edificio abandonado que decepciona la orquestación epifánica del momento en que el personaje se da vuelta casi que en cámara lenta para mirarla, sino que este tampoco hace nada por restaurarla teniendo los medios para hacerlo. El protagonista se llama Salvador de Vita y por eso le salva la vida a Alfredo cuando se prende fuego la sala (justo después de uno de los tantos clímax de la película, ese en que proyecta una película de Totó en la plaza pública para todos los que no pudieron entrar al cine, arruinándole el negocio a la iglesia, que iba con un tanto por ciento de las entradas), pero a fines de los 80 el cine estaba muerto “por la crisis económica, la televisión, los alquileres de video” nos dice el mismo napolitano que prolongó la vida útil de la sala lo más que pudo, y Tornatore no nos da el consuelo de una fantasía salvífica, por lo menos en la ficción, porque fuera de ella esta película debe haber sido un oasis en el desierto de la recaudación del cine italiano de la época.
La pregnante melodía de Morricone –otra más y van- es oceánica y arrebatadora pero no viscosa, suena por primera vez en el presente (el espacio siciliano, maternal y marítimo es el que propicia la regresión), no pocas veces interrumpe el clima de evocación que parece destinada a crear, y también se la usa para tenderle una celada a la delectación nostálgica del protagonista. En ese primer plano hay agua, luz solar y aire (el fuego está completamente ausente, a diferencia de Amarcord, que comenzaba con él en un ritual de advenimiento de la primavera), y hasta cuando llueve experimentamos la sensación vital de algo recuperado, de un presente –el nuestro como espectadores- intensificado, antes que el de un ayer consumido. Ese primer plano de la película se resuelve con un travelling de retroceso que reencuadra el exterior mediterráneo desde el interior de la casa, valiéndose de los marcos de la puerta que da al balcón, pasando de un paisaje luminoso y marítimo a una naturaleza muerta dominada por limones, y es la primera de incontables escenas en las que el movimiento de la cámara es preciso y poético, escandido con rigor. Cada uno de los travellings, paneos y panorámicas que combinan ambos, empiezan y terminan limpiamente, y son extensiones de la mirada perpleja y dinámica de Salvador cuando era niño y lo veía todo por primera vez, de modo que incluso el dolor y la muerte se nos presentan como descubrimientos. Cuando se vale del afiche de Lo que el viento se llevó –como también lo hiciera Jean-Pierre Melville, con otros fines y medios pero parejo romanticismo, en El ejército de las sombras– para comunicar la noticia de la muerte del padre y esposo en el frente ruso, el desplazamiento de la cámara se detiene con un abrupto movimiento percibido como un tajo, pero uno que corta en seco la sangría emocional, como quien se lastima la carne para calmar el espíritu y en el instante mismo en que abre una herida cierra y cicatriza la otra.
Aquí pueden leer un texto de Josefina García Pullés sobre La mejor oferta.
(*) Me pregunto si esta repentina asociación entre Tornatore y Michael Curtiz podría extenderse a otro director serial del Hollywood clásico como Henry Hathaway, habida cuenta de que un personaje de La mejor oferta se apellida Ibbetson como el que dio título a la película de 1935, clásico de ese subgénero en el que la pasión, o el amour fou, coquetea cuando no transa con el fantástico, como en El fantasma y la señora Muir de Joseph L. Mankiewicz, El retrato de Jennie de William Dieterle y The House in the Square de Roy Ward Baker.
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excelente crítica, gracias por escribirla!
¡Muchas gracias por tu lectura y tu comentario, Antonio!
Marcos