Les tiene que haber pasado varias veces. Se siente en el pecho. Es un calor seguido de palpitaciones, incandescencia que enciende el cuerpo del lado de adentro y te hace sentir extremadamente vulnerable y, por eso mismo, vivo, humano hasta el orgullo, limpio, íntegro. Los más inmediatamente físicos pensarán que se resuelve, por no decir disuelve, sexualmente, pero uno se da cuenta más pronto que tarde que esa intensidad de la que hablo incluye el sexo, se concrete o no, pero lo excede (¿aspira a prescindir de él?). La primera vez debe haber sido ante alguna rima leída o escuchada, así que posiblemente me haya sucedido antes de haber nacido, si acaso mi vieja me cantaba algo por entonces. Sé que hasta los 4 o 5 años tenía que contarme historias fabulosas que inventaba cada noche ante mi exigencia de relatos originales, y que los escenificaba con el histrionismo natural que la caracteriza. Pasolini decía que la repetición es una de las formas poéticas primitivas, y por eso terminó Le mura di Sana’a, ese cortometraje que es un poema político elemental y también una canción de cuna, con cinco o seis paneos consecutivos de izquierda a derecha del plano que inscriben en los ojos la plegaria laica que recita a la UNESCO en favor de las ruinas de una ciudad medieval yemenita cuya preservación consideraba sagrada.
Casi al mismo tiempo que descubrí la poesía, descubrí a las mujeres, pero no fue sólo su belleza la que me provocó sensaciones similares a las de la combinación sensorial y significativa de las palabras, sino algo que iba más allá de su belleza, y que a menudo no estaba en ellas y ni siquiera en mí, sino, con suerte, yendo y viniendo entre ambos, nunca suspendido, cristalizado, asequible. Además de su hermosura, otras causas de ese repentino éxtasis interior que es a la vez opresión y amplitud del espíritu, fueron algún plano de alguna película, alguna canción, una asociación de ideas, una rima conceptual que permitió el encuentro de dos términos hasta entonces alejados entre sí que de pronto se revelaban indispensables y complementarios, el acceso al conocimiento de una verdad histórica oculta. Estoy hablando de crear sentido, de dar a luz algo veraz, definitivo más allá de la duración sin necesidad de negarla, sino haciéndola mejor fulgurar interrumpiendo a intervalos regulares su curso, materializando instantes repentinamente sólidos, ciertos, queridos, necesarios aunque elegidos por una voluntad que juega a ser la propia pero nos excede sin disminuirnos. Durante la adolescencia me pasó más seguido que nunca, debido a las hormonas, a lo interminable de un mundo que recién se abría a mi conocimiento, y a lo poco avara de una disposición anímica voraz como nunca. Cuando sentía resbalar sobre el pecho ese estado similar al peso de la piedra lubricada por el musgo, expresaba la experiencia diciendo que me habría gustado quedarme a vivir en ella como si se tratara de un lugar habitable y seguro.
Ese lugar es la casa, y el poeta siempre vive queriendo volver a ella. Yusuf es un poeta, y su trilogía es la casa cinematográfica que le construyó Semih Kaplanoglu para que viva siendo uno y muchos a la vez, acaso todos. Huevo, Leche y Miel son las tres películas que la componen. En la primera, Yusuf es un hombre de alrededor de 40 años que vuelve de Estambul a su pueblo para el entierro de la madre y se va quedando en la casa materna, atendido por una chica que continua tejiendo la prenda emprendida por aquella. En la segunda, Yusuf es un joven de menos de 20 años que vive con su madre, tironeado entre seguir aferrado a ella hasta llegar al extremo de impedirle casarse de nuevo, o irse y hacer su vida propia en la ciudad, donde conoció a un chica que comparte su interés por la literatura (y es la misma Saadet Aksoy que encarnara a la joven tejedora de la película anterior), lejos del horizonte laboral de la mina que consume el cuerpo y el espíritu de un amigo al que quiere pero no evita perjudicar aunque más no sea por omisión, lejos del pueblo chico incapaz de satisfacer su curiosidad cultural, lejos de esa infancia que es la patria de todo poeta y a la que ni siquiera el ritual del servicio militar obligatorio consigue ponerle fin debido a la epilepsia que le detectan, herida o marca ontológica imborrable. En la tercera, Yusuf es un nene de no más de 7 años al que un accidente deja sin infancia y frente al desafío de aprender a leer algo más que los signos escritos en el libro de lecturas escolar. Entre las tres películas, filmadas en 2007, 2008 y 2010, hay una variedad de correspondencias y actores que se repiten en roles similares, pero no constituyen una secuencia cronológica sucesiva.
El tiempo de las tres películas parece ser el de la actual Turquía, sobre todo la rural, lo que también impide pensar en algún tipo de sucesión lineal, aunque más no sea invertida, entre ellas. Como en El fantasma de la libertad y las otras películas de la última etapa francesa de Buñuel, como en las de su continuador Raúl Ruiz (La comedia de la inocencia, Tres vidas y una sola muerte, Ce jour-là), como en las de Manoel de Oliveira y Otar Iosseliani (Había una vez un mirlo cantor, Adiós, tierra firme, Chantrapas), la relación entre las tres parece más de contigüidad que de continuidad. La matriz de la trilogía es, sin embargo, El espejo. Como en la película de Tarkovsky que hacía coincidir tres generaciones en un mismo plano que incluía vivos y muertos, así como las voces y/o imágenes de padre, madre e hijo del autor en una misma secuencia, las partes de la trilogía configuran los ambientes laberínticos de una casa familiar por la que se desplazan una serie de personajes que materializan el destino humano elemental y los numerosos fantasmas que nos habitan, acompañan y rodean. Las referencias geográficas son lo suficientemente precisas como para situarnos en un país determinado, pero están ahí para darle carnadura concreta a las situaciones, muchas de ellas rigurosamente folclóricas (también se inspira en la lírica antropológica de El color de las granadas, de Sergei Parajanov, de la que deriva la estructura de segmentación de la vida humana en etapas ritualmente consignadas, no así su radicalismo plástico, cuya abstracción rechaza en pro de un naturalismo de apariencia literaria convencional, pero temporalmente alterado, aliterado rítmicamente). El tiempo, sin embargo, es antes mítico que histórico, sin lugar para lo fantástico.
La primera película es hospitalaria. Su protagonista es un hombre herido, solitario y vulnerable que está de regreso. No hay padre y parece como si nunca lo hubiera habido. Ahora tampoco hay madre. A la introspección ontológica del poeta se suma la epilepsia. Pero la casa materna sigue habitada por una mujer que se parece físicamente a la que hará de madre en la segunda parte de la trilogía, y la madre muerta sigue tejiendo los destinos del hijo en esta vida, sin connotaciones ominosas, sino reparadoras. El plano del final se abre a la serena segunda mitad de la vida del protagonista, en medio de los ruidos domésticos y el almuerzo en la cocina, mientras la lluvia golpea sobre la chapa y arropa la percepción. La segunda película es más ardua, porque la adolescencia es ardua. Porque el Yusuf que comienza su andadura poética no pasa el examen físico de entrada al servicio militar, y a esa invalidez sancionada por el ritual castrense que define la masculinidad en un patriarcado tradicional, se suma la imposibilidad momentánea de trasladarse a una ciudad en la que podría estudiar y enamorarse, y las intenciones de la madre de volver a casarse descubiertas cuando regresa. La aparición nocturna de la serpiente es un preciso catalizador del proceso puesto en marcha. En ambas películas, humanos y animales interactúan con mucha más asiduidad que la habitual, en parte por la estrecha cohabitación del espacio urbano y rural, pero como en los cineastas mencionados anteriormente, no sólo cumplen un rol narrativo determinado en cada situación, sino también uno simbólico anclado en tradiciones específicas y en otras más universales, pero sobre todo participan de una zoología fantástica no debida a su naturaleza imaginaria, sino al efecto de extrañamiento causado por una puesta en escena que vulnera la estructura de representación naturalista permitiendo la irrupción de escenarios vinculados a la actividad psíquica del personaje -médicamente disruptiva debido a su epilepsia, anímicamente densa por su vocación lírica– y a la libertad poética de recursos no ceñidos a los de la transparencia clásica estricta.
Suerte de intersección entre la geometría doméstica de Ozu y la indeterminada espiritualidad de Tarkovsky, la trilogía de Yusuf puede ser habitada por cualquiera a quien no le desespere la paciencia. Pero es una paciencia modesta lo único que hace falta, porque ninguna de las películas dilata el tiempo como lo hacía el ruso, ni hurga en el transcurso opaco y banal de lo cotidiano como el japonés. El tiempo interno del plano es sintético y espacialmente expresivo como en los de Aki Kaurismaki o Elia Suleiman. Todo está dado de antemano por el lugar que ocupan los elementos en él, y por el lugar del plano en la edición. Hay un rigor ciertamente cartesiano cuya frialdad se ve contrarrestada por la materia prima de una cultura milenaria conectada con la naturaleza y el cuerpo, gestos de los personajes que revelan su pertenencia a una sociedad en la que el individualismo está subordinado al sentido comunitario (o a una puesta en escena social de esa clase, procedimiento que se constituye como el discurso político más claro de la película, de cuño tradicionalista por no decir conservador, especialmente en lo referido al rol de la mujer), y miradas fuera de campo cargadas de vida interna y peso afectivo. Los tres comienzos son superlativos e incluyen una versión eslava de la isla de los muertos romántica de Arnold Böcklin mientras el arquetipo de la madre euroasiática se pierde en la niebla gambeteando el artificio de la cámara fija viéndola venir desde el fondo del plano, el asombro de un ritual cuyas reglas y sentido se nos escapan pero no así la tensión entre el formalismo del encuadre y el impacto dramático de la ignorancia y la inversión a la que somos sometidos, y el más puro suspenso literal y metafórico.

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