Poster-Los-cuerpos-dócilesNecesidades. Hace tres años, la película Diagnóstico esperanza de César González, me llevó a pensar en  la conformación de imágenes que se ocupan de contextos marginales. La pregunta sobre los orígenes de esas imágenes se constituyó en uno de los disparadores centrales para un ensayo que terminó constituyéndose en mi primera publicación en Hacerse la crítica. La problematización de las cámaras cinematográficas que provienen de contextos ajenos al marginal me condujo a la idea de una cámara media: pretendidamente didáctica, en general moralizante, y que instituye un otro en el villero, sea por la vía de la condena o de la compasión.

Pero toda problematización de un estado de cosas entonces naturalizado conduce también a otras preguntas que, a través del tiempo, insisten progresivamente hasta quizá develar más aspectos del problema. En este caso: el peligro de que la nueva forma de la cámara que inaugura la película de González, empuñada ahora por los protagonistas de tales contextos, la cámara villa – verdadero acontecimiento en el universo de las imágenes-, se constituyera en la única posibilidad ética en sí, de abordar genuinamente el problema. Desde tal posicionamiento, cualquier lente que no proviniese de aquel mundo cargaría con un pecado de origen.

En tal sentido: ¿qué posibilidad le cabe a un cineasta que no pertenece al mundo villero pero se encuentra atravesado por inquietudes sociales que, aunque no lo impliquen fácticamente, lo involucran desde una necesidad genuina de socializar para el mundo problemáticas que quizá no solo lo preocupan, sino que hasta lo aquejan y no lo dejan en paz? Según la dimensión del compromiso, esto puede incluso devenir en el cuestionamiento al propio principio de identidad a partir de una causa que involucró al realizador más allá del atrincheramiento en su mundo conocido.

Un actor. Un ejemplo que merece tenerse en cuenta es Los cuerpos dóciles, trabajo conjunto entre Matías Scarvaci y Diego Gachassin. Scarvaci es actor, abogado y viejo compañero de facultad durante la década del noventa del elegido para protagonizar la película. Presentar al abogado penalista Alfredo García Kalb como alter ego de sí mismo se constituye en uno de los ejes en donde se apoya la estructura. El abogado en cuestión es un personaje mediático de casos que, en más de un caso, trascendieron públicamente. Actor no profesional, no solo para las pantallas chica y grande sino, como dice Scarvaci, para el mundo del Derecho: un mundo en donde se recurre constantemente a la actuación. García Kalb aparece descontracturado con respecto a la imagen habitual de quien pertenece al ámbito almidonado de la profesión. Informal, con hábil manejo del lenguaje y las jergas de su ambiente leguleyo, pero también de ámbitos marginales en los cuales puede prejuzgarse que opera una distancia. Quizá la explicación se encuentre en su estancia en la cárcel de Devoto –explicitada en la película-, en la que estuvo preso durante nueve meses hace mucho tiempo y le dio el fogueo necesario. Sumada a su otra experiencia, la de años en pasillos de tribunales, derivó en una facilidad de integración de ese cuerpo en diversos contextos. El resultado: un potencial actor con un plus muy pregnante y seductor, con respecto al actor de técnica.

los-cuerpos-dociles2-1[1]La construcción del punto de vista. Ese plus, consecuentemente ideal para Los cuerpos dóciles, cuya cámara se ocupa de seguir a ese cuerpo a través de la selección de uno de sus casos de defensa: la de dos jóvenes acusados de robar una peluquería. Lo cual podría constituirse en objeto de cuestionamiento por la lente de una cámara villa, dado que el punto de vista una vez más vuelve a ubicarse en quien representa –o pretendería representar- a las víctimas del sistema, y no en ellas mismas.

En tal sentido, pareciera no ayudar a erradicar tal visión una escena en la cual el abogado se reúne con jóvenes allegados al dúo acusado. En la misma, le pregunta a uno de ellos: “¿Qué estás haciendo, vos? (…) ¿Toda la primaria arrancaste? ¡Bien, bien! ¡Diez puntos, papá!”. El joven le responde: “Estoy haciendo buena letra”. García Kalb continúa: “¿Vos querés tener ‘filo’? Hay dos maneras: delinquiendo o dándole marcha, papá…”. Es en este momento en el cual la presencia de la cámara puede llegar a condicionar, sobre todo, a quienes se encuentran en mayor grado de vulnerabilidad. El muchacho que lo escucha, (¿nos?) dice: “Y cuando uno habla… que ya tiene experiencia… ya ahí tenemos que darnos cuenta y sentar cabeza”.

La decisión de seleccionar este momento en el itinerario del abogado puede llevar a priori a pensar que los directores se ubican en la reaccionaria cámara media, desde su habitual bajada de línea binaria, estigmatizante y moralizante. Pero es recorriendo la totalidad de la película que dicha presunción se va cayendo: el núcleo, en definitiva, son los microclimas y las contradicciones en el mundo del derecho penal, con eje en la subjetividad de un representante de ese mundo, y el sub eje en uno de sus tantos casos. Por lo cual, si el centro de la película se organiza en torno de pensar tal problemática, es ese ambiente –como mínimo, de clase media– el que inevitablemente suministra el punto de vista a través de uno de sus integrantes.

En función de solidificar nuestro vínculo con el abogado, todo el fresco de García Kalb conduce a empatizar con su figura: una impronta tan campechana como firme en su convicción de que los jóvenes acusados deben quedar libres, un genuino modo de poner el cuerpo en la causa, y como broche de oro para terminar adoptándolo, una actividad paralela más allá de su familia: toca la batería.

cuerposAsí concebida, la selección de momentos de un caso, y de la vida privada –bastante más ficcionalizada- del protagonista, conduce a la figura de un héroe urbano y terrenal: personaje dentro del universo de lo posible. A modo de subtexto: cualquiera de nosotros puede devenir héroe.

Pero más allá de constituirse en la figura más pregnante del relato, al cuerpo que alberga tal heroicidad lo podemos problematizar entre dos fuerzas complementarias. Dice Michel Foucault en el capítulo de Vigilar y castigar denominado tal cual el título de la película: “La disciplina fabrica cuerpos sometidos y ejercitados, cuerpos ‘dóciles’. La disciplina aumenta las fuerzas del cuerpo (en términos económicos de utilidad) y disminuye esas mismas fuerzas (en términos políticos de obediencia). En una palabra, disocia el poder del cuerpo; de una parte, hace de este poder una ‘aptitud’, una ‘capacidad’ que trata de aumentar, y cambia por otra parte la energía, la potencia que de ello podría resultar, y la convierte en una relación de sujeción estricta”. Las  fuerzas del cuerpo a las que remite el filósofo francés en García Kalb pueden pensarse como una potencia que incluye tanto el vigor con que encarna sus misiones, como la pasión por la batería. El disciplinamiento fue estructurado por el estudio de la carrera de Derecho, en función de vehiculizar toda esa potencia. Pero en relación a la obediencia, la impronta de su cuerpo devela un acatamiento a regañadientes, ya que todo el tiempo el cuerpo del abogado se pone en evidencia en tanto conflicto. A pesar de que, en otro orden, intenta “conducir” amablemente a su interlocutor a través de la sugerencia de “darle marcha” en oposición a delinquir. En este caso, es paradójicamente el abogado quien ocupa el rol disciplinador.

Repentino protagonismo. Otro intento de fuga del disciplinamiento de cuerpos se desprende del mismo universo de lo posible en la película. Emerge así otro protagonismo, no menos relevante, que fue creciendo mucho más sutilmente que el más explícito del protagonista. Y que adquiere sobre el final de la película una potencia, aunque presumible, insospechada en su dimensión final: Enzo Elías Escalante, uno de los dos acusados de robo, toma cuerpo como nunca antes y nos interpela duramente a partir de la persistencia de su primer plano durante la sentencia final del juicio. Es su textura del rostro, su historia y sus padecimientos a través de los rasgos, su atención a las palabras del tribunal entre desencajada y perpleja. Y alimentada por el tiempo de una cámara que elige felizmente relegar a ese abogado estrella cuya presencia persiste aún en el cuadro al lado de su cliente, pero ahora fuera de foco: la función ahora es enfatizar a Enzo. De este modo, la dimensión ética de la película se potencia: no es el abogado quien le cede por unos instantes el protagonismo al muchacho, sino que es la misma estructura que se va organizando, la que lleva a confluir en este momento. Aprovechando la misma corriente de intensidad de la situación, pero a partir de otra alternancia de planos, funciona la afectación que se desprende de la madre de Enzo cuando escucha dicha sentencia. 57a27d54e80ca_760x506[1]Momentos en los cuales todo el mundo del Derecho se retira, para dar paso a la subjetividad de las víctimas del sistema. De este modo, aunque sin constituirse en una cámara villa, la lente de Scarvaci/Gachassin parece rendirle tributo a través de lo que quizá sea el mayor acto de justicia de la película. ¿Se habrá sentado un precedente?

Sin fronteras. Una de las características de Los cuerpos dóciles es la mixtura entre registro documental y ficcionalización. Al espectador se le niega el dato sobre qué escenas corresponden a hechos reales y qué escenas no, apostando a la sospecha sobre todo el universo. Por lo tanto, la película se presenta más allá de tales límites en función de que ese interrogante se elimine: no hay “ficción” o “documental”; en tanto exploración de las posibilidades de tales estructuras y tensión de sus supuestos límites, hay cine. Porque el cine está más vivo que nunca cuando se propone atravesar los viejos moldes. En términos de Foucault, los disciplinamientos: en este caso, de las imágenes.

Aquí puede leerse otro texto de Gabriela López Zubiría sobre la misma película.

Los cuerpos dóciles (argentina, 2015), de Diego Gachassin y Matías Scarvaci, 74′.

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