La sensación del horror. La finca donde está la casa maldita fue construida en 1863 por Jedson Sherman. Después de casarse, Jedson tuvo un bebé al que sacrificó a los siete días. Su mujer corrió hacia un árbol junto a un lago, le juró amor eterno a Satanás y maldijo a todos aquellos que intentaran tomar su tierra. Después se ahorcó. A esa casa llega la familia Perron en 1971. Una familia de un padre hacendoso, una madre frágil y vulnerable y la suma de cinco hijas. Ellos habrán de enfrentarse al mal. Sin embargo, El conjuro empieza con un prólogo en el cual se nos presenta (textualmente):
“Ed y Lorraine Warren son los más grandes investigadores paranormales. Lorraine es una talentosa clarividente. Ed es el único demonólogo reconocido por la Iglesia Católica.Han investigado miles de casos controversiales en su carrera. Pero tienen un problema que habían tenido en secreto hasta ahora”.
Y ese será el marco en el cual se instala y despliega el universo de la película. El horror puesto en un marco, enmarcado. Y en ese marco es donde la narrativa encuentra sus mayores vacilaciones. El conjurocuenta con un prólogo y un epílogo dedicados a Ed y Lorraine Warren, que enmarcan la historia tremebunda de la familia Perron. Una historia tan horrible y verdadera que proveyó de material a la estrategia de difusión: en los teaser de El conjuro, la verdadera familia Perron nos habla a cámara en una entrevista que pretende relatar la horrible peripecia por la que pasaron, pero se expone como una sucesión de taglines que podrían, cualquiera de ellos, convertirse en el eslogan de venta del afiche. La estrategia comercial se esfuerza por probarnos -por darnos pruebas- de la veracidad del horror. Nada nuevo. Lo significante, aquí, es que la estrategia de difusión se trasladó, se introdujo, como un espíritu demoníaco, en la diégesis de la película. El conjuro es una película posesa por su estrategia de mercado. Y esa falla sísmica que movió las placas del relato, expuso en la superficie del film su propio análisis.
En la racionalización del terror encontramos también un goce: en el poseso que habla sánscrito o latín, en la descifratoria de signos, en la lectura de símbolos, en el hallazgo de raidos libros en polvorientas bibliotecas. Estigma es una película que trabaja su narrativa desde ese goce, el de intentar comprender el origen del mal, de un mal pecaminoso, de un mal non sancto. Pero estamos en un momento en el cual también se quiere comprender el origen del horror. Muchos títulos se valen de esa fórmula El origen de…esto, aquello y lo otro. Se busca el ardid lógico: diagramar la causalidad de las acciones humanas (y suprahumanas) para proveer un éxtasis intelectual en la explicación. La comprensión. Con mucho ceño, se elaboran redes que, en operaciones intelectuales, allanan las fuentes de la perturbación. Se busca el origen del horror como la ciencia busca el origen de la proliferación de la célula dañina. Y al aproximarse tanto los métodos, uno se pregunta si, en esa empeñosa búsqueda del origen, no se está buscando, como lo hace ciencia, la extirpación del absceso del horror. No es casual que en El conjuro aparezca (y cumpla un rol fundamental) la figura del detective. Aquella figura lógica hilvana en una genealogía del mal, lo que por sí mismas serían piezas sueltas, exhibiciones caprichosas del horror que, mediada la detección, se convierten en evidencia (en pruebas) que satisfacen más la exigencia de un interés cognoscitivo antes que la sed sensorial, insaciable, de querer vivenciar el horror extremo.
Entonces el horror es organizado en un marco narrativo, donde se sucede la explicación, la racionalización, el último motivo que desata el nudo del mal que se había tramado en el dogal de una mujer ahorcada cien años atrás. En un marco académico, escuchado por una atento auditorio colmado, Ed Warren explica las tres etapas de la actividad demoníaca: infestación, opresión y posesión: “La infestación es el susurro, la sensación de otras presencias. De la cual empieza la opresión, la segunda etapa. Aquí es cuando la víctima elegida es la más vulnerable psicológicamente; por eso ha sido específicamente elegida por la fuerza externa. Pone a la víctima debajo, aplastándola. Y en una semana entra en la tercera etapa, la posesión”. Prótasis, epítasis, catástisis (según Horacio); exposición, peripecia, catástrofe (según Aristóteles); Infestación, opresión, posesión (según Ed Warren). Como vemos, el mal también tiene su lógica y se acomoda perfectamente a la taxonomía de la estructura de la narrativa clásica.
“Ojalá fuera tan fácil”. La familia Perron está desesperada, la actividad paranormal en la casa se está volviendo intolerable, atormentadora. Entonces recurren a los Warren, quienes sugieren el exorcismo… de la casa. La casa de los Perron debe ser purificada porque está maldita. Roger Perron les suplica que lo hagan inmediatamente, que no esperen un segundo más y sometan el inmueble (que le costó todos sus ahorros) a exorcismo. Ed Warren responde que no es tan fácil. Nada fácil, porque el exorcismo tiene protocolo. Los detectives necesitan del aval de las autorizaciones. Pero para conseguir esa aprobación institucional, necesitan primero investigar a fin de reunir pruebas, luego presentarlas a la autoridad de la iglesia que prescriba/habilite el acto del exorcismo. Las niñas Perron no están bautizadas, circunstancia que complica todavía más el mecanismo de la autorización. La cacería de fantasmas responde también al mecanismo burocratizante.
Los detectives demonólogos, entonces, comienzan con su trabajo: hurgar en los archivos, buscar en los casilleros, en los registros de los ficheros. Y encuentran. Encuentran que toda la maldad parte de una bruja que juró honrar a Satanás y, antes de ahorcarse, condenó a todos aquellos que habitaran, y esto es importante, no su casa, sino su propiedad. Lorraine Warren despliega un mapa y nos informa que la finca, originariamente de 300 hectáreas, fue parcelada, divida y vendida en lotes. Por lo tanto, los habitantes de las casas ubicadas en esos terrenos también son víctimas de posesión. Aquellos que poseyeron sus tierras serán poseídos. Un sentido de lucidez pragmática que todavía no habían explotado los aparecidos, que se limitaban a horrorizar a los intrusos de su casa, pero en El conjuro evidentemente advirtieron la ganancia: la rentabilidad del horror se incrementaría con creces si expandían el dominio de su presencia maléfica a la totalidad de sus bienes inmobiliarios.
Una casa está huellada; uno mismo, cuando alquila un departamento, advierte el tránsito de un otro anterior sobre los mismos rincones que, ahora, nosotros habitamos. Una casa se vive, se pregna, se carga de experiencia y de vivencias. Una casa antigua le ofrece al nuevo huésped un recorrido, un itinerario; porque inevitablemente han quedado huellas de una estancia anterior. Y esos elementos habilitan la sospecha, la intriga, porque el lugar está cargado de narraciones potenciales, de historias tentativas escondidas en los muebles que conservan la gravidez de habitantes anteriores. Ahora bien, difícilmente podemos afirmar esto de la tierra, a excepción de que fuera tierra sagrada, tierra de reposo, tierra que no hay que perturbar ni remover.
La pestilencia, el olor a cadáver que dice sentir la familia Perron, se percibe por momentos en el film, llega a sentirse en algunas escenas, sobre todo aquellas que rebuscan su efecto en las posibilidades del fuera de campo y lo no visto; aquello que no se alcanza a percibir. Pero aquí llegan los Warren con sus artefactos: cámaras fílmicas y fotográficas que perciben los cambios de temperatura e inmediatamente se disparan para captar a los aparecidos. Para ayudar, necesitan pruebas. Necesitan que un aparecido quede prendado a una placa sensible.
Walter Benjamin nos hace saber que desde la Revolución Francesa se desplegó una red de controles, un tejido de múltiples registros para captar y procesar la huella, el rastro, el paradero de los ciudadanos. También tuvieron que intervenir y desarrollarse medidas técnicas para administrar el control y la identificación incuestionable de las personas, devenidas sujetos de sospecha. La determinación personal de la firma, la numeración de las casas y, luego, el invento de la fotografía vinieron a sellar la identidad en un registro inapelable. El incógnito del hombre pasó a ser cosa del pasado, pero todavía quedaban los espectros, un sinsentido, una impresión sensorial desorbitada, intermitente, inasible para estos detectores maquinales. Sin embargo, El conjuro va un poco más allá: la señora Walker, otra inquilina de la casa maldita, la habitó en los años ‘30 junto a su hijo Rory, que desapareció en el bosque. Luego, la madre se suicidó en el sótano. Y es a Rory a quien ve la niña menor de los Perron. Únicamente ella (y la clarividente Lorraine) puede verlo a través del espejo de una tétrica caja musical. Pero avanzada la película, la fotografía alcanzó al fantasma. La intermitencia paranormal no fue suficiente y Rory dejó registro de su presencia, como prueba de identificación (es el hijo muerto de la anterior inquilina) y como evidencia patente de su aparición. Prueba que los Warren presentan (demasiado tarde) como documento palmario ante las autoridades de la Iglesia.
Después de ver El conjuro, que no está nada mal, no obstante uno quisiera volver a ser un espectador infante que se atormenta por la visión del mal simplemente porque no lo comprende; un niño que llega a percibir la maldad, pero no su propósito, y en esa angustia de la incertidumbre busca la respuesta en el adulto: “¿por qué son malos?”. Creo que vamos a ver películas de terror para tener una regresión a ese estado emocional indecidible, angustiante, tortuoso. En los mejores exponentes del género, el mal es una fuerza, una potencia, una seducción, y no un estado de la moral. El mal es el mal a secas. Sin justificación, no responde a ninguna de las interpelaciones de los poderes de control. El mal es el mal puro, sinsentido, guasónico, la carcajada desencajada, la mueca vacía. Si el mal tuviera una explicación, se pondría en interdicto su entidad, y no nos espantaría tanto. ¿Cuál es el propósito del mal?, ¿devenir en pecado? El mal no tiene propósito (o, por lo menos, no tiene una psicología). Y si estamos en una coyuntura en la que no nos atrevemos a imaginar una entidad ontológica de ese tipo, debería venir un cine de género a re/presentarnos esa entidad maléfica otra vez: el cine de terror, a secas. Un mal puro, sin móviles, que inhabilite la intromisión del detective en la trama. La insurgencia del mal como fuerza poderosa que seduce y fascina a los personajes, como puede seducir la visión del abismo, la fuerza arrasadora de un tornado o la violencia repentina de la catástrofe. Y nosotros, los espectadores, posesos enceguecidos que caminamos fulgurantes hacia esa fuerza centrípeta.
El conjuro (EUA, 2012), de James Wan, c/ Vera Farmiga, Patrick Wilson, Lili Taylor, 112′.