En el Génesis (XVIII: 16-33), Abraham intercede por Sodoma cuando Dios la quiere destruir (versículos 24-25) diciéndole: “¿Destruirás también al justo con el impío? Quizás haya cincuenta justos dentro de la ciudad: ¿destruirás y no perdonarás a aquel lugar por amor a los cincuenta justos que están dentro de él? Lejos de ti el hacerlo así, que hagas morir al justo con el impío y que el justo sea tratado como impío. ¡Nunca tal hagas! El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?”. Entonces, Dios le responde (versículo 26): “Si encuentro en Sodoma cincuenta justos dentro de la ciudad, perdonaré todo este lugar por amor a ellos.” A partir de allí, Abraham, con su misma trampa retórica decreciente, le sigue preguntando a Dios por cuántos justos no destruiría Sodoma llegando al cabalístico número de diez.
Pues bien, Steven Spielberg, en su “cine político” (ese diferenciado de su “cine de entretenimiento” donde hay piezas memorables como Tiburón, ET, Jurassic Park o las Indiana Jones) parece jugar a ser Abraham y cuestionar cuánto vale una vida por otra según la honradez de cada vida, según la justicia que les haga honor. En Rescatando al soldado Ryan, esta encrucijada abrahamica fue obvia y, Tom Hanks por medio, en Puente de espías, para bien o para mal, es más obvia aún (¡ni qué decir en La lista de Schindler!).
En Puente de espías vuelve a trazar la impronta de si una vida vale más que otra y sus porqué; entremedio, como una especie de Diógenes de Sínope moderno, da a entender que una vida vale por otra según el grado o nivel de honradez y grandeza que tengan y aquí, en el punto de la honradez, es donde el abogado Jim Donovan -interpretado por el siempre efectivo Tom Hanks- hace acto de aparición estelar.
Es 1957, plena Guerra Fría e histeria atómico-apocalíptica. En la ciudad de New York el FBI captura a Rudolph Abel (interesante trabajo de Mark Rylance), un intrigante espía soviético que sólo dice lo justo y necesario en el momento justo e indicado. Aparentemente es un coronel, aunque él nunca lo admite ni lo niega. Abel está acusado de espionaje, y otros cargos, y la condena puede (debe) ser la silla eléctrica. En un burdo intento por (de)mostrar “propaganda” de país justo y respetuoso de los derechos humanos, el gobierno de EE.UU. contrata a un prestigioso estudio de abogados para que lo defienda. Sin embargo, todo es y debe ser una farsa: Abel ya está juzgado de antemano y ha sido encontrado culpable. No obstante, para que la simulación sea más creíble, el estudio manda a Donovan, uno de sus mejores abogados -en el campo de seguros y aseguradoras, no en el de derecho penal, ni un litigante-, para que lo defienda y, como bien se lo dieron a entender, para que pierda el caso. Pero Donovan es demasiado íntegro, demasiado honrado, demasiado constitucionalista como para ser parte de la farsa armada y defiende a capa y espada a Abel (a quien, además, le toma un gran afecto) hasta llegar a la corte suprema de justicia de EE.UU. a pesar de las condenas familiar, laboral y social que esto le implica. Donovan quiere probar la inocencia de quien es, para la sociedad estadounidense de la época, nada más y nada menos que un espía soviético enviado a corromper su modo de vida con comunismo y bombas atómicas.
Paralelamente, un avión U2 espía yanqui es derribado en Rusia y su piloto, el teniente Powers (Austin Stowell), en lugar de suicidarse (como era la directiva para este caso según su entrenamiento) se eyecta del avión y es capturado por los rusos. Mientras tanto, en Berlín del Este, el Muro ya está casi construido y Frederic Pryor (Will Rogers), un inocente estudiante de economía estadounidense que cursaba un posgrado en ese lado de la ciudad, es confundido con un espía al intentar pasar la frontera para salvar a su novia alemana. Pryor es confinado a una prisión mugrosa en la confusa nación de la República Democrática de Alemania que se estaba forjando con cada ladrillo incrustado en el Muro. Donovan será requerido por la CIA para negociar el intercambio de Abel por los dos prisioneros o, al menos, por el teniente Powers, que es la prioridad por la información que maneja.
Pero Donovan es demasiado probo, demasiado honesto, demasiado decidido, demasiado astuto, demasiado fuerte, demasiado honrado para sólo hacer el intercambio por uno. Donovan, es, simplemente, demasiado, y acá es donde las encrucijadas morales que la película quiere plantear se autoboicotean en la resolución misma del planteo: en la antigua Tragedia griega, Aristóteles establecía la “mímesis” y su correspondiente catarsis a partir de la identificación del público con personas “mejores que nosotros”. Donovan es una persona, claramente según Spielberg, mejor que nosotros y la “mímesis” que propone para advertirlo es constante. El problema está en que en vez de lograrla, como mandaba Aristóteles, a partir de la identificación, Spielberg lo quiere hacer a través de la acumulación de golpes bajos. Los últimos diez minutos de la película son una prueba grotesca de esto y, quizás, la cadencia de escenas finales con sus respectivos paralelos y analogías arruina una película que sin grandes luces era, hasta el momento, al menos ligeramente entretenida.
Spielberg es, evidentemente, un moralista, o intenta que sus películas políticas lo sean: baja línea con prédica; impone chicanas éticas con golpes bajos y activa cordialidades de civilidad y progreso occidental (¡siempre!) con moralinas de índole netamente protestante, bien estadounidenses, en su versión más panfletaria y caníbal. Puente de espías no es más (ni menos) que eso: una excusa para que Sodoma se salve; un tonel para que Diógenes el can interpele a Alejandro Magno como en el memorable poema de Campoamor. Puente de espías no es más (ni menos) que esto: una película entretenida que tendría que haber terminado en el momento mismo en que la esposa de Donovan se da cuenta de que la mermelada que supuestamente le trajeron de Londres había sido comprada en el almacén de la esquina de su casa.
Aquí pueden leer un texto de Marcos Vieytes alrededor de la misma película.
Puente de espías (Bridge of Spies, Estados Unidos, 2015), de Steven Spielberga, c/ Tom Hanks, Mark Rylance, Alan Alda, Amy Ryan, 135′.
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