535831Un hombre que escapa de la persecución policial a través de los montes, una jueza que llora en medio de un juicio a cielo abierto al comprobar que las causas de un incidente pueden ser infinitas, un perro fantasmal que ama y olvida con igual facilidad, un pueblo con hombres alegres o tristes pero igualmente cansados. Una característica, la desolación, que tiene que ver no tanto con lo solitario y taciturno de algunos personajes sino con los mundos que se configuran alrededor de ellos y que, al no tener una problemática que los una como en la primera parte, donde la crisis social portuguesa funcionaba como disparador de los múltiples relatos, derivan hacia otras esferas  aún más distantes.

En esta desolación, y a pesar de que las historias se alejan del mar y se vuelven más urbanas, los espacios son más amplios y las distancias recorridas entre noche y noche, entre relato y relato, otorgan el tiempo suficiente a los personajes para aguardar con calma su destino, así como le permite a Miguel Gomes acompañar sin prisa esas largas aventuras. Hay más tiempo para narrar y hay más tiempo para resolver los conflictos de la trama.

Por eso cuando llega la muerte, que es uno de los temas centrales en esta segunda entrega de Las mil y una noches, no sorprende a nadie. Por eso Simón “sin tripas”, el fugitivo que escapa de la ley, ayudado por camioneros que le dan de beber y ninfas de la montaña que le dan calor y comida, no se altera cuando la policía irrumpe de noche en su refugio. El bandido termina su cena y luego se entrega. Es llevado a la cárcel y allí va a morir, lo sabe, pero antes se toma el tiempo para dedicarle una carta de agradecimiento a su madre. Su canto atraviesa la prisión y se esparce por el monte que lo cuidó en su escapada.

Tampoco hay sorpresa ni espanto cuando Lucía y Humberto, los dueños del perro fantasma, son encontrados después de dieciséis días de muertos. La pareja se había tomado el tiempo de dejar la casa absolutamente arreglada antes de disponerse a morir. En ninguno de los casos hay vértigo o miedo frente a la muerte, sino una toma de conciencia de su cercanía.

Por eso también, la figura fantasmal de una vaca puede narrar su propia tragedia en uno de los capítulos más delirantes del volumen.

Si bien el prólogo explicativo es el mismo que en la primera entrega (la falta de sentido social de un gobierno que, gracias a eso, empobreció a todos los portugueses), desde el comienzo la película continúa con los relatos de miguel gomes_tabu 4Scherezade,  y en el episodio llamado Las lágrimas de la jueza, donde se comprueba con resignación que las causas de un hecho trágico tiene numerosas e insospechadas derivaciones,  Gomes deja en claro que ninguna historia empieza donde parece que empezara, sino mucho antes. Y tal vez sea esa certeza, un poco fruto de la intuición, la clave de esta adaptación, por momentos delirante, de un libro hecho de memoria y tiempo.

Sin embargo, y a pesar del nivel de delirio que adquieren algunas de las historias, como la de la jueza que llora ante los testimonios de un grupo de ladrones enmascarados, de sordomudas que se hacen traducir y mujeres que confiesan su placer al ser sometidas por hombres que pueden pensar solamente en tener sexo dos veces por día, el registro es más naturalista. Hay viento y hay noche, hay grillos y todo tipo de insectos pululando. Simón come en una noche de viento y fuego, el juicio se lleva a cabo en un anfiteatro a medianoche. Se percibe el rocío que cae sobre los presentes, se perciben los aromas.

Esta segunda parte sirve para confirmar al menos dos motivos recurrentes en el cine de Gomes: la presencia decisiva de los animales, tanto simbólica como física dentro de las historias (vale recordar la subjetiva del cocodrilo melancólico de Tabu y su atracción por el lugar donde se encontraban los amantes prohibidos), como la vaca que aquí decide intervenir y contar la historia de su muerte para aclarar un hecho que parece no tener solución, o como el gallo que en la primera parte logra hacerle comprender al juez que su canto a cualquier hora de la noche era para prevenir una tragedia y no para despertar a los vecinos.

El otro tema recurrente son las fiestas de fin de año que, lejos de parecerse a una celebración colectiva y, por qué no, sagrada, devienen síntoma de la tristeza y la soledad (esos fuegos artificiales que cubren los cielos filmados por Gomes transmiten un aire de melancolía que impregna toda la película), desolación que es característica de los hombres pero también cualidad del mundo.

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Al cine de Gomes se lo suele emparentar con el de Mariano Llinás, no tanto desde lo visual sino desde esa ansia por contar y a la vez imposibilidad de dejar de hacerlo, de relacionar historias y a la vez de narrar otras que nada tienen que ver, como ocurre con el capítulo de Lola Gallo en Historias extraordinarias, pero sobre todo porque se dice de ella: “con Lola era así, llegaba y parecía como si hubiese estado siempre”. Lo mismo que aquí se dice del perro fantasma, “con Dixie era así…”

Hablar del cine de Gomes, entonces, es hablar un poco del cine de Llinás, y eso lleva a hablar un poco  también de la obra de Borges que, a su vez, está emparentado con Gomes, no sólo por la descendencia portuguesa del apellido del escritor argentino y por el interés que ambos desarrollaron por Las mil y una noches, sino porque en más de un pasaje de la película se utiliza un recurso que los tres artistas comparten: el manejo de la información. Scherezade narra pero aclara que sobre tal cosa no se dirá más nada, así como en Llinás y Borges tal cosa es lo único que por ahora hay que saber. Mundos dentro de otros mundos, entonces, y distancia y tiempo entre esos mundos, pero también miles de ventanas que se abren hacia ellos, como también parecen ser miles e interminables las noches narradas por Gomes.

Las mil y una noches, volumen 2 (As Mil e Uma Noites: Volume 2, O Desolado, 2015), de Miguel Gomes, c/Crista Alfaiate, João Pedro Bénard, Margarida Carpinteiro131′.

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