Meses antes del estreno de la película pude ver de casualidad el WIP en el BAFICI. Confieso que salí de la sala con bronca. Me pareció malo lo que vi. Tiempo después, al ver la película en el Gaumont, esos prejuicios fueron demolidos de forma violenta por una película de una inteligencia apabullante.
Mi amiga del parque está tan lejos de ser una película de culto como de cumplir con una estética festivalera. Bajo el slogan «una comedia preocupante», reúne en la oscuridad de la sala a gente diversa. ¿De toda clase o de todo tipo? Ahí reside su arrolladora lucidez y, a la vez, su trampa por partida doble: a ojos del espectador común (vamos a decir no-cinéfilo), algo inasible aparece y lo penetra, algo que escapa al argumento y que va mucho más allá de la identificación, sobre todo porque Liz (Julieta Zilberberg) y Rosa (Ana Katz) son dos personajes no del todo empáticos. Pero Ana Katz nos engaña también a los cinéfilos: lo que hay detrás de la historia nos penetra con una claridad apabullante y, al querer nombrarlo, lo encontramos indecible. La película cobra vida en el momento en el que eso desborda, borrando las líneas entre las escenas y sometiéndonos a la paranoia; borrando y volviendo a dibujar una y otra vez las líneas entre Liz y Rosa, borrando y volviendo a configurar nuestras propias miradas, las miradas de todos.
En Mi amiga del parque nada es lo que parece. Nada de lo que se narra importa verdaderamente, porque todo lo que aparece en la pantalla pareciera estar íntimamente conectado con el verdadero tema de la película. Mi amiga del parque no es una película sobre la maternidad, ni sobre la errancia, ni sobre el género; es, antes que nada, una película que se planta políticamente a partir de esos andamios con una fe ciega para construir una relación entre dos personajes separados por el famoso puente entre las clases. Pero, insisto, nada es lo que parece: rápidamente, Liz y Rosa abandonan sus casilleros para construirse y construir un mundo tan delicado como complejo, problematizando la distancia que las separa. Distancia que tantos materiales audiovisuales intentaron explicarnos hasta el punto de establecer un común denominador que nos enceguece y nos retrae ante el problema. Mi amiga del parque no nos quiere explicar nada, tiene más preguntas que respuestas y, aún así, habla. Ellas hablan y todo parece dicho. Aunque nada es lo que parece.
Toda la película orbita en torno a la idea de perderse. Liz y Rosa rememoran episodios en los que se perdieron de chicas. Rosa no encuentra a su hermana con la bebé Clarisa por ningún lado. Liz no encuentra a Rosa cuando ésta se queda cuidando a Nicanor. Me pregunto si esto estaba implícito en el guion o si es algo que salió a través de la construcción de la película. Perderse de niño, perder a un niño de vista, perderse como un niño siendo un adulto, ¿perder al niño interior? Perderse uno, teniendo un niño. La pérdida se convierte en una obsesión sin que nos demos cuenta y quizás sea eso lo que nos eriza los pelos.
Liz es mamá por primera vez y está totalmente perdida. Conocer a Rosa en el parque la traslada a un plano de confusión aún mayor. En esa confusión se encuentra la más plantada de las decisiones: el tema de la película aborda la relación con el otro y ni Ana ni Rosa necesitan decirlo. Como una estratega, la directora se limita a sugerir, haciendo así aparecer, como en un acto de magia, el destello del tema que la (pre)ocupa: lo que sucede no está enfocado en eso, porque eso emerge como un volcán -como el lejano volcán en el que se encuentra el marido de Liz- entre las dos mujeres.
Liz está asfixiada. No psicológicamente, sino asfixiada por el encuadre, asfixiada por quienes la rodean, asfixiada por las ideas preconcebidas acerca de la maternidad en las que ella no logra encajar, asfixiada por la cantidad de tiempo disponible que no sabe cómo emplear, perdida en un mar de cajas y hombres ausentes cuyas voces sólo oye mediante aparatos electrónicos. Sale al parque porque le recomiendan el aire fresco y la sociabilización. Pero el parque también la asfixiará, lo anuncia la música de apertura que se repetirá a modo de ritornelo hacia el final de la película: ésta es una película de terror.
En el parque está Rosa hamacando a su bebé como una madre experta. Pero Rosa no es madre, en principio. Para Liz es una tentación, Rosa la atrae como un imán. Rosa es Ana y ambas son las manipuladores de esta orquesta del terror en donde la musicalidad hace de lo cotidiano algo inquietante. Tan inquietante que no se sabe cómo nombrarlo.
Aquí pueden leer textos de Marcos Vieytes, Marcela Ojea y Juan Rearte sobre esta película.
Mi amiga del parque (Argentina, 2015), de Ana Katz, c/Julieta Zylberberg, Ana Katz, Mirella Pascual, Maricel Álvarez, Daniel Hendler, 84′.
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