Esta es la película que desearía ver todos los días. Su cadencia, estructura, su tono general mantienen una belleza formal sin esfuerzo ni altisonancia. No hay apriete para el espectador, no exige adelantar el juicio, no fuerza el texto, ni subraya secuencias con música o encuadres pretenciosos. Al mismo tiempo, desestima tipologías como la de “película chiquita” o la más benévola de cine indie, tampoco creo que se interese por focalizar, cuando no se habla de “retratar”, el “universo femenino”. Su interés, en cambio, se apoya en la errancia y acaso sea ese placer el que permite sobrellevar la angustia y la melancolía que se desprenden de su paleta gris y del frío que está tematizado con fuerza.
Katz es una gran directora de actores y ella misma encuentra en la Rosa que compone un laberinto íntimo hecho de miradas enigmáticas, de desconcierto y de gestos, un laberinto cuya salida, a la que es tan proclive el realismo festivalero, no es tan evidente. Rosa y Liz (Julieta Zylberberg, excelente también en el espesor de la madre “sin instinto”) son un dúo maravilloso y memorable, en el que sobresalen las carencias, para la primera la de no ser madre, aún cuando durante la mayor parte de la película empuja un cochecito, sobre la segunda pesa la falta del “instinto maternal”, según concluye su amiga. Algunas de esas faltas están solapadas, escondidas, o bien latentes, sobre todo en Liz, la editora y escritora, de quien es posible sospechar más deseos de escribir que un trabajo efectivo. Ya se trate de la pérdida de la madre, de la cuestión de la teta o de formas de desconocimiento, como la “fórmula” para criar al hijo y mantener la intimidad de la pareja o para llegar a meter quinta en el auto, la falta es una huella constante. En ese punto, la materialidad de las relaciones es uno de los principales problemas y una causa del estado de extravío o de errancia.
El fondo material del conflicto es la comunicación, sus redes, sus canales, las figuras que toman parte de ella y su mirada del mundo. La comunicación se vuelve improbable: “no nos estamos entendiendo”, es el leit motiv que va escandiendo la temporalidad de la película y fragmentando, aislando, a los personajes. Si Rosa, que trabaja en una fábrica y vende pan relleno para parar la olla, no encuentra un balance en la relación con su hermana Renata (Maricel Álvarez), hace uso de ese desencuentro para invertir los roles (“tengo una hermana que está mal”) y volverse madre mientras sea posible. Al mismo tiempo, si Liz, agobiada por su reciente maternidad, limita la comunicación con su marido (que hace un documental en las heladas cimas de un volcán) a la conexión de Skype, parece cierto que permite que esa maternidad, más “firme” y “militante” en las mujeres que frecuentan el arenero del parque, se desdibuje en otros contornos, en Yasmina (excelente Mirella Pascual), la niñera, o en Lucho (Mariano Sayavedra), un viejo amigo que no permite la emergencia de una historia de juventud. El pasado proyecta conocimientos que quedan fuera del contorno de luz: así, el padre de Liz también mantiene un vínculo virtual con su hija y con su nieto: registros de citas de Nicanor Parra grabados en el contestador.
Los hombres son ciertamente secundarios, accesorios, están depositados en la memoria o en soportes mecánicos o virtuales, pero creo que eso no define la expansión e impresión de una mirada femenina, sino que simplemente es posible compartir la mirada de Liz y de Rosa, miradas inseguras y vacilantes. El temor a la tragedia, latente en un plano incomunicable, es un ejemplo de que participamos de los temores y prejuicios arraigados en la mirada del mundo que Liz en un momento interpone a Rosa. Bajo una poética sinuosa, tentativa que quiere dar con un lenguaje, Mi amiga del parque elabora una forma física, material y palpable: un mundo compartido.
Aquí puede leerse un texto de Marcela Ojea sobre la misma película.
Mi amiga del parque (Argentina, 2015), de Ana Katz, c/Julieta Zylberberg, Ana Katz, Mirella Pascual, Maricel Álvarez, Daniel Hendler, 84′.
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