Alberto Tabbia es el autor de NOTAS para una contrahistoria del CINE ARGENTINO (que pueden leer aquí), un libro que en realidad nunca llegó a ser tal en vida de aquel y, si ahora lo es gracias a la edición curada por Edgardo Cozarinsky, conserva su ligereza fragmentaria no exenta de notables datos concretos. Por ejemplo, el consignado en el primer texto:
“La primera moviola fue importada a la Argentina en 1938. (…) En esa fecha se inaugura la posibilidad de montar ya no aproximadamente, ya no ‘a ojito’, sino con una precisión inédita (…).”
El dato es fundamental y da pie a la preferencia del autor por el cine “agreste” argentino de la década del ’30, evidencia de extrema lucidez cinéfila.
“Esa voluntad (…) de ‘hacer cine’ está en el Ferreyra de Puente Alsina, con una potencia única que supera la ingenuidad ideológica y la anécdota sentimental; la sofisticación del Bric-à-brac art-déco y la sintaxis anómala con que juega Mom en Monte criollo (1935), la energía avasalladora, desprolija, de Romero en La rubia del camino (1938) no menos que en Fuera de la ley (1937). De Saslavasky prefiero volver a ver El loco Serenata (1939), aun la tan fallida Nace un amor (1938), antes que la pulidísima Eclipse de sol (1943).”
Esa dificultad técnica, que incidió directamente en las películas nacionales de la época, había tenido un antecedente en los impedimentos que vuelven igualmente encantador al primer cine hablado de Hollywood, ese del que Jean-Pierre Melville admiraba su artificial focalización sonora.
A través del cine de Luis Saslavasky, el segundo texto le permite a Tabbia añadir otras razones menos técnicas a la superioridad de esas “películas nacionales” que el citado director despreciaba por “lo trivial, lo gastado y lo artificioso”, no otra cosa que eufemismos destinados a no pronunciar la palabra “popular”.
Tabbia recupera una curiosa crítica de Crimen a las tres escrita por el propio Saslavasky, también director de la película, en la que tanto se ataca como se defiende a sí mismo, disociación que recuerda la anécdota de Borges revelándose incapaz de contener el llanto ante uno de esos tango canción que tanta le repulsa le causaban. Lejos de enaltecer su juicio, la situación exhibe limitaciones y prejuicios con un patetismo del que aún hoy los críticos cultores de la objetividad huyen como de la peste.
El mismo Tabbia celebra, con Saslavasky, que “algo vital entra bruscamente en la película”, reconoce que está reñido de “esa obediencia a una noción de buen gusto (…), el respeto dominante de formas y usos, de esos ‘buenos modales’ que la clase alta a menudo se permite ignorar tan llanamente como el otro extremo de la sociedad”, y valora la noción de lo ‘popular’ pese a que no parece tener simpatía alguna hacia el peronismo, desde una posición acaso cercana a la de muchos intelectuales liberales argentinos contemporáneos (no sé cuál de estos tres últimos términos debo encerrar entre comillas), como estos comentarios evidencian:
“¿Qué me hace preferir en el cine argentino de los 30 una expresión aproximativa, aun no pulida, silvestre, lo que llamaría sin paternalismo alguno un balbuceo, por oposición al mecanismo bien aceitado, al equilibrio y armonía de las partes, a cierta noción invasora de decora, a todo lo que triunfaría a principios de los 40, antes de que el peronismo importase teléfonos blancos y proteccionismo indiscriminado (*)?”
“ (…) a la altura de lo que sería la continuación de la calle Canning, hoy ‘nacionalizada’ (*) como Scalabrini Ortiz.”
“Homero Manzi, coguionista del film, ilustra con su itinerario político, entre Forja y el justicialismo, las incertidumbres ideológicas (*) de la época en Buenos Aires.”
La inclinación, tampoco exenta de escrúpulos en su caso, a distinguir entre lo popular y lo populista atraviesa el libro de manera estimulante, dispersa y embrionaria. Tabbia está cerca de todo aquello sobre lo que discurre sin que por ello el objeto al que se acerca quede eclipsado como tal. La cercanía afectiva se manifiesta a menudo mediante la distancia retórica de la ironía no exenta de condescendiente perfidia. Pese a ello -pero también debido a ese mismo- impulso que enaltece el propio narcisismo se disfruta leer su referencia al “anodino” Gregory Peck, o que mire a La historia oficial como una weepie, esas películas pensadas por Hollywood para hacer llorar a las mujeres.
O que vea en una voz en off de La guerra gaucha el anticipo de procedimientos utilizados por Joseph Losey y Marguerite Duras.
O que nos contagie las ganas impostergables de ver alguna de las primeras películas de Arturo Mom (Monte criollo, Palermo).
O que rastree en La fiesta de todos “la continuidad profunda de ciertas formas de entretenimiento populista más allá de los aparentes puntos de inicio y final del Proceso”.
Al propio Tabbia, que la llevó a cabo, y a Cozarinsky, que decidió incluirla, debemos agradecer la entrevista a Serge Daney sobre cine argentino que sirve, aún hoy entre nosotros, para despejar dudas, combatir cegueras estéticas e ideológicas sobre paradigmas cinematográficos nacionales, y darse cuenta de que, así como las películas de Armando Bó continúan estando más vivas que las de Leopoldo Torre Nilsson, las mejores películas de Campusano sobrevivirán a las de sus contemporáneos.
Queda por ver cuál es la versión de la historia contra la que estas notas esbozan la suya.
(*) Las palabras fueron destacadas por el autor de esta crítica.
NOTAS para una contrahistoria del CINE ARGENTINO, de Alberto Tabbia. Selección y prólogo: Edgardo Cozarinsky. 30° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.
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