Viaje a la tierra como centro. Según las creencias eclesiásticas del siglo XVII, que arrastraban la herencia aristotélica, la Tierra permanecía estática y se ubicaba en el centro. La defensa de Galileo de la teoría copernicana, que confirmaba en tal lugar privilegiado no a la Tierra sino al Sol, barrió con el tiempo tales creencias. Algo de esto le sobrevuela a Raúl Ruiz, que decide que el tema merezca un par de referencias tan breves como nada azarosas en su monumental Misterios de Lisboa (2010).
Una de ellas se encuentra a cargo de uno de los personajes más seductores de la película: Alberto De Magallanes, en su pasado un sicario que luego amasó una enorme fortuna en la Portugal del siglo XIX. Mudado a una amplia mansión, guía hostilmente a su servidumbre en la distribución de sus pertenencias en los espacios. Al finalizar la escena levanta con furia uno de esos objetos: una esfera armilar, estatuilla que representa el movimiento de las estrellas rodeando la Tierra. Dicha esfera, sugestivamente, también se encuentra casi en el centro de la bandera de Portugal.
Por otra parte, una referencia a Galileo se presenta en forma directa durante los primeros minutos de película: un grupo de niños escucha atentamente a su maestro, el Padre Dinis Ramalho y Sosa, en el aula de una escuela religiosa. El maestro pregunta a la clase quien comenzó el estudio sobre la observación de la física dinámica. Y elige al niño Joao, el cual inmediatamente responde el nombre del astrónomo del siglo XVII.
A través del niño, Ruiz nos lleva a pensar, aunque sea por un instante, en otra dirección. El sacerdote continúa con su evaluación: “¿Qué es la física dinámica?”. Joao contesta: “Dinámica es el ramo de la mecánica que estudia la fuerza y los movimientos producidos por ellos mismos”. “¿Y qué es la fuerza?”. “Es aquello que puede alterar el estado de reposo o movimiento de un cuerpo, o deformarlo”.
Alberto De Magallanes levanta aquella vieja tradición, funcional a la mirada antropocéntrica: el hombre como centro de la Creación, inamovible. Quien va a responder a esta mirada es el mismo Raúl Ruiz a través de Joao: la alteración de los cuerpos es la tarea que el director chileno emprende durante las casi cuatro horas y media de película. Para con sus personajes y sus espectadores.
Para tal fin, el director decide jugar un doble juego, en el cual establece complicidad con diferentes tipos de espectador. En principio, ante la apariencia más epidérmica, una mirada clásica se verá no satisfecha por completo, pero sí fascinada ante el esteticismo de Misterios de Lisboa, y legalizada finalmente por una aparente corrección política de la cámara.
Viaje al hombre como centro. Portugal es el escenario central de Misterios de Lisboa, además de Francia, Italia y Brasil. Y transcurre durante el siglo XIX, que se caracterizó según Alain Robbe-Grillet por “el apogeo del individuo”. La resignación de la figura divina como eje del mundo había encontrado su límite en el Renacimiento: la representación humana la reemplaza. Es el hombre, desde ese entonces, quien se encuentra en condiciones de dominar el mundo. A pesar de que Joao, el narrador dominante en la historia, cuenta que “(…) tenía catorce años y no sabía quién era”. Y también: “Todos tenían apellidos, cuatro, cinco, incluso más. Yo solo era Joao”. De hecho, un compañero de estudios lo increpa antes de arrebatarle un libro, espetándole: “Los libros no hablan de zapateros, ni de ladrones. Ni de bastardos… ¡Y tu eres un bastardo! ¡Hijo de un ladrón y de un zapatero!”.
Pero el niño quiere saber, busca ser esa figura decimonónica con nombre, apellido, con una identidad. Y Ruiz le dará el gusto, parcialmente: Joao será, en gran medida, el eje de la mayoría de los relatos en Misterios de Lisboa. En los primeros minutos, el espectador no se anoticia todavía que tras su provisorio seudónimo se encuentra una identidad que luego se presume -solo se presume- más sólida: Joao es en realidad hijo de la Condesa de Santa Bárbara, Ángela de Lima. Al nacer, fue arrancado de los brazos de su madre. El destino que el Conde, esposo de Ángela, eligió para el recién nacido era la muerte. Pues el padre del niño no era él sino Pedro da Silva, segundo hijo del Conde de Alvacoes. Años más tarde, Joao adoptará el nombre del padre. Por su parte, el Conde humilla a Ángela besándose con su amante Eugenia delante de ella; y a la vez la condena al encierro en el castillo. Por su parte, Alberto De Magallanes en el pasado es el asesino Heliodoro, apodado “come cuchillos”, a quien el Conde le encarga matar al bebé, que luego será Joao, y más adelante Pedro que va progresivamente adquiriendo conciencia de sí. El criminal desiste de su misión a cambio de unas monedas de oro por parte de un gitano, el mestizo Sabino Cabra, quien años más tarde deviene Sebastián de Melo, y finalmente será… el Padre Dinis. Heliodoro, ya como Alberto De Magallanes, está casado con Eugenia –la entonces amante del Conde-. Y a la vez es perseguido por una antigua amante a la fuerza, Elisa de Montfort, duquesa de Cliton, por considerarlo culpable de la muerte de su hermano. El entrecruzamiento folletinesco de personajes, conduce a que Pedro la conozca y se enamore de ella; y se intente batir a duelo con De Magallanes.
Las citadas son solo algunas de las historias inconclusas, entrecruzamientos de personajes, triángulos amorosos, variaciones de identidad, y circunstancias que se presumen azarosas pero que en realidad buscan integrarse al monumental mapa de Misterios de Lisboa. Muy preciso, De Magallanes, al relatarle su pasado a Pedro, acota: “Comenzó como un juego frívolo y acabó como un sórdido drama burgués”. Efectivamente, una de las posibilidades de vínculo con la película es integrarse a la oscilación entre el juego y el drama. Pero el personaje se encuentra dentro del mapa: no está en condiciones de pensar la estructura. Como es habitual en Ruiz, en cualquier figura de la historia que el espectador elija apoyarse, faltan o sobran piezas. La vía narrativa es el anzuelo para entrar de modo convencional a la película. Pero lo que se presenta por delante es un juego de desplazamientos, que atenta contra la condensación metafórica.
Por lo tanto, el individuo como centro, el eje de los relatos del siglo XIX, la confirmación de su supremacía, la posibilidad de resolución de los conflictos con los entornos, con los otros, con ellos mismos, y con el mundo, quedan desplazados. La fuerza, al decir de Galileo, termina alterando y/o deformando los cuerpos, por ende las identidades y las certezas.
Aberraciones de Ruiz. ¿Cómo lleva a cabo el director chileno esta misión? Por medio de lo que Gilles Deleuze denomina movimiento aberrante: un movimiento que perdió el centro, y se constituye en una anomalía. Ruiz logra independizar sus imágenes de la búsqueda de movimiento, tan característica del cine en su forma clásica. Aunque, por otra parte, la dialéctica se completa con un envase que se presume lineal, aristotélico, que mantiene la atención en función de las relaciones más clásicas con la imagen. La promesa de una trama, aún falsa, si se mantiene garantiza un público mayoritario, habituado sobre todo a la linealidad.
Dice Deleuze: “Lo que nosotros llamamos normalidad es la existencia de centros: centros de revolución del movimiento mismo, de equilibrio de fuerzas, de gravedad de los móviles, y de observación para un espectador capaz de conocer o de percibir lo móvil y de signar al movimiento. Un movimiento que de una u otra manera escape al centrado es anormal, aberrante”. Y, en consonancia con nuestro análisis, continúa: “La antigüedad se topaba con estas aberraciones del movimiento que afectaban incluso a la astronomía, y que cuando se pasaba al mundo sublunar de los hombres (Aristóteles) se hacían cada vez más considerables”.
Por lo tanto, la historia de la humanidad no es lineal ni progresiva: la aberración no superó la anterior supeditación al centro, sino que todo convivió siempre. Lo que pareciera ser la tesis de Misterios de Lisboa, en la cual se integran a la vez que se impugnan, la pretensión del movimiento normal -pretensión de personajes como Joao/Pedro en complicidad con un público ávido de seguridades- con la promoción de las aberraciones.
Sin certezas. Pero no solo en la forma fragmentaria del/los relato/s se halla la fuga del centrado. Uno de los componentes principales en el mundo de aberraciones de Ruiz se encuentra en los usos de la cámara. En tal sentido, si de un fresco de noblezas y reinados se trata, el reinado de la cámara no lo es en el sentido más habitual, por medio de la elipsis. Es el del travelling y sobre todo de los planos secuencia, que corren el velo, en modo progresivo, hacia espacios nuevos. Estos se actualizan en un provisorio aquí y ahora, acompañando la percepción del momento inmediato de la historia. Pero tales espacios, promueven a su vez tiempos añadidos, complementarios, suplementarios, integrados, que se resignifican conforme los hallazgos en el seno de la misma toma que no cesa. El descubrimiento y la incorporación de un travelling que pasea por nuevos capítulos de tiempo y espacio, los planos secuencia que con la excusa de seguir al cuerpo de un personaje –por lo tanto presumiblemente supeditar la cámara al relato del mismo-, abren las ventanas a una promoción de un tiempo que ya se independizó de sus pretensiones de trascendencia.
Pero de todos modos, la cámara se activa en función de tales develaciones a través de desplazamientos armónicos. Para ello, Ruiz decide que el hábito de la cámara que impere en la película, sea el del plano secuencia que abarca la escena completa.
En tal sentido, uno de los ejemplos más ricos en el corpus de relatos y micro relatos que proliferan en Misterios de Lisboa se encuentra en los primeros instantes de una escena en la cual se reencuentran luego de años, Alberto De Magallanes y Elisa de Montfort. El salón de la mansión en donde se celebra una de las concurridas reuniones sociales de la aristocracia incluye a través del recorte de Ruiz, una entrada, una escalera que desciende al salón, y el salón mismo. La cámara comienza su recorrido mediante un plano general de los invitados del salón, para continuar por medio de un travelling hacia arriba que enfoca la escalera, con algunos invitados ascendiendo. En su curso ascendente, dicha cámara se detiene en el centro de una baranda en la cual se encuentra apoyada la duquesa con su mirada orientada al salón, o sea hacia abajo. El resultado es un contrapicado pronunciado que realza su figura. Pero dicha angulación, gradualmente se va tornando menos pronunciada hasta ubicarse a la par de la figura humana, sin abandonar su eje central. Y otra instancia se agrega: al cuadro se incorporan, al ingresar por atrás de ella, De Magallanes y su esposa Eugenia. Elisa se da vuelta y los ve. Los sigue. Y el plano secuencia los sigue a ellos. Él advierte la presencia de su antigua amante; gira levemente la cabeza. Acto seguido, él se cruza con un conocido con el cual inicia una conversación. Eugenia sigue caminando sola, dejando atrás a su esposo. La cámara la sigue mientras desciende la escalera.
Dos recursos promueven el extrañamiento del espectador: la escena es narrada en off por Pedro –quien no interviene en la situación–; y que nunca se abandone el plano general, por lo cual el dramatismo, la intriga, queda relegada, contaminada por un marco en donde el protagonismo es solo parcialmente de los personajes y sus pasiones, venganzas, etc. La distancia promovida por el relator, más el trabajo con contextos que se van resignificando, replanteando, suplantándose, impugnándose, involucra a la imagen en las aberraciones del movimiento. En el tramo descripto de una escena que continúa, Pedro dice antes de mencionar al matrimonio: “Hay en la vida acasos y coincidencias tan extravagantes que ningún novelista osaría inventarlas”. La cámara que sigue a Eugenia, incorpora a dos asistentes a la reunión que caminan en la misma dirección descendente, y toman la posta del relato, por medio de un diálogo en el cual uno de ellos dice conocer a Alberto De Magallanes. Su interlocutor le contesta: “¿Es así que él se llama por aquí? En París se llamaba Leopoldo Saavedra y en Bruselas, Tobías Navarro”. Por lo tanto, a lo que se asiste es al permanente desplazamiento de situaciones y personajes que se presumen centrados.
El mismo Ruiz da cuenta de su pensamiento a través de la cámara: “Todo plano contiene otros planos posibles, más o menos numerosos según el tipo de encuadre que se use. Un encuadre que dramatice excesivamente de manera que sea necesario un tiempo para descifrarlo (en pintura le llaman ‘manera rugosa’) no dará la posibilidad al espectador a imaginarse otros encuadres posibles. Un encuadre menos elocuente (manera’lisa’) despertará las ganas de dar opiniones visuales. Cada plano, así pensado, pero en general todo plano, despierta opiniones visuales, quiero decir, las entradas en el plano, el paseo dentro del cuadro”
El director chileno nos lleva a desconfiar de toda certeza. Y tanto para él, como para Deleuze, el problema parece ser la certeza misma. Dice él filósofo: “Lo que hace de este problema un problema cinematográfico tanto como filosófico es que la imagen-movimiento parece ser en sí misma un movimiento fundamentalmente aberrante, anormal.”
Alta cultura, arte y posibilidad. Misterios de Lisboa se pasea por los estrados de la alta cultura. Para ello involucra a la pintura renacentista – basada en gran medida en el centrado de la figura humana -a través de actualizaciones pictóricas, o bien remite a tal movimiento por medio de las composiciones de luz y color. También involucra otros movimientos: la luz de la escena en la cual el arrepentido de sus pecados Conde de Santa Bárbara agoniza en su lecho de muerte con el Padre Dinis al lado, se encuentra apoyada en el tenebrismo barroco, cuyo recurso es el contraste violento entre una luz muy sectorizada, y la sombra. Tales guiños y referencias se relacionan tanto con un espectador erudito en tales movimientos, como con quienes no lo son y encuentran una oportunidad para la indagación. En el mismo sentido opera el diálogo que Ruiz establece con la literatura del siglo diecinueve en sus variantes más populares. O con la teatralidad promovida tanto a partir de ciertas recurrencias al plano secuencia con un tiempo importante de cámara fija, como a la maqueta de Joao/Pedro, regalo de su madre, que le resulta muy útil para estructurar un relato concebido a partir de la falsedad. Pero que se presenta no solo verosímil, sino verdadero en el momento en que el contrato con los interlocutores de la historia se establece. Más allá de que avanzada la historia, el relato cambie recurrentemente de narrador, cuestionando el protagonismo y – una vez más – el eje de quien se presume como protagonista.
Contra la posmodernidad. A pesar del caleidoscopio de relatos, tan característico de la posmodernidad cinematográfica, los mundos de Raúl Ruiz en general y Misterios de Lisboa en particular, se encuentran a salvo de los entramados posmodernos de mucho cine contemporáneo, en los cuales los relatos no tienen demasiada importancia y lo más importante es la deconstrucción en sí misma. Aquí, el relato/los relatos importan. Si bien la deconstrucción es escencial para comprender a Ruiz, esto es solo el comienzo. Lo inconcluso de las anécdotas, las vidas irresueltas, las aberraciones de movimiento, se encuentran en función de una nueva posibilidad que el cineasta chileno le otorga al cine. Mientras los relatos posmodernos clausuran la posibilidad de sentidos, Raúl Ruiz no cesa de inaugurarlos. Con una generosidad que en general, los diferentes espectadores– “clásicos” y “modernos” – suelen reconocerle. Desde ahí, quizá haya que pensar en que las categorías cinematográficas, en los mejores casos, no son compartimentos estancos. Y que el cine no es una ciencia exacta.
Aquí puede leerse un texto de Marcos Rodríguez sobre la misma película.
Misterios de Lisboa (Francia/Portugal, 2010), de Raúl Ruiz, c/Adriano Luz, Maria Joao Bastos, Léa Seydoux, Clotilde Hesme, Afonso Pimentel, 272′.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: