2012
Jueves, dos de la mañana. Después de escribir unas cuatro horas y comerme sesenta mil chupetines desperté a C. a las seis y pico y nos fuimos a la playa con Rosa, para que corriera un poco. Había poca gente, los tres estábamos contentos. La pasé realmente bien. No sé cuánto tiempo hace que no veía la mañana del verano. Cuando madrugo para ir a trabajar es como si anduviera con los ojos cerrados. Cuando estoy de vacaciones me acuesto a cualquier hora y me levanto después del mediodía. Los tonos de verde que vi hoy no los había notado nunca en Mar del Plata. En una de esas me convierto en un madrugador. Volvimos a casa cerca de las nueve, tomamos mate con medialunas y después, a eso de las diez, me acosté. Me levanté cerca de las tres. C. había hecho fideos con salsa, no exactamente lo mejor para un día de treinta grados, pero en fin, qué importa. Me gusta estar con ella.
Aproveché la tarde que quedaba para ver Elegidos para la gloria. Dura tres horas pero, como sucede cuando los planetas se alinean en Hollywood, podría durar seis y funcionaría igual. La película tiene corazón y un pulso admirable para trabajar con muchos personajes, muchos episodios y muchos géneros. Si no me acuerdo mal, todo se desarrolla entre 1947 y 1963, entre la primera vez que un piloto lleva un avión más allá de la barrera del sonido y el primer grupo de astronautas estadounidenses puestos a volar en el espacio. Me acordé varias veces de El juego de la fortuna porque hay muchas escenas en las que se impone el factor profesional sobre el método. En un momento los pilotos deciden dejar en claro que no son semejantes a los monos que realizan también su entrenamiento. O sea: Detente niño nerd. Hay algo maravilloso en la forma que encuentra Kaufmann de desarrollar paralelamente dos historias que son al mismo tiempo similares y antitéticas. Mientras en el sistema ultra complejo y burocrático los pilotos ejercen su solidaridad interna, corrigen el vocabulario de los científicos, modifican las cápsulas, protegen su intimidad y dejan en claro que también ellos deben tomar decisiones, el mejor de todos los personajes, el cowboy del aire -es decir, el solitario Sam Shepard-, rompe otro récord sin más testigos que los que trabajan en su base. La gloria le pertenece también al que no tiene a Life y al estado nacional siguiendo sus pasos.
El personaje de Shepard -piloto brillante y bravío– es un emblema del cine estadounidense. Es de algún modo el hombre que mató a Liberty Valance, así como los siete astronautas son, lógicamente, versiones de James Stewart. Pero he aquí un detalle: estos Stewarts se autoimponen y devienen también ellos Waynes. Y así corre el tiempo, como en una historia en la que dos figuras hacen que todo se desenvuelva y se reconfigure. No exagero si traigo a Ford a la memoria. Los primeros minutos sobre todo, aquellos en los que hay una prueba, un entierro, un bar, un obrero que ayuda a que el piloto consiga subirse al avión (o montarlo, porque obviamente es su caballo), esos minutos geniales rinden homenaje al gran tuerto.
Después de cenar vi Delicias turcas (no encuentro de dónde bajar Invasión). Algo me pasó a los 45 o 50 minutos: el entusiasmo que llevaba encima y me había hecho pensar que estaba frente a una película tan o más musculosa que las de Ferreri y Bellocchio, tan o más musculosa que las de Oshima, se redujo y al final sentí que había visto una película buenísima que debería haber sido genial. Algo parecido escribí sobre L’Apollonide en uno de los textos que publiqué el año pasado en el blog de Cuervo a propósito del festival. Hay películas que pudieron ser grandes y no llegaron a serlo, porque les faltó un golpe de horno o un mayor arrojo. No sé bien qué pasa acá. En comparación con la de Bonello –que me encanta- la de Verhoeven sale ganando porque es más caliente, más arrebatada. El ritmo que tiene es admirable. El montaje, finísimo. Es notorio en las escenas en la ciudad y en el accidente de auto. Pero para mí lo más bello está en cómo ella se arroja de una escalera a los brazos de él, en cómo él salta un ligustro y pone a la mujer en el cochecito de bebé. Es como si fueran pelotitas de flipper chocando con la ciudad, con los otros personajes y entre sí. Amor loco, claro. Y una materialidad alucinante. En las obras del escultor y en el cuerpo de todos. Enumero. Un vomito de Hauer sobre su esposa, su suegra y su reflejo. Un sorete coloreado por la remolacha entre los dedos del mismo Hauer. Los líquidos que segrega el padre moribundo de Monique Van de Ven. El resto de pito que queda en la herramienta con la que Hauer se libera del cierre relámpago. El pelo de concha de una amante ocasional. El moco que se saca, amasa y pega en el sillón el padre de ella… Creo que podría agregar la comida: la banana aplastada en la cara de una, el guiso con ojo de caballo, lo que ella mastica con desesperación cuando está internada. Todo junto contribuye a la sensación de estar frente a una película sudorosa, que se puede tocar y oler, y en la que el sexo es pegajoso, acre, tentador. Tengo que conseguir más películas holandesas de Verhoeven.
5 de enero
Sábado, medianoche. Hojeando Derrumbe encontré el nombre de Jorge Acha y después esta frase: “Ahora el cine ‘artístico’ es una función del ambientador y el vestuarista; si uno quiere ver una película armada por una mente inteligente, tiene que ir a ver cine de acción”. A Guebel no hay que creerle nada, pero bueno, puede que tenga algo de razón. Me acordé enseguida que en Las conversaciones Aira decía algo sobre el cine que me había gustado mucho. Lo busqué acá mismo pero en la parte en que menciono la novelita me dedico a decir pavadas sobre la vanguardia y el periódico. Por suerte había subrayado el libro: “Yo estaba más preparado para explicarle cómo había hecho Kant para escribir sus tres Críticas que para decirle cómo se hacía una película de aventuras”. No sé hasta qué punto lo sabía antes de mi internación en Cuevana, pero me resulta claro que es en el cine de acción que existe la posibilidad de una libertad absoluta de las formas. Los yanquis suelen lastrarlo con su retórica patriotera. En Hong Kong las superficies brillan. Johnnie To es hoy por hoy su artista mayor, un hombre que entiende que los protagonistas deben ser arquetipos, que los temas simples de la traición, la amistad y la venganza no necesitan de psicología y que basta un pellejo de argumento para que la película se libere y cree secuencias antológicas, propias del cine musical. Pasa así en Running Out of Time, en Vengeance, en A Hero Never Dies. En las Bourne no faltan momentos grandes. Pero tampoco faltan trascendentalismos, gravedad chota, pusilanimidad.
6 de enero
Domingo, medianoche. Fuimos a la playa a las ocho, esta vez sin Rosa. Una pena que el viento se haya puesto insoportable. Debería llamar a esto que me pasa «El descubrimiento de la mañana». Y caramba: es un gran descubrimiento. Algunos recorren la playa de escollera a escollera, una y otra vez, y le dan al paisaje un carácter cíclico, como las olas. La mujer que se para en la orilla y se moja el cuerpo con las manos es una imagen imperecedera de la vejez. La veo desde que tengo memoria. Después dormí hasta tarde porque entre el calor grosero y el dolor de espaldas a la noche no había pegado un ojo. El cansancio se cobró lo suyo en el cine. Vi Las aventuras de Tintín. La pasé muy bien, pero en alguna escena trepidante perdí la concentración, un poco por el sueño, otro por los molestos anteojos 3D.
Ayer vi El abismo. No la recordaba bien, pero tampoco ayuda a saber si se trata de mi desmemoria el hecho de que la versión original, la que sin dudas vi en los 90, no esté disponible y haya sido sustituida por el –supongo- corte del director. Lo mismo ocurre con Blade Runner y con Apocalipsis Now. Cierto es que alguien debe haber tenido la gentileza de poner las versiones de estreno a disposición de todos en internet. Pero todavía me cuesta dar con el material que busco. Según lo que recuerdo, la película que vi ayer tiene muchos más extraterrestres, y lo que yo suponía un final feo pero corto es (no sé si siempre o ahora) un mamotreto de más de veinte minutos en el que nuestros amiguitos del espacio detienen las olas gigantes y le dan a la humanidad otra chance. La chance no viene porque sí. Es un premio, no un regalo. La gana para la especie un hombre bueno, que responde al tipo de héroe populista que mencioné varias veces hace poco. Un hombre que es capaz de decirles a tipos con poder que él es responsable de la vida de sus compañeros –y luego de él, Dios– y que el lugar donde están es “Mi plataforma”. Como las cortinas de Enemigo público pero más radical, porque es el trabajo y el compromiso lo que hace propio un bien inaccesible para cualquiera que no sea el estado o una corporación. Mejor: la plataforma es la nave y el proyecto espacial entero de Elegidos para la gloria, cuyos dueños son los pilotos, no los Estados Unidos. No olvidar: Johnson es derrotado por un ama de casa tartamuda. El enfrentamiento de un individuo o un grupo chico contra los poderosos es una inscripción ideológica de Hollywood, una declaración sobre la democracia. En Berlín Occidente hay que enseñarles a los chicos alemanes educados para obedecer maquinalmente que los hombres libres discuten las decisiones de los árbitros (creo que en la escena juegan baseball). Todo lo que en El abismo tiene que ver con esto me parece interesante. Todo lo que tiene que ver con los extraterrestres me parece feo, berreta y new age. No hay mejor ejemplo de lo que puede Cameron – muchísimo – que el descenso de Harris al abismo, una escena excelentísima, llena de emoción. Pero cuando se encuentra con las malditas criaturas el asunto se desbarranca y pelea por un lugar entre lo más pelotudo que haya dado Hollywood. ¿Por qué no sobrevive la película (al menos en esta versión) a sus propias miserias si tiene tantas cosas que pueden darles pelea? Así, rápido, se me ocurren dos motivos. En primer lugar, es notable cómo reinterpreta el epígrafe de Nietzsche – “Cuando miras en lo profundo del abismo, el abismo también te mira a ti” – de manera imbécil, digna de las paupérrimas ideas sobre la sociedad y la naturaleza que Cameron volverá a tratar en Avatar. Luego, Maria Elizabeth Mastrantonio no le llega a los talones a la Linda Hamilton de Terminator y a la Sigourney Weaver de Aliens, por lo que la película pierde en escena lo que sin duda está en sus papeles: una mujer fuerte, decidida, vibrante.
7 de enero
Lunes, dos de la mañana. Avanzo lentamente con Los detectives salvajes pero me mantengo atado a la novela por la sencilla razón de que la disfruto mucho. Volver a leer es una señal de que estoy más fuerte. Ya van como cincuenta días sin puchos. Hace un ratito vi con C. Colateral. Pensaba en su discutible musicalización, no en todas las escenas pero en algunas sí, por la canción o la banda sonora de Newton Howard. Pero bueno, esta sí que sobrevive a su problema, que no es tan acuciante pero que molesta un poco. No puedo dejar de pensar que si hay algo así como un cine contemporáneo hay que ir a descular sus formas no solo en Kiarostami y Hou Hsiao-hsien sino también en películas como esta, que pertenecen enteramente al mundo del entretenimiento. Los Ángeles en una noche, un taxista que quiere tener una compañía de limousines, un asesino a sueldo interpretado por Tom Cruise con pelo ceniciento y un talento descomunal para capturar el movimiento, para mantener la atención en los personajes, para concluir con una de esas secuencias de antología que solamente el cine puede ofrecer.
8 de enero
Martes, una de la mañana. En Depredador hay una escena en la que Arnold dice frente a la cara del bicho algo así cómo: “Quién carajo sos”. Y el bicho responde, por única vez, con las mismas palabras: “Quién carajo sos”. En Las aventuras de Tintín el capitán y su enemigo se encuentran frente a frente en medio de una batalla, con el plano dividido claramente en dos, descendientes ambos de otros hombres de mar, en su tiempo también enfrentados. En el mejor cine estadounidense es una elección dramática importantísima: el antagonista tiene un instante de paridad con el personaje que requiere nuestra identificación. Hoy vi Terminator II. No cabe esta vez nada semejante porque el robot asesino es solo una máquina de matar. Pensaba mientras la veía, con el recuerdo de El abismo fresco, que recorrer las películas de Cameron es recorrer también una historia de las innovaciones técnicas que se promocionan como efectos especiales. En El abismo hay back-projecting y miniaturas junto a efectos que permiten convertir el agua en una jeta. En Terminator II el famoso material líquido que se reconstituye con facilidad y adopta formas distintas. En Avatar todo el cotillón 3D. Lo notable es que las películas son películas y no meras instalaciones para la exhibición de novedades. O por lo menos fue así hasta el bodrio azul.
El argumento de la segunda Terminator –dicho sea de paso: es increíble todo lo que me trajo a la memoria el tema de los Guns– es clásico de la ciencia ficción, con su crítica a los progresos científicos irresponsables, y toma partido por la máquina vetusta, el modelo que va hacia la obsolescencia, aun cuando ese modelo sea, por obra de la paradoja temporal, el todavía ni siquiera imaginado Terminator. No me sorprende que un argumento como este sea filmado por un fanático de las innovaciones, un tipo que no trabajaría con la tecnología Arnold sabiendo que existe la otra máquina. Ruido me hace Avatar, que nos canta himnos a la vida primitiva mientras nos bombardea con estímulos recién salidos de la última computadora. Igual, no es este su verdadero problema. El problema aparece porque la historia no puede gobernar la técnica que la hace posible. Cuando ocurre eso las películas se terminan a la media hora, una vez que el asombro se hizo costumbre. En fin. Como Terminator es una obra maestra, Terminator II tiene que sobreponerse a su recuerdo. Y también a sus parlamentos humanistas: un mensaje de paz que se acomoda medio a los ponchazos a los primeros años pos-soviéticos. Breve y todavía en contacto con la carga emocional de la resolución, el último texto en off, sobre la esperanza, es convincente. No pasa lo mismo con el sueño de Linda Hamilton ni con las palabras que tratan de la necesidad de proteger la vida de las personas. Ya que estoy con Cameron. Para mi ensayo sobre las madres no escribí nada sobre Aliens a pesar de haberlo proyectado. Ahora me doy cuenta de que podría haber tomado también esta Terminator, sobre todo porque hay una diferencia. Linda Hamilton enfrenta al robot como Sigourney Weaver enfrenta al extraterrestre: como madre, con su cría al lado. Pero en Aliens hay ese plano de dos caras que comenté al comienzo, tan parecido al de Depredador: el monstruo pelea por su propia cría, es la hembra que protege los huevos así como la mujer protege a la nena. Y una última vuelta de tuerca: el extraterrestre obedece solo a la naturaleza, la mujer está ahí como madre adoptiva.
Pienso también que el plano de dos caras, o el plano y contraplano que pone en igualdad dramática a los enemigos, o el recurso narrativo que sea, puede tener una versión más oscura. Recuerdo RoboCop. Ahí tenemos al grupo de ejecutivos en su torre y a la banda de delincuentes en sus cubículos. Son igual de canallas. Por lo tanto, se trata también de ponerlos al mismo nivel, pero este nivel es el del piso. Cuando ocurre esto, el drama es el del personaje que queda flotando entre los dos.
11 de enero
Viernes, diez de la noche. Ayer vi El sargento negro. Cuando miro una película de Ford después de mucho tiempo pienso que todo el resto sobra, que ya está bien, que para qué carajo me paso la vida detrás de las películas. No es que El sargento negro sea insuperable. Lo que es insuperable es la sabiduría, el modo en que el tipo encuadra de modo simple una acción simple y parece que fuera el único que sabe hacerlo.
13 de enero
Domingo, siete de la tarde Nos vamos al sur. Calafate y El Chaltén en Argentina. Punta Arenas y Puerto Natales en Chile. Será nuestro primer avión. Salimos el 21.
20 de enero
Domingo, medianoche. Películas de estos días: Los enemigos, Brainstorm, Two-line Blacktop, The Molly Maguires, The Line-up, Caught, The Nickel Ride, Tres camaradas, Moonrise, Mannequin. Hoy vi Los tres días del Cóndor, un muy mediocre film con Redford, de inmerecida fama, y una película de Aldrich, El emperador del norte, que me pareció fenomenal. Borgnine y Marvin están extraordinarios en sus papeles de guarda y vagabundo que compiten por el tren. Se trata de un enfrentamiento que excede el contexto histórico de la depresión, del que no se dice nada que no sea un ícono, para convertirse en un duelo largo, cuyos últimos minutos se desarrollan por fin cuerpo a cuerpo, en una pelea maravillosa, con los dos viejos dándose con palo, con martillo, con hacha, con cadena. La vi con felicidad, entusiasmado, y pensaba que es un ejemplo del cine que amo y ante el cual me parece absurdo molestarme por la extraña o inadecuada musicalización de alguna escena. Lo dice Marvin al final, mientras el tren se pierde en una curva o en el fondo del plano y el pibe que viajó con él (pero nunca verdaderamente) lo escucha desde el agua: «Hacen falta pelotas y corazón». En varios momentos pensé en Walter Hill. Tengo que volver a ver El peleador callejero.
6 de febrero
Miércoles, medianoche. Volví hace unos días del viaje al sur. En El Chaltén pasé una tarde maravillosa caminando horas y horas hacia Laguna de los Tres, el lugar más hermoso que vi en mi vida. Cuando ya estábamos a punto de llegar, después de un último tramo empinado, pedregoso, difícil para nuestro estado físico, el tiempo se jodió y la belleza fue inhóspita y agresiva. Nunca había estado en una situación así, en la que la naturaleza me recordara su poder. Sí señora montaña, lo que usted diga. Algo así debí haber contestado cuando decidimos emprender el regreso, apenas media hora después de haber llegado y casi llorar frente al Fitz Roy. Somos animales urbanos, sobreintegrados y sobreabastecidos. Exageré, posiblemente. Pero esto puedo pensarlo ahora. En ese momento tuve miedo, y el viento fuerte y helado y la nieve que nos golpeaba la cara nos dijeron: Hasta acá. Cuando bajábamos por la zona de mayor pendiente me concentré en el movimiento de mis pies, en la posición de la espalda, como si corriera riesgo. Iba adelante de C., con la intención se identificar zonas flojas, piedras sueltas, lo que fuera. Cuando llegamos a la parte más horizontal, larga pero tranquila, nos reímos, hablamos sobre lo que habíamos hecho, coincidimos en llamarlo Aventura e hicimos chistes sobre nuestros miedos. Somos Fitzcarraldo, le dije. La última parte fue dolorosa porque ya no nos daban más los pies. Llegamos, tomamos un chocolate caliente y nos acostamos más o menos a las ocho y media, después de diez u once horas de caminata. Antes de dormirme pensé una vez más en Herzog, y en que debía volver a estar alguna vez ante el Fitz Roy maravilloso. También traté de convencerme de que no podría haber andado tanto si no hubiera dejado de fumar, algo inverosímil. Las vacaciones terminaron ese día aunque nos quedaban todavía dos.
13 de febrero
Miércoles, una y media de la mañana. Enterado de que La conciencia de Zeno tiene a un personaje fumador como protagonista me puse a leer la novela. Me acuerdo de que la compré hace unos quince años a un peso en la librería de saldos que estaba en San Luis y San Martín, a instancias de Mauricio, que me sugirió que aprovechara la oferta. A cambio yo le hice comprar El mirón de Robbe-Grillet, también a un peso. Punto para Mauricio. Leí con alegría y nervios, porque Zeno es insoportable. Me pasa siempre con las primeras personas neuróticas y deliberativas, incluso cuando tienen tanto humor como la de Svevo. Pero no con las primeras personas infernales al estilo de Dostoievski. Se me ocurre una razón bien simple: soy neurótico y deliberativo. En las primeras páginas Zeno ensaya varios métodos para dejar el humo (así le dice): hace una apuesta, se trata con electricidad, se interna en una clínica de la que escapa al rato. Ahora que hace más de dos meses que no fumo siento que lo puedo decir con la seguridad idiota del recuperado: si de verdad hubiera querido dejar debería haberse puesto a ver películas de acción y aventuras. Es cierto que cuando hace esos intentos – antes de 1890, si no me ubiqué mal – el cine no existía, pero bueno, no es excusa suficiente.
El último capítulo, el de la guerra, pertenece al cielo de la literatura, y citaría con gusto el anuncio de apocalipsis con el que termina todo. Pero yo me quedo con las partes menos evidentemente gloriosas. La prosa ágil, el humor, la pincelada certera con la que pinta el fin de una época. Ahí está la maestría. ¿Quién es este Zeno? Un burgués, un hijo que ha perdido el impulso de enriquecimiento de su padre, un tipo aficionado al cigarrillo y dedicado sin esmero a lo que puede dedicarse alguien que vive de rentas: el comercio, la bolsa, el matrimonio, la infidelidad. Pero esta descripción, aun siendo cierta, aun sin ser una cáscara, es incompleta y hasta esencialmente incompleta, no porque haya algo en su espíritu que no pueda ser reducido a su vida social sino justamente por la razón contraria. Zeno es maravilloso por ser eso que es y por pensar como piensa. No a pesar de su falta de atributos sino por esa misma falta. Cuando la guerra tiene lugar, hace sus primeros buenos negocios, cuando envejece pretende seducir con dinero a la hija de un campesino. Zeno no es bueno. Es inolvidable. En un momento dice algo que no sería descabellado considerar como una declaración de Svevo a propósito de la literatura: “Yo, en cambio, en cuanto abría la boca desfiguraba las cosas o las personas porque de otra manera me hubiera parecido inútil hablar. Sin ser un orador, tenía la enfermedad de la palabra. La palabra, para mí, debía ser un acontecimiento por sí misma y por ello no podía estar aprisionada por ningún otro acontecimiento”. Vale también para el cine.
Aquí pueden leer la primera y la segunda entregas.
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