El dispositivo utilizado en Hábitat es novedoso y llamativo: los primeros planos del film dan cuenta de un ambiente selvático que enseguida se ve interrumpido por la aparición de unos edificios monumentales que funcionan como posible puerta de entrada a la ciudad. La cámara de Masllorens opera como un invasor fantasma que llega a través del río y que poco a poco va penetrando en cada rincón, en cada espacio aparentemente deshabitado, aparentemente abandonado. Este carácter fantasmal está dado por el procedimiento formal de la elipsis y el corte, que le permite estar en cualquier lugar en cualquier momento. Planos de fábricas, parques, calles, universidades y shoppings se suceden sin orden aparente, sin responder a una lógica establecida. También hay pájaros y perros, autos y bicicletas, pero más inquietantes aún son los planos en los que la ciudad parece funcionar sin necesidad de las personas, como si tuviera vida propia: semáforos que pasan de rojo a verde, regulando un tránsito inexistente, ventiladores prendidos refrescando andenes vacíos, escaleras mecánicas que suben y bajan con normalidad, carteles luminosos ofertando todo tipo de productos, televisores encendidos, y con interferencias en la imagen, que remiten a los filmados por Santiago en Invasión.
Hábitat puede pensarse como una película sobre una ciudad abandonada, una ciudad post-apocalíptica, pero también puede ser una película sobre una ciudad fantasma, sobre una ciudad con fantasmas. La ambigüedad de sus imágenes permite la apertura a todo tipo de sentidos e interpretaciones, y ese es tal vez su mayor mérito.
Pero más allá de cualquier fabulación, lo concreto es que Hábitat nos muestra a la ciudad en el momento exacto en que respira, en esos instantes de mínima soledad en los que parece descansar y mirarse a sí misma, pensarse. De este modo, la película no sólo funciona como el reverso de Invasión, en la medida en que se trata de una ciudad que prescinde de las personas y de cualquier disputa de valores, sino que también puede ser vista como la corrección de El sol del membrillo, esa película de Víctor Erice en la que el pintor Antonio López intentaba capturar en su lienzo el instante preciso en el que la luz sol daba de manera única sobre el membrillero del patio de su casa. Lo fugaz e inestable de la situación, más los factores sobre los que no se podía tener control alguno (la luz del sol, las nubes, la lluvia), volvían la empresa irrealizable y daban cuenta de esa imposibilidad del cine, en su condición de artificio, de atrapar la realidad en toda su esencia. Masllorens parece superar aquí esa barrera ¿Cómo lo logra, cómo hizo? Poco importa. Lo cierto es que los planos están ahí y son verdaderos, el verosímil de lo fantástico, mezclado con el terror (los dos géneros con los que Hábitatse cruza no a partir de la puesta en práctica de sus fórmulas, sino en cuanto a la recreación de sus tonos y climas), es creíble. Esta sensación aumenta y se refuerza sobre todo en los planos generales tomados desde cierta altura y en la duración de ellos, donde el rigor formal y el control sobre el espacio que se filma se vuelven más inseguros, más falibles; y donde uno, conocedor de la ciudad y habitual transeúnte de esos lugares ahora desiertos, se ve descolocado, incómodo, llegando, incluso, a pensarse también como una figura fantasmal.
La cámara y la ciudad son los únicos protagonistas de Hábitat, Ciudad-Dios que se nos entrega desnuda y se deja retratar sin culpa por el aparato cinematográfico, único y extraño habitante que decide adoptar, como se ve en el final, cuando la cámara gira y parece despedirse del río por el que llegó, como diciéndole que ya no volverán a verse, que ha encontrado definitivamente su lugar.
Hábitat es, entonces, la leyenda de una ciudad, Buenos Aires, real y actual, pero que la cámara fantasma de Ignacio Masllorens convierte en un espacio imaginario e inquietante. Una ciudad que no está sitiada por enemigo alguno, ni mucho menos defendida por alguien. La ciudad de Hábitat es una ciudad que ha vencido, una ciudad que es, literalmente y como nunca antes, más que la gente.
Hábitat (Argentina, 2013), de Ignacio Masllorens, 40′.
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