Jueves 13 de agosto: En Peeping Tom la madre de la vecina del protagonista dice que mira con la nuca, que habla a través de ella. Como escribo lo anterior sin haber vuelto a verla, soy impreciso, peero asocio ese momento al recuerdo de la fascinación que me causó la escena en que el protagonista de una película de los hermanos Coen viaja en subte con un gato al hombro. El hombre mira hacia adentro y el gato hacia afuera. Por apenas unos centímetros la subjetiva del animal no es la de la nuca de aquel. ¿Qué mira uno con la nuca? La mujer de la película de Michael Powell que le otorgaba tanta importancia a esa parte de su cuerpo era ciega. La nuca, entonces, sustituía a los ojos. Era usual decir de Maradona, y de algún otro jugador excepcional como él, que tenía ojos en la nuca. En ese caso, su capacidad de visión se multiplicaba. En el de la película inglesa no. La nuca en lugar de la mirada, ¿presentía? Ver con la nuca podría ser, espacialmente, tener acceso a la mitad oculta del campo de visión. También, una metáfora del recuerdo. Yo prefiero pensar que sugiere alguna clase de visión. Receptáculo de mensajes divinos, alucinador o clarividente, quien deposita su confianza en la nuca no se fía de las apariencias, descree de los ojos y quién sabe si no también de la boca. Porque la nuca es una superficie lisa. En tal caso, quien viera a través de ella, sea lo que fuere aquello que le dieren a ver, no sería capaz de transmitirlo. No tendría con qué, no habría por dónde.
Miércoles 12 de agosto: En poco menos de una semana he visto tres películas magníficas: Juventud de la bestia (Seijun Suzuki), La Cina e vicina (Marco Bellocchio) y El mercenario (Sergio Corbucci), todas de la década del 60, juguetonas hasta el virtuosismo. En la de Bellocchio hay un terrier cuyo nombre lo dice todo: Ja-Ja. Va y viene por el plano y hasta vuela de un plano a otro, como las palabras, los conceptos y los cuerpos, no exentos de rabia y melancolía. Nunca hasta ahora había percibido cuanto le debe el mejor Moretti a Bellocchio. La de Suzuki va del blanco y negro al color con despampanante lujuria. Dos interiores fabulosos: un boliche que tiene una pared de vidrio, falsos espejos que permiten a los dueños vigilar el local y abismar la escena al director; el otro es la oficina de un gangster que está en un cine: cada escena a color transcurrida allí tiene el fondo cambiante de las proyecciones en blanco y negro. Ya no me quedan dudas de cuánto le debe el mejor Johnny To a Suzuki. La de Corbucci es poesía, mito mugriento y revolución, acaso más escéptica que la de Bellocchio pero festiva. Hay un dúo cómico protagonizado por Tony Musante, que es un payaso, y Jack Palance, que es puto, perverso, se hizo los rulos como Pagliaro y Monzón en Soñar soñar y en una escena se va en bolas a través del desierto. La rutina final entre ambos es también un duelo. La arena en la que los enfrentan es tambien la de un circo. Hay una colombina y también hay un Franco, que no es el generalísimo, sino Nero, cuyo nombre es Sergei como Eisenstein y se apellida Kowalski, como tantos inolvidables personajes (los de Un tranvía llamado deseo, Vanishing Point y Gran Torino, al menos). Corbucci usa el zoom con la maestría de Bava en vez de con la impericia de Visconti: para señalar, montar, divertir, musicalizar… para todo. Nero, que hace de polaco, se la pasa encendiendo fósforos en cuanta superficie inimaginable seamos capaces de imaginar, entre las que se incluye una teta. El culo y la cabeza de una puta dormida le sirven para explicar la lucha de clases. La música de Morricone, tan feliz que dan ganas de llorar toda vez que la oímos, le sirvió a Tarantino para inspirarse. Se vale de ella, tan o incluso más dramáticamente que Corbucci, para el «ajusticiamiento» del oficial alemán a manos -batidoras- del Oso judío en Bastardos sin gloria, y la disposición de los mercenarios en el plano reconfigura la plaza de toros original como campo de baseball. El marcado movimiento de la cámara al final de la escena, que va de Pitt al mapa del territorio, al traductor y al nazi sobreviviente, sin cortes de plano, con Eli Roth atento detrás del último, invirtiendo las posiciones del receptor y del bateador, confirma el diseño, lo traza en el aire para alumbrar la idea en el que mira.
Martes 11 de agosto: La mano quiere escribir no importa qué. ¿Tampoco importa de quién fuere la mano? ¿A qué responde? “Resguardo de la intimidad, ando con ganas de reunirme luego de varios días abierto a la multitud”, escribe la mano sin orden, librada a su propio arbitrio. Es menester hacerse de un bolígrafo que se deslice deliciosamente, que no oponga la más mínima resistencia al pensamiento, así como evitar sustantivos demasiado ampulosos, graves. «Poesía», por ejemplo. Pueden estorbar incluso las imágenes, su demasiada nitidez. Sin figuración la mano fluye inadvertida, huye de toda potestad. No escribe, se mueve, se desplaza sin necesidad de concentración. No necesita fotos ni relatos, fabula su descanso del sentido. Una serie de disparos derriban la muralla de la fortaleza.
Miércoles 5 de agosto: Escucho los cantos de la hinchada de River que llegan desde el estadio distante unas pocas cuadras del departamento. Está jugando la final de la Copa Libertadores. La noche es fresca pero festiva. La lluvia amplifica el sonido. Ya no soy hincha de ningún equipo de fútbol, pero me pone feliz escuchar las voces que empequeñecen la noche volviéndola familiar y multitudinaria. Estoy seguro de que la culpa de la culpa que sentí luego de ver Mi madre es pura y exclusivamente de Moretti, sobre todo del plano final –o cercano al final, no puedo asegurarlo- en el que la protagonista mira a cámara con los ojos vidriosos y de ese modo la película procura prolongar su dolor en el espectador con tan descarado cálculo conceptual que yo no pude menos que, primero, enfriar el sentimiento suscitado antes por la diégesis y, luego, rechazar el intento de trasladarlo a otra esfera. ¿Qué quiso hacer exactamente Moretti con esta película? ¿Llorar a su madre, dejar de llorarla, que nosotros la lloremos en su lugar? A medio camino entre un relato lineal y otro reflexivo, Mi madre terminó por no hacerme sentir casi nada y minimizar o hasta olvidar la empatía fugaz que tuve con ella. Moretti me había emocionado antes, muchas veces. Ahora, no. Me aburrí durante la mayor parte del tiempo. El minimalismo estético construye sentimientos en un par de planos a través de la sobriedad, pero todo me supo a cálculo desangelado, a especulación racional. Mucho más honesto, efectivo y fabuloso es Maurice Pialat en La boca abierta, que finalmente vi pensando que iba a solazarme en el sufrimiento, cosa mucho más lícita, más rotunda, más honesta en definitiva que sobriedades –en verdad, pobrezas- como las de Mi madre, para encontrarme con una película que no teme sufrir por el hecho y mostrar ese sufrimiento, que incluso comparte las lágrimas de un personaje, pero que no atraviesa la cuarta pared con ellas para obtener algún tipo de rentabilidad estética o sentimental responsable. Se da el lujo, incluso, de cansarnos de la agonía, de fastidiarnos sin culpa con el doliente, de sugerir que la respiración prolongadamente dificultosa de una madre es capaz de quitarle el aire a todos los que la rodean. ¿Eso también le parecerá sádico a este último Moretti?
Lunes 3 de agosto: Un silencio distinto a otro. Catástrofe que, una vez escrita, permite conciliar el sueño.
Domingo 2 de agosto: El plano general, sin ser excesivamente largo, dura lo suficiente para que me llamen la atención dos líneas dibujadas en la montaña, en el extremo superior izquierdo. ¿Por qué, si las voces de los oficiales están en un primer plano sonoro que no se condice con la distancia a la que se encuentra la cámara de ellas? En alguna escena anterior he visto en primer plano la mano de un hombre acercándose a la grieta de una pared y, antes, la herida que atraviesa la palma izquierda de ese hombre. La película es Barnabo de la montaña, de Mario Brenta, y está basada en un relato de Dino Buzzati. Recuerdo, entonces, la adaptación cinematográfica de El desierto de los tártaros y, especialmente, varios planos metafísicos del interior vacío de la fortaleza, más cerca de De Chirico que de Ozu. Más aún, el corset del oficial lisiado que Jacques Perrin mira con perplejidad no exenta de dulzura (por algo sería después el adulto Toto de Nuovo Cinema Paradiso y antes había sido el embelesado admirador de la Aida campesina de Cardinale en La chica de la valija), sin saber que es un derivado de Magritte instalado por Zurlini para suscitar un extrañamiento que habrá de mediar entre el surrealismo original y el nihilismo clínico de Cronenberg en Crash.
Sábado 1 de agosto: Nunca podría insistir demasiado en la advertencia contra la supervaloración del análisis, ya que este conduce invariablemente a aquello contra lo que siempre he luchado: el conocimiento relativo al modo en que algo ha sido hecho. Por el contrario, lo que siempre he tratado de promover es el conocimiento de lo que algo es. (Arnold Schönberg citado por George Steiner en su ensayo Moisés y Arón de Schönberg).
Viernes 31 de julio: No es una gauchesca. Todo indica que es una comedia romántica kurda con la actriz más hermosa que he visto en siglos, un protagonista masculino que tiene presencia viril clásica, un espacio exótico que la película explota con sentido del humor y vaya a saber qué otra grata sorpresa. Se llama My Sweet Pepper Land.
También es un western.
El personaje colectivo de los hermanos cuida de la protagonista es en dos de las tres escenas en las que aparecen el más lindo que recuerdo desde el grupo de psiquiatras que se instalan en la casa de Alberto Closas para analizar el cambio de personalidad de Amelia Bence en Mi mujer está loca, de Carlos Schlieper.
Es, definitivamente, un spaghetti western. Y aparece un personaje idéntico al Santos Vega de José Larralde en la película de Borcosque.
Jueves 30 de julio: Hombres y mujeres como los de Banditi a Orgosolo me hicieron.
Miércoles 29 de julio: ¿El color como redención simbólica de la miseria? Cada uno de los planos de Una noche, después de la guerra es un prodigio de distribución cromática. Valiéndose de los colores brillantes de frutas, publicidad, vestuario y utensilios al alcance de los bolsillos camboyanos más vacíos, Rithy Pahn le impone un orden atractivo al inmenso basural de la ciudad de consumo en que filma, parecida a tantas otras.
Lunes 27 de julio: Leo esta declaración y pienso en el oficio del crítico. El artista -Pialat en este caso- puso en escena el juicio precipitado de la situación a través de los dos personajes sentados y, ahora, el reparo a esa actitud por intermedio del personaje que está de pie. La totalidad de la ficción nos permitirá concluir su juicio, si elige proponer uno mediante la puesta en escena. El académico puede darse el lujo de analizarla «científicamente», sujetándose a un método que le permita suponer que su yo desaparece tras de aquel, pero, ¿y el crítico? Tomando esta escena como un modelo provisorio, acaso pueda escoger entre la precipitación y la cautela, si es que su carácter no decide por él cuando no lo hacen el medio en el que escribe con sus condicionamientos y libertades. Puede oscilar entre ambas incluso, pero se me hace que quien se atiene continuamente a la segunda no se arriesga al descubrimiento o, más bien, a un tipo de creación parecida a la de la improvisación o el número acrobático sin red. Ese crítico es un funcionario. Ya ni siquiera es un creyente, otro nombre del espectador antes de jugarse la fe en la especulación.
Sábado 25 de julio: Temo que haya dolores que no seré capaz de soportar siquiera en una película. No sé exactamente por qué escribo esto hoy. Vi la nueva de Moretti, que no me gustó nada sobre todo porque no encontré dolor allí, porque no sufrí con ella (Habemus papa tampoco me gustó la primera vez que la vi, pero mucho luego, puede que por Piccoli e incluso por Mercedes Sosa). Ya llevo escritas dos páginas acerca de ello y siento culpa. ¿Es porque sé que su madre ha muerto? ¿Es porque sé que alguna vez le pasará lo mismo a la mía y me parece fuera de lugar todo juicio formal sobre una película que narra ese hecho? Esta tarde compré el guión de La flor de mi secreto. Almodóvar escribe cuatro o cinco textos cortos al final tan conmovedores como la escena de la película en la que Marisa Paredes vuelve al pueblo donde está la casa de su madre. Yo pienso en Polvaredas, donde nació la mía, que antes relacionaba con Innisfree y, a través de lo que ese pueblo irlandés significa para el cine gracias a Ford, con alguna clase de padre. Quiero ver de nuevo la película de Almodóvar, posiblemente para llorar y así correr esta montoncito de piedras acumulado en el pecho, pero no la encuentro. Pruebo con un corto de Raúl Ruiz cuyo título no presagia alegría, pero supongo que sus juegos conceptuales podrían distraerme. “Ponete de acuerdo, Vieytes, decidí si tenés o no tenés ganas de sufrir”. Pero una cosa es el melodrama, donde uno seguro se desahoga si está bien llevado, y otra la melancolía insidiosa y sutil de la conciencia. La voz de Ruiz en Las soledades cuenta el encuentro en su departamento de París con uno de sus tíos y con un hombre de su pueblo que mató a la familia hace cincuenta años, ambos ya fallecidos. Uno de los fantasmas tiene una pezuña ensangrentada en vez de mano derecha y usa sombrero y pipa característicos de Magritte, aunque más bien son esos accesorios los que se sirven de los hombres, cuyas caras suelen desaparecer dejándolos suspendidos en el aire. El autor invisible es Ruiz, del que oímos su voz baja y clara, la nítida dicción en blanco y negro que también, como la protagonista de La flor de mi secreto, vuelve a la tierra natal. Las imágenes son ahora en colores, pero la verdura de Chiloé, lejos de infundir esperanza o exuberancia, me ensombrece tanto que detengo la visión del corto. Si dos minutos fueron demasiado, el noventa por ciento restante me mataría. La última vez que lo vi, Ruiz todavía estaba vivo. La boca abierta, única película de Pialat que aún no he visto y tengo conmigo, me espera. También allí una madre agoniza, parece. Son las cinco menos cuarto de la mañana. Espero dormirme en un par de horas. Recuerdo las palabras del narrador del corto de Ruiz: “Tres edades tiene el hombre: en la primera habla con los muertos; en la segunda, con los vivos; en la tercera habla consigo mismo”.
Aquí pueden leer la entrega anterior del diario y aquí la siguiente.
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