mamma mia poster calidad de verdad.517jpgLas películas más clásicas y convencionalmente dramáticas de Nanni Moretti son las menos interesantes de su filmografía. Tanto Mi madre como La habitación del hijo giran alrededor de la muerte de un miembro de la familia y un par de planos y escenas duelen. Eso no las hace mejores que las otras. Sucede que es imposible distraerse de la situación que le toca vivir a la protagonista, más aún cuando no hay prácticamente nada en la puesta en escena que desvíe la atención del hecho narrado. Tampoco se solaza en la agonía. La habitación del hijo y Mi madre son dos de las películas más homogéneas y deslucidas de Moretti. Sin embargo, esta última empieza con un movimiento problemático de la cámara, que surge desde atrás de las espaldas de unos policías hasta ubicarse, gracias a una grúa que se eleva por encimo de un portón, junto a los obreros de una fábrica que intentan entrar en ella a la fuerza ante la posibilidad de perder sus puestos de trabajo. Tras mostrarnos breve y parcialmente el enfrentamiento y la represión, una mujer entra en escena y ordena el corte, revelando que se trataba de un rodaje.

A la reflexión sobre el lugar inicial de la cámara y su trayecto, se suma otra que la relativiza: ¿esa primera cámara respondía a las órdenes de Moretti, director de Mi madre, o a las de la directora de la ficción encarnada por Margherita Buy? Debido a la ausencia de marcas que distingan a una de otra me inclino por la primera de las hipótesis. Ni bien aparece, la directora le recrimina a uno de los camarógrafos, acaso el director de fotografía, haber filmado la represión demasiado cerca de los cuerpos golpeados por la policía, lo que a ella le basta para tildarlo de “sádico” como cualquier hija de vecino dice “patético” o “divina”. Sabemos que ese plano existe porque el acusado no lo desmiente y también sabemos que quien está hablando a través de la actriz es la puesta en escena de la película de Moretti, esa misma que ha filmado los dos lados del conflicto en cuestión elevándose por sobre ellos, y que ahora legisla verbalmente una ética incruenta de las imágenes a través de ese alter ego del director con cuerpo de mujer, como si la potencial exposición cercana de los cuerpos de los trabajadores golpeados durante la represión fuese sádica per se (en el extremo opuesto, pienso en Tarantino afirmando públicamente que le gustaría dirigir el próximo operativo de las Fuerzas Antidisturbios españolas después de ver la represión contra los manifestantes que reclamaban la dimisión del gobierno de Rajoy). Nunca  sabremos si en ese caso particular lo fue y tampoco si el hipotético “sadismo” de la representación es reprochable porque nunca veremos ese plano, con lo que Moretti también pierde a Pasolini y su apreciación de lo sadeano en el camino.

Lo que sí sabemos es que el mejor cine de Moretti (strictu sensu, el que llega hasta Palombella rossa) ha sido violento en un sentido vital, que se ha reorganizado continuamente alrededor de interrupciones, digresiones, montaje explícito, desdoblamientos y un largo etcétera de operaciones incómodas para la representación y la percepción estándares que incluyen manifestaciones de fuerza de los personajes, muchas de ellas reactivas a situaciones en las que la existencia pretendía hacerlos sentir impotentes. En las mejores películas de Moretti el sentido del humor también es agresivo, a la vez que esa agresividad modera los impulsos más dañinos de los personajes permitiéndoles una expresión testimonial. Mi madre carece por completo de tal sentido del humor y cuando practica la comedia, que recae sobre el personaje de John Turturro, un egocéntrico actor ítalo-estadounidense, lo hace torpemente y termina justificándola a través del sentimentalismo, como se revela en la conciliatoria última cena. También sabemos que junto a esos mecanismos de violencia liberadores solía haber escenas en las que la puesta en escena a menudo desplegaba un discurso punitivo gracioso y reaccionario, como el ataque de Michele Appicella en Caro diario al crítico de cine que había elogioado Henry, retrato de un asesino. La paja retórica del crítico y el histrionismo corporal y verbal de Moretti nos permitían celebrar el gag aunque dudáramos de la impugnación basada en el exceso gráfico de la violencia. Esta impugnación general de la violencia física me parece sospechosamente puritana (cuando no cómplice involuntaria de violencias estructurales por no contemplar siquiera la posibilidad de representar alguna clase de contra violencia) en el caso de Mi madre, en tanto y en cuanto la película nos impide siquiera discutirla al ocultar por completo la evidencia.

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La abortada discusión alrededor de esos planos habría vuelto sobre la cuestión fundamental de la visibilidad de la violencia en las imágenes (que Redacted, de Brian De Palma, postula como pocas películas industriales de este siglo) y su posible utilidad política al margen de la catártica, pero Moretti le resta importancia tanto como se la resta al sadismo y sus implicaciones. Habida cuenta de que ello sucede en la línea narrativa más abiertamente política de las dos que componen la película, Moretti parece proponer una discusión sobre su eficacia que clausura de inmediato a través de la orden de la directora y no retoma nunca. En el otro sendero de la trama vemos el proceso de deterioro físico de la madre de la protagonista, que esta sobrelleva a duras penas gracias al equilibrio de su hermano, el propio Moretti, de una serenidad y sabiduría sobrenaturales que contrastan excesivamente con la fragilidad de su hermana. La protagonista está siempre superada por la situación y en su cara se dibuja una continua sonrisa de congoja amasada en el molde de Gelsomina que no favorece ninguna clase de valoración. Es la versión fisonómica del signo musical tibio y blando que acompaña no pocas escenas dolorosas, ese tópico pianito que no propicia por la vía del exceso la catarsis melodramática ni nos arroja al absoluto desamparo del silencio en que la sensación de la falta pudiera horadarnos. Mi madre nos “contiene” para que podamos seguir adelante, es algo así como un acompañante terapéutico. Si ese fuera el caso, su limitado aunque compasivo horizonte sería pertinente en tanto y en cuanto la película se concentrara solamente en ese hecho y en sus repercusiones privadas en vez de acompañarlo con el rodaje de una película política.

Lo político de esa película dentro de la película es a todas luces superficial, pero Moretti no critica los fundamentos de ese cine y allí reside uno de los graves problemas de Mi madre. Un personaje tan plano, tan blando como el de Margherita Buy sólo puede hacernos pensar que la película que está dirigiendo será igual que ella, como el abundante cine de ficción bien pensante y acaso bien intencionado que se vale de cuanto conflicto geopolítico (con especial preferencia por la ocupación israelí de Palestina) o tema de relevancia en la agenda progresista global circule. Las contadas ocasiones en que la directora interactúa con sus técnicos incurre en simplificaciones groseras de cuestiones complejas como la señalada al comienzo, o se dedica a dirigir al actor principal con indicaciones psicológicas en las que se extraña una concepción formal de la puesta en escena cinematográfica, esa que ha caracterizado a la mayor parte del cine de Moretti en que el personaje configurado según estándares naturalistas no es central y más bien se constituye a partir del encuadre, el montaje y el cuerpo del actor, no de su existencia literaria. ¿Será entonces que Moretti busca despegarse de su protagonista? Una opaca indicación que ella le repite a todos sus actores, enunciada pero jamás explicada, parece indicárnoslo: “Tenés que correrte del personaje, que se vean los dos”. Si así fuera, no lo consigue lo suficiente, pero más allá de que veamos o no a Moretti en el personaje de Margherita Buy, a menudo con un fastidio similar al que sentimos cuando vemos a Woody Allen detrás de cualquiera de sus máscaras, la puesta en escena de la película de Moretti es la que no puede correrse de la de ella porque ni siquiera la construye al interior de la suya. En todo caso, ese “uno y otro” de sus grandes películas reunido en el cuerpo del propio Moretti, que solía ser él mismo y el personaje de turno, ha devenido en este “ni uno ni otro” de Mi madre, en la que los cuerpos de Margherita Buy y del propio Moretti funcionan como marionetas desanimadas.

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La muerte de la madre no es un acontecimiento nuevo en su filmografía. También moría la madre del sacerdote protagonista de Basta de sermones (La messa è finita), personaje encarnado por Moretti en una de las contadas ocasiones de esa primera época en que no se hizo llamar Michele Appicella (que es el apellido materno del director). Como en Mi madre, también era una llamada telefónica la portadora de la noticia, pero hay muchas más diferencias que similitudes. A pesar del hecho tan crítico que narraba, y seguramente debido a que por entonces Moretti era treinta años más joven (las arrugas en el cuerpo del actor aquí son más mucho más visibles y elocuentes que en Habemus papa) y su verdadera madre aún no había muerto, la película era en extremo luminosa y la escena a la que nos referimos sucedía una tarde en la que el sol entraba por las ventanas de la pieza en la que el protagonista se despedía a solas de su madre mediante uno de esos monólogos en los que celebraba desesperadamente la infancia y cuyo máximo exponente es el proferido al final de Palombella rossa mientras corre al borde de la pileta de natación. No había, como hay en Mi madre, comprensión realista del hecho. Personaje y película se afirmaban en el rechazo verbal agresivo, violento, histriónico, que provocaba emocionalmente al espectador con el peso de la situación tanto como con la batería retórica afín a la (¿pos?)modernidad cinematográfica tardía que desplegaba. En Mi madre, en cambio, Moretti rechaza la “retórica” a través del discurso de Buy tan banalmente como antes se refirió al sadismo, pero no así su película, que se aviene a un estándar demodé al que le agradecemos la fijación de la cámara, por ejemplo, sin que ello nos oculte la chatura general y más de un clisé onírico sin distinción estilística ni filo dramático. ¿Que termine con la mirada vidriosa a cámara de Margherita Buy no es sádico?

Aquí pueden leer un texto de Marcos Rodríguez sobre esta película.

Mia madre (Italia/Francia, 2015), de Nanni Moretti, c/ Margherita Buy, Nanni Moretti, John Turturro, Giulia Lazzarini, Beatrice Mancini, ‘106.

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