788085-image-manquante-afficheMe gustaría escribir un texto que le hiciera justicia a La imagen perdida, de Rithy Pahn, uno de los estrenos más importantes del año. Además, marca la apertura de una nueva sala -de 400 butacas- que se suma al circuito de exhibición alternativo: el Centro Cultural Caras y Caretas (Sarmiento 2037). La proyectan todos los miércoles de este mes. Como quiero que la mayor cantidad posible de espectadores la vea comenzaría diciendo que es un relato fantástico. No porque ponga en duda el contexto histórico o la biografía del narrador, y ni siquiera porque tales eventos parezcan extraordinarios aunque fueron la norma del siglo pasado, sino porque está contada de un modo tal que uno no puede ni quiere dejar de verla, o más bien de escucharla. La primera persona que cuenta el cuento de su vida lo hace en francés a pesar de ser camboyana y esa decisión, a la que me resistí de inmediato, tiene una explicación clara, como todo en esta película que no puede ser otra cosa que extremadamente clara. El idioma natal es para el narrador ya sólo el de los asesinos de su familia en particular y de dos millones de compatriotas en general. Ya ni siquiera es el de su padre, su madre o sus hermanos que murieron de hambre bajo el régimen de Pol Pot. El francés, en cambio, le trae recuerdos de su papá recitándole poemas populares de Prevert y entonces uno comprende que debe haber pocas coproducciones cuya lógica financiera esté tan en armonía con la estética y política como en este caso (no pasa lo mismo con la adaptación de Marguerite Duras filmada por el director, Un barrage contre le Pacifique, que no se diferencia en nada de las cada vez más usuales realizaciones transnacionales de qualite). Al principio de La imagen pérdida vemos una mano tallando en madera las figuras que van a protagonizar la historia mientras la voz del narrador dice que no necesitan ser muy precisas, basta con que creamos en ellas. Y Panh consigue que lo hagamos desde ese mismo instante.

526x297-jxtSu relato oral y táctil no aburre nunca. Lo que cuenta es conmovedor y es espantoso. Sólo molesta cuando abandona el relato de las vicisitudes sufridas por su familia para reflexionar acerca de la responsabilidad de las imágenes, sobre la que no añade nada que él no haya demostrado ya cabalmente en documentos como S-21: La máquina de matar del Khmer rojo, y acerca de la posición de los espectadores, a quienes involucra verbal, innecesaria e ineficazmente cuando termina. Para entonces, su pericia narrativa y la naturaleza de los hechos puestos en escena a través de las figuras de madera, el material de archivo y la voz fueron de una elocuencia tal que el llamamiento retórico suena banal si no incluso a exceso involuntariamente autoritario. Pero, ¿cómo no entenderlo? Una de las virtudes cardinales de La imagen perdida es la honestidad emocional del narrador quien, avanzada la historia, pierde la compostura y se enoja, primero, a través de ironías, luego abiertamente. Ese mismo narrador que es todo el tiempo solamente una voz, sobre el final también se identificará con un cuerpo desenfocado y dividido. La imagen perdida es una ceremonia de duelo budista, por más que no haya oficio alguno en pantalla. No es posible aceptar que este hombre reduzca el término ideología casi exclusivamente al totalitarismo comunista de Pol Pot, dejando fuera de su alcance, sobre todo, al funcionamiento religioso (la coda extiende la crítica al capitalismo contemporáneo, aunque sin aplicarle el significante), pero se entiende la necesidad de la creencia, presente en la película acaso como único paliativo -junto al cine, idea consoladora cuyo potencial peligro soslaya- del genocidio colectivo y las pérdidas personales. Incluso si nos abstraemos del contexto histórico podemos ver a La imagen perdida como lo que es acaso principalmente: una película sobre la invención de la infancia y la orfandad adulta. Después de verla el desasosiego me impidió dormir. Un rato más tarde me sorprendí pensando esto: «Mis viejos son, entre otras cosas, dos personas que desde hace al menos diez años sobreviven sin sus padres, algo de lo que yo todavía no me he probado capaz.» En La imagen pérdida Panh busca dulzura, esa que yo encuentro en su lengua natal y él en un francés ya también inexistente, que en mi memoria cinéfila es el de Pagnol y el del más bucólico Renoir, no ya el de Truffaut y menos aún el de cualquiera de las dos orillas donde la Nouvelle Vague rompiera. De hecho, cuando el narrador se pone reflexivo escuchamos el eco de las inflexiones más graves, ceremoniosas y morales del movimiento.

Aquí pueden leer un texto de Gabriel Orqueda sobre esta película.

La imagen perdida (L’image manquante, Camboya/Francia, 2013), de Rithy Panh, c/ Randal Douc, Jean-Baptiste Phou, ’92.

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