Si es cierto que el cine ha intentado desde sus inicios encontrar un lenguaje propio que lo caracterice y distinga de otras expresiones artísticas como el teatro, la tendencia a la hora de intentar un cruce entre cine y teatro se presenta como algo fallido que de alguna manera atenta contra la propia autonomía del cine. Son pocas las películas que intentaron con éxito una superposición de ambos lenguajes. Pienso, por ejemplo, en César debe morir, de los hermanos Taviani, que hizo de esta interrelación entre ambos lenguajes una obra complejísima y sumamente atractiva. La piel de Venus, lamentablemente, no intenta nada creativo en este aspecto. Los que entienden el cine como algo más que una representación teatral podrían quedar razonablemente decepcionados.
La piel de Venus queda a medio camino entre una expresión y otra. La puesta en escena es anacrónica y vemos la película como quien mira un clásico del siglo pasado. Todo esto es cierto. Sin embargo, Roman Polanski consigue algo que la mayoría de los cineastas no se atreven ni a soñar. Me refiero a captar nuestra atención, me refiero a plantear algunos interrogantes y dudas en el espectador que lo acompañarán luego de que haya terminado la película. Es cierto que luce como esas rudimentarias películas que apenas intentan filmar una obra de teatro y que no aprovechan las potencialidades del lenguaje cinematográfico, pero también es cierto que consigue, a pesar de ello, volverse revulsiva. Toda la película es apenas un diálogo entre dos personas sostenido literalmente en un escenario, por lo tanto queda en claro que el desafío para el espectador está en descifrar el discurso antes que en entender el argumento, que es prácticamente nulo. Diría que es un cine intelectual, sino fuera una definición ambigua que en realidad no significa nada.
Lo primero que llama la atención es la similitud física entre Mathieu Amalric (el protagonista) y el propio Roman Polanski. Es lícito pensar en las películas de Woody Allen cuando los personajes se mueven y comportan como él mismo. Esta sensación de que hay una identificación entre el personaje y el director se afianza y confirma cuando nos enteramos que Emmanuelle Seigner es la esposa del director. Roman Polanski consigue llevar la duda respecto a esa delicada y peculiar tensión entre vida personal y representación artística a un nivel bastante extremo. La inquietud sobre dónde empieza y dónde termina la ficción no sólo opera en una dimensión meta textual, sino que se convierte en leitmotiv de la película, donde constantemente se va de la ficción a la realidad, desdibujando los límites de la representación. Es decir, esta duda opera fuera de la película respecto a la vida personal del director y también dentro de la película, donde los personajes mismos confunden cuándo están actuando y representando una ficción y cuándo han dejado de hacerlo.
Thomas (Mathieu Amalric) es un director de teatro que planea llevar a cabo una representación de La venus de las pieles, de Sacher Masoch. La audición en busca de la actriz ha terminado, pero Vanda (EmmanuelleSeigner) insiste en presentarse a la audición y Thomas cede. Pese a las apariencias, ella demuestra ser buena y la audición se convierte, progresivamente, en otra cosa. No vayan a pensar que todo se reduce a un juego de seducción entre la actriz y el director, aunque tal vez lo sea, pero nunca de una manera simple como el mal cine de Hollywood nos tiene acostumbrados. Si es cierto que se plantea un juego de seducción, este juego se volverá enrevesado de varias maneras simultáneas. En la trasgresión del límite entre lo ficticio y lo real es donde la película expresa todo su potencial, convirtiendo el juego de seducción en una apuesta radical que se vuelve una metáfora del poder, de los vínculos entre hombre y mujer y entre amo y esclavo.
Este vínculo se plantea en términos de una paradoja sin solución y no será el único acierto de la película. En el diálogo que sostienen los personajes se filtra una visión del mundo personalísima. Roman Polanski consigue hacer oír su propia voz y hay, en esa visión del mundo, una gran rabia pero también una gran compasión. Es la voz de alguien que ha visto el horror de cerca, pero que está más allá del horror. Es la voz de un personaje acorralado a quien ya no le importa decir la verdad. Por lo tanto, la película maneja la ironía y el humor negro como quien maneja un material delicado y flamígero. Thomas es un cliché y Roman Polanski lo ridiculiza, pero al mismo tiempo lo homenajea, actualizando la contradicción que la película plantea de principio a fin, que ya no es solamente la tensión dialéctica entre vida y arte, hombre y mujer o amo y esclavo, sino el verdadero poder del arte, cuando el arte es otro nombre para designar la magia y lo fantástico, lo que está más allá del hombre, pero que es esencialmente humano.
Aquí puede leerse un texto de Nuria Silva y otro de Luis Franc sobre la misma película.
La piel de Venus (La Vénus à la fourrure, Francia/Polonia, 2013), de Roman Polanski, c/ Emmanuelle Seigner, Mathieu Amalric, 96’.
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