La historia que desemboca en La piel de Venus, de Roman Polanski, comienza en el siglo diecinueve con un pequeño al que su niñera le contaba relatos de mujeres dominantes y hombres sojuzgados hasta los más bajos límites de la humillación. Un padre jefe de policía contribuía a su educación con un violento anecdotario sin nada que envidiarle a los cuentos nocturnos; luego llegarían sueños con ejecuciones y torturas autoinflingidas. Ya adulto, un paso más lo confirmaba desde la narrativa: lo que la moral burguesa podía leer como insoportable en el escritor austríaco se confirmaba como modo de vida. Leopoldo Sacher-Masoch jamás pensaría que su apellido sería utilizado para nominar sus conductas: al sufrimiento como elección de vida, gracias al psiquiatra Kraft-Ebing se lo denomina hasta hoy masoquismo. Un término instalado en el lenguaje común, puesto en evidencia en La piel de Venus por la protagonista femenina: “¡Masoquismo viene de Masoch! ¡Cómo no lo he pensado!”. Porque es a partir del universo del lugar común, de lo más llano, que al espectador se lo convoca para entrar. Polanski ubica a este mundo por delante de un universo intelectual atrapado por los estereotipos de la “alta cultura”: el cliché presumiblemente perteneciente a un mundo, en la película gobierna al otro, también con los propios.
El cine.
Desde una conciencia de la cámara ingresamos desde la calle a una sala teatral: por medio de un plano secuencia como presunta mirada subjetiva, pero también como autonomía de la cámara, nuestro cuerpo y la lente como unidad dialéctica. Luego de franquear tres puertas hasta llegar a dicha sala, otra presunción complementaria se confirma: nuestro punto de vista es, además, compartido con un personaje, el femenino, en apariencia el del lugar común. Enseguida lo actualiza un plano entero de una actriz novata que se presenta a un casting. A una gran distancia, sugerida por un plano general abierto del escenario, el adaptador y director de la obra teatral, Thomas Novachek, habla por celular en medio de quejas por no hallar a la actriz adecuada para el personaje de Vanda von Dunayev. Pero es puntualmente una decisión de Polanski la que ofrecerá la clave para ingresar a su mundo, el mundo de un Polanski bien contemporáneo; en medio de las quejas de Novachek la actriz pareciera acercarse a él por medio del mismo concepto de plano secuencia que hace unos instantes desde el exterior. El cuadro se va cerrando sobre el personaje masculino con la presunción perceptual de que el femenino avanza hacia él, y ya casi la tiene encima. Pero luego de un corte caemos en la cuenta de que ella aún no había avanzado y la amplia distancia se conserva: una promesa incumplida de la cámara que lleva al espectador a un contrato con el cine mucho más que con la literatura, la dramaturgia o el teatro. Muy frecuentemente el cine promueve una oscilación entre la objetividad y la subjetividad. Todo el tiempo irrumpe una nueva propuesta visual que nos quita del contrato anterior. En la hora y media de La piel de Venus somos alternadamente él, ella, ambos, ninguno de los dos: recortes en el tiempo y el espacio.
La propuesta.
Sin embargo, la alternancia de roles en nosotros, ese contrato que solemos firmar aparece como tema central en la película de una forma en que no aparece ni en la lectura de la novela de Masoch, ni como espectadores de la obra teatral de David Ives basada en la novela pero estructurada a partir de personajes contemporáneos que leen, interpretan, reflexionan sobre el original. Recurso tranquilizador, un atenuante de las escenas de la novela que incluían, entre otras cuestiones, el contacto físico: el autor pensaba el masoquismo como un modo de vida. En cambio, la dramaturgia que elige Polanski, mediatización de mediatización, devela un anhelo de equilibrio burgués por medio de la identificación con el extrañamiento de Thomas, devenido actor de su propia obra antes de quedar capturado en su acto masoquista, entendido en la película como pulsión de muerte.
Contextos, ficciones, lecturas.
Vanda von Dunayev, amante ficcional de Severin von Kushemski, alter ego del escritor y personaje central de la novela consagratoria de Masoch La venus de las pieles, se encuentra inspirada en la relación del austríaco con la escritora Fany Pistor, quien en 1869 firma un contrato con Masoch; el mismo establecía respectivamente los roles de ama y esclavo por seis meses. Entre los requisitos planteados, ella debía cubrirse de pieles en toda ocasión posible y humillarlo constantemente, reducción a servidumbre incluida. Dicha puesta en escena inspira la novela que ve la luz al año siguiente.
En el relato basado en la obra teatral que se actualiza a través de Polanski encontramos a la actriz que busca compulsiva, torpemente, a partir de una sospechosa impunidad, que el director le tome la prueba fuera de horario. Las negativas cederán previsiblemente, y lo que en un principio comienza con una apresurada lectura del texto del austríaco deviene en un protagonismo que sube la apuesta de su personaje, Vanda Jordain, deviniendo otro.
Lo que se desprende es la confluencia de universos y estéticas que descienden en un embudo hasta llegar a La piel de Venus de Roman Polanski: un cuadro de Tiziano (La Venus del espejo de 1554) disparador en la novela, las representaciones de Venus por diferentes artistas homenajeados al final, la vida e inspiración de un escritor que da origen a La Venus de las pieles de 1870, la novela misma y sus derivaciones culturales, la obra del dramaturgo Ives en el siglo veintiuno, las diferentes propuestas cinematográficas basadas sí en la novela.
Por último, la última lectura de Polanski. No aquel que supo allá por 1966 construir un genial humillado con el Donald Pleasence de Cul-De-Sac, sino la corrección política del de ahora. El Polanski pederasta se podía encontrar en sus películas durante sus años de efervescencia artística; hoy quizá nos hallemos ante el Polanski de la culpa.
Pero, extensivamente, el problema radica en la imagen contemporánea; en algo que pareciera –salvo excepciones– pensarse a partir de un tope, no más allá de él. En esto, la posmodernidad hace estragos en el universo de las imágenes, condiciona conscientemente o no a la mayoría de los realizadores. El director polaco pareciera hacerse cargo y pensar en esto a partir de una escena puntual. Vanda señala una columna sobre el escenario, Thomas le contesta: “Son restos del espectáculo anterior. Una producción belga sobre la película La diligencia, una comedia musical”.
Por supuesto que los restos no son solo del espectáculo anterior: son los del cine clásico, que hoy se transformó en cita, parodia, referencia, nostalgia. Son restos del teatro clásico, a partir de la mostración de una sala comercial preparada para una puesta convencional con una enorme consola de luces y una muy figurativa escenografía, una forma muerta: la que más público convoca. Son restos del Renacimiento, con las Venus de los diferentes pintores que pueblan la imagen con los créditos finales sobreimpresos, hasta el plano detalle de una postal que saca Vanda con la reproducción del cuadro de Tiziano: la reproductibilidad técnica de la obra de arte como tema. Son restos de una literatura que se permite aparecer sólo por pequeños fragmentos, tímidamente. Y a través de otros.
Aunque lo cierto es que también es el cine el que hoy tiene la gran oportunidad de pensar, de problematizar, el mencionado estado de cosas. No es el cine el culpable. Al contrario, todo el tiempo se oferta la oportunidad de que una película pueda proponerse como el campo en donde se reflexione sobre los diferentes problemas y alternativas del arte y el pensamiento. Después de todo, es en La piel de Venus en donde dos personajes se transforman y llevan a pensar la transformación, sobre todo si uno se presenta –y no hay por qué dudar de ello– como ignorante y, por una decisión en el devenir del relato, estaba enterado de cuestiones sin posibilidad alguna de justificación narrativa. A modo de ejemplo, mientras el mencionado cuestionamiento a dicha linealidad –confirmatoria del hábito y del lugar común– siga siendo una inquietud en un artista, mientras las formas muertas se expongan como tales, mientras el universo del cliché se pueda pensar en el campo de la “intelectualidad”, pero, sobre todo, si nos invitan a una instancia en la cual oscilamos entre la objetividad y la subjetividad por medio de la cámara, un Polanski valdrá la pena.
Aquí puede leerse un texto de Luciano Alonso y otro de Nuria Silva sobre la misma película.
La piel de Venus (La Vénus à la fourrure, Francia/Polonia, 2013), de Roman Polanski, c/ Emmanuelle Seigner, Mathieu Amalric, 96’.
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La relación entre la forma de la cámara y el contenido, la construcción del espectador,
las tensiones entre el arte clásico y contemporáneo leídas metonimicamente en una columna (qué hallazgo), el masoquismo como cuestionamiento al orden burgués, me parecen que son los fuertes de este análisis. Aunque no haya visto la peli es un metalenguaje, en sí mismo, muy potente
Se trata, en gran medida, de pensar los metalenguajes y desde ellos. Diálogos, entrecruzamientos de lenguajes y, sobre todo a partir de qué espectador piensa una película. Muchas gracias.