Por Luciano Alonso.

Tenemos cierta tendencia a pensar que las sociedades son fenómenos complejos y que, en esa complejidad, se vuelve imposible determinar ciertas apreciaciones que funcionan de manera efectiva para todos los individuos por igual. Sin embargo, las obras de William Shakespeare vienen a poner en tela de juicio tal percepción. Lo cercano y lejano de sus obras se vuelve, también, un testimonio de lo invariable del espíritu, que los románticos quieren único y distinto, y que tal vez no lo sea. Cierto recorte de la historiografía del aprendizaje y del comportamiento humano, podrían revelar una naturaleza translúcida. Sospecho que esta es la razón por la cual las obras de William Shakespeare no pierden vigencia y por la que, también, los libros de autoayuda se siguen vendiendo. Básicamente, porque nuestras vidas no son tan complejas como queremos y porque, en un sentido amplio y abstracto, a todos nos pasan más o menos las mismas cosas y no somos tan distintos unos de otros. Y esta aseveración cala hondo y profundo cuando pensamos en las personalidades extremas, o en situaciones límites, que transcurren fuera de la norma.

Una vez más, ¿qué es lo normal, si -tal como nos enseña Freud- lo normal sólo es normal en promedio? La verdad es que las sociedades se rigen según patrones estadísticos. ¿Y qué nos dice eso como individuos?

Al enterarme que César debe morir era una historia que transcurre en una penitenciaria, lo primero que sentí fue un instintivo rechazo. Desconfío de cualquier obra que se supone profunda tras aprovechar con cierta inteligencia cierto amarillismo artístico. Es muy fácil “shockear” al espectador promedio, vendiéndole algunas historias sórdidas que alimenten su atracción por lo siniestro. La verdad es que hay todo un filón rentable en el morbo camuflado de arte. Es la razón por la que no me gustan las historias que transcurren en cárceles, hospitales, manicomios. Revelan lo poco originales que somos como individuos, incluso en nuestros miedos más inconfesables.

De cualquier manera, no hay que ser muy perceptivo para darse cuenta que el discurso de César debe morir es genuino, y que pasa por otro lado. Más allá de todos los prejuicios que uno puede tener a priori, es mejor rendirse ante la evidencia. Aquí no hay un regodeo en el morbo, no hay un discurso remanido, simplista o defectuoso. Se trata, claro está, de una verdadera obra de arte y merece ser considerada con respeto y espíritu crítico, independientemente de las emociones que nos pueda generar.


El hecho de presentarnos una historia que transcurre en una prisión y que no adhiere a ciertos tópicos punitivos, la dignifica de manera automática. Aunque esto sólo es el comienzo. Una vez dentro de la ficción, aún nos aguardan más de una sorpresa.

La verdad es que, desde un abordaje teórico-crítico, en César debe morir hay mucha tela para cortar. Casi diría que demasiada. Porque nos recuerda, inevitablemente y a pesar de sí, todas las cuestiones planteadas por Michel Foucault acerca del castigo y la condición de los presos. El rol que cumplen las prisiones en la sociedad y otras cuestiones aledañas. El triunfo definitivo del sistema de premios y castigos ha convertido a las sociedades en maquinarias de control, reguladoras y niveladoras del comportamiento y ambiciones individuales.

Michel Foucault estaba genuinamente preocupado por la ignorancia que existía entonces (y que aún perdura) respecto a las condiciones específicas del sistema carcelario. No sabemos nada de cómo viven los presos y no nos interesa saber. A decir verdad, no nos interesa saber nada que nos genere malestar, a menos que esté presentado de manera bonita en una película que disimule las aristas. Así es como funciona la sociedad del espectáculo. En la permanete ignorancia y anestesia de lo verdaderamente importante, que -también- suele ser lo disfuncional, lo incómodo.

Bajo estas coordenadas, hay que pensar la película de los Taviani en relación con el valor del arte y del cine y del teatro, como punto de fuga de la realidad, pero también como lo único y verdaderamente capaz de develar lo real.


César debe morir opera en múltiples sentidos, significando y resignificando su propia hermeneútica y alcance. Es y no es una puesta en escena de Julio César, de William Shakespeare. Por lo que la incluye, pero la desborda. Porque también, aunque pueda parecer extraño, podríamos entenderla desde el subgénero conocido como “tras bambalinas”. Después de todo, no deja de ser una historia sobre un grupo de teatro que prepara una puesta en escena de Julio César y nosotros asistimos, como espectadores, a todos los pormenores necesarios de la preparación, los ensayos, los contratiempos del grupo y de los protagonistas. El desenlace será la puesta en escena definitiva, la noche de estreno. Pero ni siquiera es tan sencillo. Porque ocurre algo más con César debe morir, que incrementa su espesor semántico. La cosa es que el grupo de teatro que prepara la obra está conformado por prisioneros, pero esos prisioneros son reales. Por lo que los referentes pseudo-reales en la ficción subvierten el orden de la ficción representada. Así que estamos y no estamos ante una ficción y, tranquilamente, podríamos pensar el asunto como un documental. Pero lo más importante para este grupo de teatro no es el estreno de la obra, aunque pueda parecer que sí. Sucede que Julio César (la obra de William Shakespeare) termina por captar toda la atención y aunque nunca dejamos de ver una ficción (seudo real) sobre cómo se realiza esa otra ficción, esta última (la de Shakespeare) se convierte en una especie de vórtice que magnetiza toda la atención del espectador y de los protagonistas. A tal punto que se confunden la ficción y la realidad en dos direcciones simultáneas: la de la representación ficcional y meta-ficcional y la del escenario en la cual la representación tiene lugar. En ese desplazamiento de sentido se cifra lo que, acaso, es lo más importante de todo el asunto. La cercanía y proximidad de William Shakespeare, ya no entre intelectuales o personas cultas, sino entre todos y cualquier hombre, sea cual fuere su voluntad y condición.

César debe morir (Cesare deve morire, Italia, 2012), de Paolo y Vittorio Taviani, c/ Cosimo Rega, Salvatore Striano, Giovanni Arcuri, Antonio Frasca, Juan Dario Bonetti, Vittorio Parrella, Rosario Majorana, 76′.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: