Diana Rutkus no está buscando únicamente rearmar su infancia, esa etapa de la que sólo guarda retazos indefinidos que, de tanto en tanto, adquieren una forma más concreta gracias a fotos viejas, grabaciones y filmaciones. Quiere que sus padres, ya mayores, no olviden la nómade vida de artistas de circo que tuvieron, yendo de país en país a bordo de una casa rodante. A ella le falla la memoria por haber vivido aquella época a muy corta edad (sus viejos se retiraron de la vida circense cuando apenas tenía seis años). A sus padres, en cambio, los acecha la desmemoriada vejez. Si ellos olvidan, ella nunca podrá recordar. Si ella no recuerda, ellos no podrán retener los detalles de su juventud itinerante. «La memoria es así, saltarina», dice Diana cuando, en una charla, su mamá confunde instantes de la niñez de su hija con la propia.
Los viejos artistas del circo criollo son el vestigio de una forma de arte prácticamente olvidada. Hoy encontramos malabaristas en cada semáforo, los payasos se esparcieron hacia las salas teatrales y/o centros culturales, y con la aparición del descomunal Cirque du Soleil, aquel antiquísimo espectáculo popular pasó a convertirse en una moda de elite a causa de los elevadísimos precios de las entradas. Del circo de la vieja carpa levantada a duras penas, el de pueblo en pueblo, apenas quedan rastros. Sin embargo, la película no tiene como intención convertirse en un revisionismo histórico circense. Cirquera se constituye como un documento familiar antes que como un documental.
Llegados a este punto, es pertinente establecer que, si bien por su transparencia Cirquera resulta dulce, emotiva y melancólica, retrata un universo poco corriente que acaso pueda resultar potente sólo para quienes hayan vivido experiencias similares. Mi origen familiar artístico -de nena jugaba entre bambalinas y veía a mi viejo prepararse minuciosamente para cada personaje- y mi propio recorrido, ya adulta, por el teatro y el clown, facilitaron la identificación, la recóndita emoción que no brotó a causa de formalidades cinematográficas, sino a partir de recuerdos personales. En una escena, Diana observa a una joven trapecista maquillándose frente a un espejo. Inmediatamente percibí en esa mirada el resurgimiento de la nena que miraba a su mamá caracterizándose antes de cada acto. Esa idea se rubrica unos segundos después en las palabras de la protagonista. Este fue el punto de inflexión evidente para reconocer que Cirquera es sobre un pedazo de mundo desconocido para muchos, cada vez más excepcional, y que no refiere exclusivamente a las hazañas del artista, sino a la contemplación remota de la hija de una madre trapecista y un padre domador de leones.
Diana ocupa todo el tiempo el lugar de espectadora, ya sea frente a sus padres, viejos colegas de estos o, incluso, su propio hermano actor, quien, siendo unos años mayor, guarda con nitidez las efemérides de aquella infancia y, por esta misma razón, puede exteriorizar con fluidez las emociones cuando revisan juntos viejas fotos y grabaciones. Los dos, a su manera, añoran con pesada melancolía el fin de una era mágica, aun cuando tuvieron que transitar una niñez inusual que los obligaba a cambiar de escuela cada semana y no poder mantener amistades duraderas. En el circo tenían todo lo que necesitaban para ser felices, el mundo entero a sus pies.
Los padres, por su parte, también evocan, pero desde una vejez que no mira hacia atrás con aflicción, sino con la placidez de haber experimentado la libertad plena, de haber formado parte de un cosmos fascinante y efímero. El paso del tiempo no solo repercute en la retentiva. Su rasgo más cruel atenta contra la plenitud del cuerpo que empieza a padecer el esfuerzo sobrehumano y doloroso del trabajo acrobático. Pero este no fue el motivo principal para decidir abandonar el circo. La popularidad perdida de esta forma de arte afectó notablemente la estabilidad económica familiar, y los obligó a transmutar sus identidades de virtuosos artífices por otras labores ordinarias. El padre de Diana terminó por convertirse en colectivero y empleado municipal, y la madre, en cafetera de un sindicato de artistas. Hoy, ya jubilados, no se ven afectados por ese cambio drástico de estilo de vida. En ellos conviven la nostalgia y la felicidad de saber que se permitieron ser lo que amaban, que no se deben absolutamente nada.
Cirquera (Argentina, 2012), de Andrés Habegger y Diana Rutkus, 70’.

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